domingo, 26 de octubre de 2025

Estampas jaujinas

 

Publicado en 1980, el libro Estampas de Jauja, del profesor jaujino Pedro S. Monge Córdova, está estructurado en cuatro partes. La primera está dedicada a los barrios y pueblos de Jauja; la segunda, a las plantas y a las flores; la tercera, a las aves y la cuarta, a los hombres y las cosas. Son en total quince ensayos descriptivos, al decir de Edgardo Rivera Martínez, autor del prólogo.

El primero de ellos aborda el tema de los barrios de Jauja que, según el autor, son creaciones de los Carnavales, así como éstos se han hecho para los barrios. Cuando Pedro S. Monge escribió esta crónica, los barrios de Jauja eran once. En la actualidad son alrededor de veinte. Defiende, por cierto, el desborde popular que ocasiona el que estas celebraciones se prolonguen mucho más allá de los tres días establecidos por el calendario oficial de la iglesia católica. Esto podría tener razón de ser cuando Jauja contaba con sus cinco barrios primigenios (La Samaritana, La Libertad, Huarancayo, Huacllas y Yauyos), pero no ahora que éstos se han multiplicado.

Se detiene, especialmente, en el barrio de La Samaritana, entrañable para mí, puesto que fue en el que nací y viví, querencia que compartimos con el profesor Monge. Probablemente es la cuna de Jauja, porque era la puerta principal de entrada y salida de la ciudad. La primera cuadra del actual jirón Gálvez era conocida como “la calle de La Samaritana”, que hervía de actividad comercial en aquellos tiempos.

Destaca luego la magnificencia de San Juan-Pata, el mirador natural del valle, atalaya privilegiada que permite apreciar el paisaje completo del valle del Mantaro. En cuanto a su toponimia es interesante lo que afirma con respecto al término “pata”, elevación de terreno, andén o poyo, que está presente en muchos nombres de lugares de la provincia. Sus derivados de “patita” y “patería” poseen el mismo sentido; sin embargo, todos sabemos lo que esas palabras designan en la actualidad, razón por la que es imposible que recobren su significado original.

Sobre el barrio Yacurán, reivindica su origen quechua, distanciándose de quienes, llevados por extraños motivos, lo han rebautizado como Buenos Aires, ajeno totalmente a nuestra idiosincrasia y tradición. Sería interesante averiguar cuándo, quién y cómo decidió cambiar su nombre original por este otro de aires platenses, surgido en otras circunstancias y bajo otro contexto histórico. Echa de menos, a propósito del lugar, a las recuas de llamitas que venían desde Chocón, Tragadero y demás pueblos de las alturas andinas. Los viejos caminos han sido suplantados por carreteras que ven discurrir raudos y ruidosos los autos y vehículos que trajo la modernidad.

En otro ensayo, describe el esplendor natural de Condorsinja, uno de los barrios del distrito de Huertas, caracterizado por sus árboles, los caprichos de las rocas, sus hornos de tejas y la singular belleza del entorno, dominado por un inmenso cóndor que hunde su pico en la tierra, figura que se puede observar en la conformación de la montaña. Nos invita a recorrerlo a pie, que es la forma perfecta de apreciar la suntuosidad del paisaje.

La segunda parte la dedica a las plantas y las flores. El primero en recibir el homenaje es la guinda, esa “fruta del pobre”, como la llama el autor, delicioso fruto que es la delicia de los niños, de los arrapiezos y mataperros, pero también de los chiguacos, esas avecillas típicas de la región que se sacian de su alimento preferido para cantar mejor y para anunciar las lluvias también, misión que cumplen con rigurosa puntualidad.

Luego está esa planta humilde y omnipresente en el valle como es el chagual, testigo de muchas historias y soporte de las aventuras y las penurias de los habitantes de la ciudad y sus alrededores. Recuerda el autor las diversas facetas en que el chagual hace de juguete, alambrado de púas, álbum de hojas verdes y de registro al paso de las vicisitudes y anécdotas de los caminantes de nuestra tierra.

En el caso de los llamados “gigantones”, unas cactáceas también presentes en la geografía jaujina, el autor lamenta su lenta desaparición, siendo una planta icónica de la provincia. Otra planta vistosa es el “dogo”, “dragón” o “conejito”, por el parecido con ciertas características o actitudes de estos animales, aparte de sus intensos y variados colores, ambos muy ligados a los recuerdos de infancia del narrador.

La tercera parte pertenece a las aves y los pajarillos, diferenciando a cada uno de ellos por su canto, sus colores y su tamaño. Nombre como los de la pichiusa, el chiguaco, el huarahuay, de neta estirpe indígena, desfilan por sus páginas. Establece una distinción con aquellos de procedencia hispana que, como el gorrión y el zorzal, algunos han pretendido atribuir a nuestros compañeros alados, que alegran el paisaje y los días con sus trinos musicales. Se dedica específicamente al huarahuay, notando sus características relevantes y relacionándolo con el mítico coraquenque, ave emblemática de los incas.

La cuarta y última parte re refiere a los hombres y las cosas. Empieza por las mataperradas escolares, es decir las bromas, chanzas o jugarretas que se infligen los estudiantes en las épocas de clases, dentro del aula, durante los recreos o fuera del colegio, en las famosas “salidas” que contemplaban cada bronca urdida y prometida al interior del mismo y efectivizada en un campo o pampa cercana. Continúa con una evocación y loa de la carpeta escolar, compañero inseparable de todo estudiante y testigo de sus cuitas y travesuras.

Un capítulo singular de esta última parte constituye el consagrado a la tuberculosis en Jauja, aquella leyenda mezclada de realidad sobre las virtudes curativas del clima jaujino para el temible bacilo de Koch, que por entonces no tenía cura. La llegada de personas de diversos lugares del Perú y del mundo a la ciudad andina, premunidos de la fe y esperanza en una sanación para el mal que los aquejaba, dotó a Jauja de una peculiaridad insólita. No la llamada “ciudad de los tísicos”, según la fantasía de Abraham Valdelomar, sino el espacio de curiosa convivencia entre sanos y “enfermos”. La pequeña urbe provinciana llamada a convertirse, por obra de la casualidad o de un misterioso designio histórico, en el sanatorio natural de los hombres y las mujeres inficionados de aquel extraño mal sin remisión.

Por último, cierra el libro con un canto de fervoroso reconocimiento a la humilde cancha serrana, el maíz tostado que es alimento invalorable del campesino y del estudiante, del poblador en general, el pan cotidiano que alivia el hambre y mitiga el cansancio en las largas jornadas y actividades diversas de hombres y mujeres, adultos y niños. Describe la forma en que se prepara, las variedades del maíz que sirven para el propósito y los momentos en que cada quien se dispone a consumir y consumar aquella dulce comunión con el alimento primordial del hombre del ande.

Muy interesante el libro del profesor Pedro S. Monge, escrito con gran soltura y dominio de los medios narrativos. El lenguaje es ágil, ameno, periodístico en el mejor sentido, puesto que se trata de artículos que el autor fue sembrando a lo largo de los años en diversas revistas de la provincia y de la región, además de algunos que eran inéditos. Nos transporta a un pasado que no pasa, pues muchas de las evocaciones, los elementos que son motivo de ellas, aún permanecen en nuestra memoria, y si han desaparecido o cambiado, la nostalgia y la gratitud las han grabado con fuego en nosotros que permanecerán por siempre como un acervo inmarcesible de nuestra condición de jaujinos.

 

Lima, 20 de febrero de 2025.

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