sábado, 27 de agosto de 2022

De pie con Salman

 

El criminal ataque a mano armada perpetrado hace unos días contra el escritor angloíndio Salman Rushdie, en un pueblo cercano a Nueva York, nos plantea ahora más que nunca el delicado problema de la libertad de expresión constantemente amenazada por los fundamentalismos y los fanatismos de todo tipo. Desde hace un buen tiempo ya, todos quienes ejercen la labor de comunicar y de pensar a través de los medios y del libro, están en la mira de los poderes siniestros del oscurantismo y del crimen organizado. Periodistas y escritores son el blanco preferido de aquellos que no aceptan un pensamiento ajeno a sus dogmas anquilosados o a sus inicuos planes delincuenciales.

Revisaba la prensa ese viernes 12 de agosto, cuando una noticia en primera plana de la edición digital del diario El País de España me acogotó. Cuando se aprestaba a dar una charla en un centro cultural de Chautauqua, a pocos kilómetros de la colosal urbe estadounidense, un joven de 24 años saltó al escenario y acuchilló repetidas veces al novelista. Heridas profundas en el cuello, el vientre y el rostro lo dejaron ensangrentado en medio del desconcierto general. Un par de guardias de seguridad subieron inmediatamente y sujetaron al atacante, mientras Rushdie era atendido por los organizadores. Un médico, que se encontraba entre los asistentes, le pudo brindar los primeros auxilios indispensables. Enseguida, un helicóptero trasladó al herido a un hospital de Pensilvania para recibir la atención necesaria.

Se sabe que el victimario tiene origen libanés y que habría militado en Hezbhollá, una organización radical islámica que se caracteriza por sus prácticas violentas. Pero la raíz de todo este embrollo viene de 1988, cuando Salman Rushdie publicó su polémica novela Los versos satánicos, donde según los censores musulmanes se ridiculiza y profana la figura de Mahoma, su máximo profeta. Es así que el Ayatholla Jomeini, extinto líder religioso iraní, lanzó una famosa fatwa condenando a muerte al autor del libro. Cualquier musulmán quedaba facultado para acabar con la vida de quien se había atrevido a tamaña blasfemia. Una jugosa recompensa, que al principio rondaba los 500 dólares, esperaba a quien ejecutara la sentencia. En la actualidad, se dice que dicha cifra bordeaba ya los 3000 dólares.

Desde ese momento, Salman Rushdie tuvo que contar con una escolta personal. Su vida pública se restringió notablemente, teniendo que desplazarse, viajar, vivir, en una palabra, con esa permanente protección que inevitablemente coactó su libertad y su tranquilidad. Aún así, se dio maña para seguir su actividad literaria que ya era reconocida internacionalmente. Sus conferencias y presentaciones no cesaron por completo, pero cada vez él sentía esa perturbadora incomodidad de quien no tiene la capacidad de gozar libremente de una existencia como la de todos, por lo que, en algún momento, sobre todo después de la muerte de Jomeini, su seguridad se relajó un poco, lo suficiente como para temer una embestida como la presente.

Lo cierto es que Salman estaba cansado de andar a todos lados con una guardia a su lado. Tal vez era lo natural, pero ante el peligro que corría, no había otra opción que someterse a esas limitaciones. Esa es la razón por la que se radicó en los Estados Unidos, el país que podía brindarle ese margen de libertad que tanto buscaba. Como gran paradoja, ese era justamente el tema de su charla de ese día aciago, en un local que pertenece a una organización que se dedica al cuidado y preservación de los asilados y refugiados. Treinta y tres años pudo burlar el asedio de la guadaña de la intolerancia y el dogmatismo. Cuando todo hacía pensar que la fatwa había sido revocada en la práctica, he aquí que la mano asesina surge inesperadamente y asesta de manera cobarde y alevosa este duro golpe a la integridad física de uno de los escritores más universales de estos tiempos, cuya obra ha sido premiada en numerosas ocasiones y cuya palabra posee el don de la clarividencia ante los males de este mundo.

Un elemento de suprema ironía ha sido conocer la identidad del victimario. Su nombre es Hadi Matar; pues, aunque ese nombre nada signifique en lengua árabe o inglesa, o quizás tenga un sentido muy diferente, en nuestro idioma posee una carga de terrible profecía, como si en su apellido estuviera cifrado el abominable designio de convertirse en el emisario perfecto de una odiosa fatalidad. En fin, un dato curioso de un hecho nimbado por la tragedia.

Una semana después de los hechos se han reunido, frente al local de la Biblioteca Pública de Nueva York, los amigos escritores del autor de Los hijos de la medianoche, para brindarle su apoyo moral y solidaridad frente al artero intento de acallarlo por parte de los esbirros de la sinrazón, de la tiranía y de la muerte. Desde estas páginas me adhiero a esta convocatoria colectiva para demostrar nuestra preocupación y empatía por, en primer lugar, un ser humano víctima de la insania terrorista; y, en segundo lugar, un artista de la palabra que con su creación honra a la especie. Estaremos pendientes de su recuperación, que sabemos será larga.

 

Lima, 23 de agosto de 2022.

No hay comentarios:

Publicar un comentario