Desde que regresé del Cuzco, en marzo de este año, lo primero que quise hacer fue releer al Inca Garcilaso, empezando por su obra mayor, los Comentarios Reales, y luego todo aquello que haya salido de su magnífica pluma. Recorriendo la casa que, según se sabe, ocupó al nacer, ahora restaurada y convertida en un museo, me imaginaba cómo mirarían al inca escritor en España, a ese mestizo perulero, muy distinto a ellos los peninsulares, a ese hijo de un capitán español y una ñusta cuzqueña, capaz, sin embargo, de encumbrarse a la cima de la gloria literaria merced a su pluma galana y castiza. Qué pensarían de él, que había llegado para reivindicar el nombre de su padre y reclamar lo que merecía, pero que le fue negado, escollo que lo impulsaría a las letras y al genio creador.
Sumergido en la
lectura de los tres tomos de los Comentarios Reales, en un tiempo
prolongado exprofeso, para disfrutar de a pocos los exquisitos logros de su
escritura placentera, cierro la última página y me entra una infinita nostalgia
de abandonar ese espacio mítico, histórico, mental, espiritual y personal de un
hombre que vivió entre dos mundos y que nos dejó el testimonio insuperable de
su peripecia, que es a la vez el de un país, de una nación, de una cultura.
Me resultó de
mucha gracia el saborear aquella prosa renacentista del español del siglo XVII,
que muy a su gusto emplea el Inca. Pero también me quedo muy regocijado al
concluir el recorrido de su relato, lo que en realidad ha redoblado mi
admiración y cariño por su figura. Sin duda que ha sido una experiencia única,
excepcional tal vez entre las que tienen millones de seres que habitan esta
inmensa ciudad, anclados en afanes más previsibles, ajenos y lejanos a las
vicisitudes de un peruano que hace casi cinco siglos definía con su
personalidad y su talante toda una identidad americana.
Hay mucho que
expurgar del libro, una vasta cantidad de información sobre una civilización
que nació, creció, floreció y se cortó abruptamente por uno de esos
contingentes históricos que dictamina el secreto azar. Aparte de encantador, es
una inmersión en ese pasado que, posiblemente, Garcilaso idealiza, aunque haya
pasajes que no admiten dudas de su veracidad, como aquellos que se refieren a
cosas muy concretas, como los vestidos que usaban y los productos de los cuales
se alimentaban, además del nombre que tenían en el idioma del incario, que era
el runa simi y que luego pasó a denominarse quechua. Esta última
secuencia es muy curiosa, pues el Inca aclara algunas voces mal usadas por los
españoles, ufano del dominio que poseía de su lengua materna, terreno en el que
demuestra su gran versación.
Para muestra,
elijo algunas perlas significativas. En el capítulo VIII del libro octavo,
Garcilaso menciona su ascendencia. Hablando del Inca Túpac Yupanqui, afirma que
tuvo seis hijos varones de sangre real (amén de los más de doscientos que en
total concibió). El mayor fue Huayna Cápac, que sería el sucesor, y el cuarto
fue Huallpa Túpac Inca Yupanqui, abuelo materno del cronista, padre de su madre
Chimpu Ocllo, también llamada Isabel Suárez. Y en el capítulo IX del mismo
libro, nos entrega una información muy interesante hablando del maíz, producto
típico de nuestra tierra. Asevera que de éste se hacía el pan, que tenía tres
clases: el zancu, que se usaba en los sacrificios; la huminta,
para sus fiestas y regalos; y la tanta, el pan común. De la zara, como
llamaban al maíz, también hacían la camcha, el maíz tostado. El autor
advierte que debía usarse con m, pues con n (cancha) significa
barrio de vecindad o cercado. Con el uso, esta diferencia se ha perdido, pues
en la actualidad se usa el mismo vocablo para ambos significados.
Por otra parte,
cuando narra la muerte de un Inca, Garcilaso emplea una fórmula parecida para
todos, que sin embargo no deja de poseer cierta gracia y belleza. Por ejemplo,
en el caso del Rey Inca Yupanqui, capítulo XXVI del libro séptimo, afirma: “…
sintiéndose cercano a la muerte, llamó al príncipe heredero y a los demás sus
hijos, y en lugar de testamento les encomendó la guarda de su idolatría, sus
leyes y costumbres, la justicia y rectitud con los vasallos y el beneficio
dellos; díjoles quedasen en paz, que su padre el Sol le llamaba para que fuese
a descansar con él”. Simpática forma de referir el momento final del emperador.
En su propio
caso, se comenta que murió diciendo ¡mama!, tal como pronunciaba en el Cuzco,
la grave palabra que evoca a doña Palla Isabel, la doncella Chimpu Ocllo que
fuera la enamorada ñusta del capitán Sebastián Garcilaso y Vargas. Pronto se
cumplirán quinientos años de su nacimiento, un tiempo que ha visto grandes
transformaciones en estos territorios americanos, motivo para seguir pensando e
ideando una realidad acorde con sus habitantes herederos de dos mundos,
representantes de un mestizaje que se ha extendido como una forma de ser
americano, tal como el Inca Garcilaso lo fue al reconstruir la historia que
vivió con las herramientas de la ficción, una manera de afirmar el presente y
proyectarse a un futuro que nos toca construir cada día.
Hay una segunda
parte de estos Comentarios Reales, publicada con el nombre de Historia
General del Perú, que describe y recrea los episodios de la conquista, las
guerras civiles entre peninsulares y la participación anónima y multitudinaria
de hombres y mujeres de estas tierras, episodios que marcaron los inicios de
una nueva realidad en esta geografía, hechos que, sin embargo, se siguen
repitiendo después de varios siglos, a través de esas luchas fratricidas de
nuestros pueblos, desesperados por encontrar su destino. Ojalá pudiéramos
recoger el legado del ilustre mestizo como un llamado a transitar con
inteligencia y sabiduría el digno camino que nos merecemos como seres humanos.
Lima, 2 de octubre de 2025.
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