martes, 13 de septiembre de 2022

Werther o el amor romántico

 

Recuerdo la primera vez que leí Las desventuras del joven Werther, allá por los años mozos de la etapa universitaria, cuando la vivencia de lo que solemos llamar amor está a flor de piel, y las preguntas y dudas sobre aquella vivencia nos sumen en una perplejidad que ahonda los tantos misterios que atesora la existencia. Volver a recorrer la historia que narra esta exquisita novela de Goethe, me retrotrae a esos instantes en que, encerrado en mi habitáculo de estudiante, vivía de forma vicaria un drama común a tantos jóvenes de todos los tiempos. Narrada en forma epistolar, el protagonista le va contando a su amigo Guillermo el proceso de su pasión por Carlota, la joven que él conoce en Waldheim, una aldea a la que llega huyendo de la ciudad.


Werther es un muchacho amante del arte, sensible a los encantos y maravillas de la naturaleza, que se ha alejado de la ciudad para vivir en contacto con el campo, dedicado a pintar y a gozar de las delicias del medio natural. Pero al ser súbitamente herido por los dardos envenenados de Cupido, su vida sufre un trastorno que lo va a precipitar, gradualmente, en un fin prematuro. Lo que sucede es que Carlota está comprometida con Alberto, quien está de viaje para resolver algunos asuntos familiares. Lentamente Werther va cayendo bajo el hechizo de los encantos de Carlota, quien acaba de perder a su madre y ha quedado a cargo de seis hermanitos. Su padre es un funcionario que trabaja fuera y ella debe asumir el cuidado de los niños como si fuera su madre. Los dos jóvenes empiezan una amistad que los lleva a pasar muchas horas juntos, unas veces de paseo por los parajes del pueblo, otras por las calles bordeadas de árboles o, simplemente, en la humilde casa de Carlota jugando con los chiquillos que le han tomado cariño a Werther.

De pronto regresa Alberto y es presentado a Werther, ambos se hacen amigos y comparten los tres gratos momentos de alegría y camaradería a la luz vertiginosa de una pasión que va creciendo en el alma enamorada de Werther. Sabe desde el comienzo que su amor por Carlota es imposible, pero nada puede contra esa fuerza turbadora que lo arrastra todo. Lucha por controlar sus sentimientos, mas es evidente que la batalla para él está perdida, pues lo que siente es demasiado impetuoso como para ser sujetado con las frágiles cuerdas de la razón. A veces pierde la calma y se trasluce con nitidez su delirio. Esto ocasiona el distanciamiento gradual con Alberto y las inevitables reconvenciones de Carlota. Nuestro héroe está atrapado en una red de la que ya no podrá salir airoso. Es allí donde comienzan sus penurias, sus intensas tribulaciones que le hacen pensar en una única salida. Las confesiones a Guillermo dan muestras de ello. En la carta del 30 de agosto anuncia su propósito: “No veo para esta miserable vida más fin que la muerte”.

Una vez, Werther y Alberto sostuvieron una pequeña discusión sobre el suicidio. Werther va a salir a pasear por las montañas y pide prestadas sus pistolas a Alberto y, en un momento, casi como jugando, se lleva el cañón encima de los ojos. Alberto se sorprende y amonesta a Werther para que no vuelva a hacerlo. Se sucede un escarceo polémico donde uno sostiene el legítimo desenlace del fin de la vida, mientras el otro replica que eso sería un acto de cobardía, argumento que el joven enamorado rechaza con convicción.

Luego lo encontramos desempeñándose en un cargo con un embajador al que detesta, pero donde encuentra al conde C., quien compensa las odiosas nimiedades del primero. Pero sobre todo conoce a la señorita B., a quien ve un parecido con Carlota y puede contarle ciertos detalles de ella. Pero no son sino simples paliativos, nuestro amigo tiene su corazón y su mente fijos en un objetivo inalcanzable. Nada es capaz de sofocar la pasión que devora sus entrañas. Es conmovedora al respecto la carta del 3 de septiembre: “Muchas veces no alcanzo a comprender cómo puede amarla otro, cómo se atreve a hacerlo, ¡siendo mi amor por ella tan inmenso, profundo y único! ¡No conozco, no siento, no veo más que a ella!”. Y otro día: “Me es suficiente ver sus ojos negros para ser feliz”, exclama embelesado el 10 de octubre.

Quién no se ha estremecido con el roce de unas manos, con el fuego de una mirada o con el aliento aromado de una voz. Quién no ha sido gloriosa víctima de esa hoguera placentera en que arden nuestros sueños y deseos, en que desfallece nuestra voluntad consumida por ese volcán desatado, cuya lava nos sepulta en un vórtice de celestes ensoñaciones y de purpurinas emociones. A eso es a lo que nos convoca la lectura del Werther, la obra más representativa del romanticismo alemán, novela que según dicen fue prohibida al poco tiempo de ser publicada, pues cundió en Alemania una ola de suicidios. Decenas de cuerpos jóvenes aparecían en las riberas de los arroyos o en los lejanos bosques, imitando el trágico final del personaje literario.

La última vez que la ve leen a Ossián, un autor del siglo III según su divulgador, el poeta escocés James Macpherson, la mayor impostura de la historia de la literatura según los datos que se manejan hoy. Luego vendrá el adiós definitivo a Carlota, la solicitud que envía con su criado para que Alberto le preste su pistola, la cena frugal a la luz de un candil en su cuarto, el disparo cerca de la medianoche, el alboroto entre los vecinos y el hallazgo del cuerpo moribundo que a los pocos minutos expirará sacrificado en el altar de Afrodita, la diosa que bendice a algunos con los parabienes del amor y condena a otros con los sufrimientos del mal amor.

Una espléndida historia que se lee con agrado y con empático sufrimiento, compadecidos del arrobo inexorable del protagonista que muere consagrado al ideal supremo que los dioses le han negado, víctima inocente de sus propios delirios que lo consumen hasta la extenuación.

 

Lima, 11 de septiembre de 2022.

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