Recuerdo la primera vez que leí Las desventuras del joven Werther, allá por los años mozos de la etapa universitaria, cuando la vivencia de lo que solemos llamar amor está a flor de piel, y las preguntas y dudas sobre aquella vivencia nos sumen en una perplejidad que ahonda los tantos misterios que atesora la existencia. Volver a recorrer la historia que narra esta exquisita novela de Goethe, me retrotrae a esos instantes en que, encerrado en mi habitáculo de estudiante, vivía de forma vicaria un drama común a tantos jóvenes de todos los tiempos. Narrada en forma epistolar, el protagonista le va contando a su amigo Guillermo el proceso de su pasión por Carlota, la joven que él conoce en Waldheim, una aldea a la que llega huyendo de la ciudad.
Werther es un muchacho amante del arte, sensible a los
encantos y maravillas de la naturaleza, que se ha alejado de la ciudad para
vivir en contacto con el campo, dedicado a pintar y a gozar de las delicias del
medio natural. Pero al ser súbitamente herido por los dardos envenenados de
Cupido, su vida sufre un trastorno que lo va a precipitar, gradualmente, en un
fin prematuro. Lo que sucede es que Carlota está comprometida con Alberto,
quien está de viaje para resolver algunos asuntos familiares. Lentamente
Werther va cayendo bajo el hechizo de los encantos de Carlota, quien acaba de perder
a su madre y ha quedado a cargo de seis hermanitos. Su padre es un funcionario
que trabaja fuera y ella debe asumir el cuidado de los niños como si fuera su
madre. Los dos jóvenes empiezan una amistad que los lleva a pasar muchas horas
juntos, unas veces de paseo por los parajes del pueblo, otras por las calles
bordeadas de árboles o, simplemente, en la humilde casa de Carlota jugando con
los chiquillos que le han tomado cariño a Werther.
De pronto regresa Alberto y es presentado a Werther, ambos
se hacen amigos y comparten los tres gratos momentos de alegría y camaradería a
la luz vertiginosa de una pasión que va creciendo en el alma enamorada de
Werther. Sabe desde el comienzo que su amor por Carlota es imposible, pero nada
puede contra esa fuerza turbadora que lo arrastra todo. Lucha por controlar sus
sentimientos, mas es evidente que la batalla para él está perdida, pues lo que
siente es demasiado impetuoso como para ser sujetado con las frágiles cuerdas
de la razón. A veces pierde la calma y se trasluce con nitidez su delirio. Esto
ocasiona el distanciamiento gradual con Alberto y las inevitables
reconvenciones de Carlota. Nuestro héroe está atrapado en una red de la que ya
no podrá salir airoso. Es allí donde comienzan sus penurias, sus intensas
tribulaciones que le hacen pensar en una única salida. Las confesiones a
Guillermo dan muestras de ello. En la carta del 30 de agosto anuncia su
propósito: “No veo para esta miserable vida más fin que la muerte”.
Una vez, Werther y Alberto sostuvieron una pequeña discusión
sobre el suicidio. Werther va a salir a pasear por las montañas y pide
prestadas sus pistolas a Alberto y, en un momento, casi como jugando, se lleva
el cañón encima de los ojos. Alberto se sorprende y amonesta a Werther para que
no vuelva a hacerlo. Se sucede un escarceo polémico donde uno sostiene el
legítimo desenlace del fin de la vida, mientras el otro replica que eso sería
un acto de cobardía, argumento que el joven enamorado rechaza con convicción.
Luego lo encontramos desempeñándose en un cargo con un
embajador al que detesta, pero donde encuentra al conde C., quien compensa las
odiosas nimiedades del primero. Pero sobre todo conoce a la señorita B., a
quien ve un parecido con Carlota y puede contarle ciertos detalles de ella.
Pero no son sino simples paliativos, nuestro amigo tiene su corazón y su mente
fijos en un objetivo inalcanzable. Nada es capaz de sofocar la pasión que
devora sus entrañas. Es conmovedora al respecto la carta del 3 de septiembre:
“Muchas veces no alcanzo a comprender cómo puede amarla otro, cómo se atreve a
hacerlo, ¡siendo mi amor por ella tan inmenso, profundo y único! ¡No conozco,
no siento, no veo más que a ella!”. Y otro día: “Me es suficiente ver sus ojos
negros para ser feliz”, exclama embelesado el 10 de octubre.
Quién no se ha estremecido con el roce de unas manos, con el
fuego de una mirada o con el aliento aromado de una voz. Quién no ha sido
gloriosa víctima de esa hoguera placentera en que arden nuestros sueños y
deseos, en que desfallece nuestra voluntad consumida por ese volcán desatado, cuya
lava nos sepulta en un vórtice de celestes ensoñaciones y de purpurinas
emociones. A eso es a lo que nos convoca la lectura del Werther, la obra
más representativa del romanticismo alemán, novela que según dicen fue prohibida
al poco tiempo de ser publicada, pues cundió en Alemania una ola de suicidios.
Decenas de cuerpos jóvenes aparecían en las riberas de los arroyos o en los
lejanos bosques, imitando el trágico final del personaje literario.
La última vez que la ve leen a Ossián, un autor del siglo
III según su divulgador, el poeta escocés James Macpherson, la mayor impostura
de la historia de la literatura según los datos que se manejan hoy. Luego
vendrá el adiós definitivo a Carlota, la solicitud que envía con su criado para
que Alberto le preste su pistola, la cena frugal a la luz de un candil en su
cuarto, el disparo cerca de la medianoche, el alboroto entre los vecinos y el
hallazgo del cuerpo moribundo que a los pocos minutos expirará sacrificado en
el altar de Afrodita, la diosa que bendice a algunos con los parabienes del
amor y condena a otros con los sufrimientos del mal amor.
Una espléndida historia que se lee con agrado y con empático
sufrimiento, compadecidos del arrobo inexorable del protagonista que muere
consagrado al ideal supremo que los dioses le han negado, víctima inocente de
sus propios delirios que lo consumen hasta la extenuación.
Lima, 11 de
septiembre de 2022.
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