domingo, 28 de diciembre de 2025

Jugar al teatro

 

Sebastián Salazar Bondy fue una figura axial en el panorama de la cultura peruana de mediados del siglo XX. Su intensa labor se desplegó en campos tan diversos como la creación literaria, la promoción de la cultura y el periodismo, por sintetizar de alguna manera los uno y mil oficios que ejerció en favor del desarrollo del arte y la literatura. Su talento como escritor se manifestó especialmente en la poesía y el teatro, disciplinas que practicó a lo largo de su corta vida, así como en el periodismo, la crítica literaria y todo aquello que estuviera asociado a esa vida singular del espíritu que constituye el alma de los pueblos.

De toda esa maraña de una florescencia heterogénea, destaca un librito que se publicó en 1958, un conjunto de breves piezas teatrales titulado Seis juguetes, que he leído con gran placer, como si asistiera a una sala imaginaria de teatro para gozar con ese espectáculo siempre fascinante de la puesta en escena de un pedazo de la vida del ser humano. El volumen se compone de seis creaciones para ser representadas en las tablas, pero que también se pueden leer como guiones especiales para que cada lector pueda, como decía hace un momento, escenificarlas en su imaginación en una privilegiada función personal.

El primer juguete es una farsa en un acto titulada “Los novios”. En ella, dos personajes, un hombre y una mujer, dialogan sobre su relación en una sobria habitación común. Ella tiene un libro en la cama y lee; él, alternativamente camina por la habitación y se sienta ante una mesa. Su conversación es una mezcla de incertidumbre y absurdo, de misterio y amenaza.

“El de la valija” es un juguete en un acto. Dos personas conversan en una estación de trenes donde hay abandonada una maleta. El hombre trata de dormir en una banca y el guarda le conmina a que se retire pues ello está prohibido. Inquiere por la maleta, que el hombre no reconoce como suya. Cuando el guarda se apresta a llevársela para tenerla a buen recaudo hasta que su dueño la reclame, le hombre le convence para abrirla, pues, aduce, podría contener un cadáver, el cuerpo de un niño o una bomba. Ambos se dedican a escudriñar su contenido luego de abrirla con un alicate. Encuentran cigarrillos, lápices, cuadernos, un fustán, una novela, entre otros objetos. Especulan que el dueño podría tratarse de un profesor de ética. Finalmente, llega el propietario de la maleta y se desarma todo el tinglado de suposiciones que creaban mientras la registraban los dos primeros. Antes de concluir, el hombre inicial es obligado a retirarse y el guarda se dirige a su oficina y vuelve con dos maletas y, libre ya de todo testigo, se apresta a abrirlas.

“En el cielo no hay petróleo” es un juguete en un acto con un argumento hilarante. La familia Azcárate descubre un buen día un extraño líquido oscuro a los pies del abuelo que descansa en su mecedora en el jardín. Luego de descartar que se trate de una emisión orgánica del viejo señor, el nieto sugiere que puede tratarse de petróleo -el oro negro- y que la familia podría hacerse de la riqueza anhelada previa denuncia del hallazgo. Entre tanto, han llegado a la provincia tres gringos representantes de la empresa extranjera que hará los estudios de exploración petrolífera en la zona. Éstos confirman la hipótesis de Lucho, ante las miradas ávidas de avaricia de Zoila y Pepa, su madre y hermana.

En medio de la casi algarabía que empezaba a crecer entre los miembros de la familia, vislumbrando su futuro inmediato como nuevos ricos, se presenta en la casa un muchacho que comunica que viene de parte de la gasolinera de la esquina. Lo que sucedía era que había una filtración ocasionada por la rotura de un tanque del grifo. Al oír esto, se desvanecen como humo las esperanzas de la familia, mientras despotrican del trío de extranjeros que vinieron a verificar la condición del líquido en el jardín. Cuando todos habían creído que les caía el petróleo del cielo, Manuel, el padre, les recuerda que “en el cielo no hay petróleo”.

“Un cierto tic tac” es otro juguete en un acto. Una mujer irrumpe en la oficina del doctor Plácido Bonifaz pidiendo ayuda por un ruido que siente y que no puede con él. El profesional hablaba por teléfono y hace una pausa, le pide a su interlocutor que lo vuelva a llamar en diez minutos. Traba un diálogo con la mujer que ha ingresado, quien le explica cómo se inició el problema que padece, un tic-tac que le sube y le baja, que crece y decrece. El doctor le pide que reconstruya el momento exacto en que empezó a sentir el sonidito ese. La chica le cuenta que todo comenzó cuando veía una película con su novio. El pillo del doctor aprovecha la ocasión para hacer de novio en la reconstrucción. La escena es jocosa por los diálogos simulados y la situación cada más comprometedora en que se ve la muchacha por la cercanía de don Plácido, sin duda complacido por el suceso. De pronto suena el teléfono y el doctor interrumpe, ni sin molestia, la agradable escena. Cuando la mujer escucha que el doctor habla de “jueces”, “juzgados”, “expedientes” y “defensores”, cae en la cuenta de su error. Le pide explicaciones, pero ya no siente el tic-tac, circunstancia que Plácido Bonifaz utiliza para hablar de su técnica infalible, tratamiento que sugiere proseguir para acabar con el mal.

“El espejo no hace milagros” es un monólogo donde una mujer, enfrentada a un espejo en el tocador de su habitación, reflexiona sobre su condición, tanto física como psicológica, y va pasando las diferentes estancias de su toma de conciencia sobre lo que esconde y revela de uno mismo un simple adminículo doméstico. Gradualmente, la mujer exige al espejo que le diga lo que ella espera, pero este no hace sino repetir, como es lógico, lo que ella dice, o lo que ella se dice. Se sabe fea y aguarda que el espejo le haga un milagro, sin embargo, como eso no pasa, llena de furia arroja al final al pobre objeto en mitad de la habitación.

“La soltera y el ladrón” es la última pieza de este pequeño conglomerado de juguetes teatrales divertidos, inteligentes y suscitadores. En ella, una señorita se dispone a irse a la cama, se acicala previamente ante el espejo de su tocador y selecciona un libro. Al rato, siente un ruido y busca la trampa para ratones. Pero el ruido vuelve, se pone de pie y descubre debajo de su cama, vaya sorpresa, a un hombre escondido que lentamente sale y, con los modos más corteses, le declara su amor. La soltera le ofrece entonces un cofre lleno de joyas que el ladrón no acepta en principio, coquetea con el intruso y se deja cortejar llena de arrobo, cierra los ojos ante la promesa de un beso, pero al final este termina llevándose el tesoro en su arpillera y sale sigilosamente de la habitación. Cuando ella abre los ojos, el ladrón ha desaparecido. Pide auxilio y se cierra la noche sobre ella.

Magnífica forma de gozar de un teatro de piezas cortas y agradables. Me imagino que llevadas a los escenarios el gozo debe duplicarse, tanto por el acierto del guionista como por las actuaciones de los protagonistas que encarnen estos roles disparatados, absurdos, razonables, graciosos y convincentes, como la vida misma.

 

Lima, 7 de diciembre de 2025.

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