Publicado en 1980, el
libro Estampas de Jauja, del profesor jaujino Pedro S. Monge Córdova,
está estructurado en cuatro partes. La primera está dedicada a los barrios y
pueblos de Jauja; la segunda, a las plantas y a las flores; la tercera, a las
aves y la cuarta, a los hombres y las cosas. Son en total quince ensayos
descriptivos, al decir de Edgardo Rivera Martínez, autor del prólogo.
El primero de ellos
aborda el tema de los barrios de Jauja que, según el autor, son creaciones de
los Carnavales, así como éstos se han hecho para los barrios. Cuando Pedro S.
Monge escribió esta crónica, los barrios de Jauja eran once. En la actualidad
son alrededor de veinte. Defiende, por cierto, el desborde popular que ocasiona
el que estas celebraciones se prolonguen mucho más allá de los tres días
establecidos por el calendario oficial de la iglesia católica. Esto podría
tener razón de ser cuando Jauja contaba con sus cinco barrios primigenios (La
Samaritana, La Libertad, Huarancayo, Huacllas y Yauyos), pero no ahora que
éstos se han multiplicado.
Se detiene,
especialmente, en el barrio de La Samaritana, entrañable para mí, puesto que
fue en el que nací y viví, querencia que compartimos con el profesor Monge.
Probablemente es la cuna de Jauja, porque era la puerta principal de entrada y
salida de la ciudad. La primera cuadra del actual jirón Gálvez era conocida
como “la calle de La Samaritana”, que hervía de actividad comercial en aquellos
tiempos.
Destaca luego la
magnificencia de San Juan-Pata, el mirador natural del valle, atalaya
privilegiada que permite apreciar el paisaje completo del valle del Mantaro. En
cuanto a su toponimia es interesante lo que afirma con respecto al término
“pata”, elevación de terreno, andén o poyo, que está presente en muchos nombres
de lugares de la provincia. Sus derivados de “patita” y “patería” poseen el
mismo sentido; sin embargo, todos sabemos lo que esas palabras designan en la
actualidad, razón por la que es imposible que recobren su significado original.
Sobre el barrio
Yacurán, reivindica su origen quechua, distanciándose de quienes, llevados por
extraños motivos, lo han rebautizado como Buenos Aires, ajeno totalmente a
nuestra idiosincrasia y tradición. Sería interesante averiguar cuándo, quién y
cómo decidió cambiar su nombre original por este otro de aires platenses,
surgido en otras circunstancias y bajo otro contexto histórico. Echa de menos,
a propósito del lugar, a las recuas de llamitas que venían desde Chocón,
Tragadero y demás pueblos de las alturas andinas. Los viejos caminos han sido
suplantados por carreteras que ven discurrir raudos y ruidosos los autos y
vehículos que trajo la modernidad.
En otro ensayo,
describe el esplendor natural de Condorsinja, uno de los barrios del distrito
de Huertas, caracterizado por sus árboles, los caprichos de las rocas, sus
hornos de tejas y la singular belleza del entorno, dominado por un inmenso
cóndor que hunde su pico en la tierra, figura que se puede observar en la
conformación de la montaña. Nos invita a recorrerlo a pie, que es la forma
perfecta de apreciar la suntuosidad del paisaje.
La segunda parte la
dedica a las plantas y las flores. El primero en recibir el homenaje es la
guinda, esa “fruta del pobre”, como la llama el autor, delicioso fruto que es
la delicia de los niños, de los arrapiezos y mataperros, pero también de los
chiguacos, esas avecillas típicas de la región que se sacian de su alimento
preferido para cantar mejor y para anunciar las lluvias también, misión que
cumplen con rigurosa puntualidad.
Luego está esa planta
humilde y omnipresente en el valle como es el chagual, testigo de muchas
historias y soporte de las aventuras y las penurias de los habitantes de la
ciudad y sus alrededores. Recuerda el autor las diversas facetas en que el
chagual hace de juguete, alambrado de púas, álbum de hojas verdes y de registro
al paso de las vicisitudes y anécdotas de los caminantes de nuestra tierra.
En el caso de los
llamados “gigantones”, unas cactáceas también presentes en la geografía
jaujina, el autor lamenta su lenta desaparición, siendo una planta icónica de
la provincia. Otra planta vistosa es el “dogo”, “dragón” o “conejito”, por el
parecido con ciertas características o actitudes de estos animales, aparte de
sus intensos y variados colores, ambos muy ligados a los recuerdos de infancia
del narrador.
La tercera parte
pertenece a las aves y los pajarillos, diferenciando a cada uno de ellos por su
canto, sus colores y su tamaño. Nombre como los de la pichiusa, el chiguaco, el
huarahuay, de neta estirpe indígena, desfilan por sus páginas. Establece una distinción
con aquellos de procedencia hispana que, como el gorrión y el zorzal, algunos
han pretendido atribuir a nuestros compañeros alados, que alegran el paisaje y
los días con sus trinos musicales. Se dedica específicamente al huarahuay,
notando sus características relevantes y relacionándolo con el mítico
coraquenque, ave emblemática de los incas.
La cuarta y última
parte re refiere a los hombres y las cosas. Empieza por las mataperradas
escolares, es decir las bromas, chanzas o jugarretas que se infligen los
estudiantes en las épocas de clases, dentro del aula, durante los recreos o
fuera del colegio, en las famosas “salidas” que contemplaban cada bronca urdida
y prometida al interior del mismo y efectivizada en un campo o pampa cercana.
Continúa con una evocación y loa de la carpeta escolar, compañero inseparable
de todo estudiante y testigo de sus cuitas y travesuras.
Un capítulo singular de
esta última parte constituye el consagrado a la tuberculosis en Jauja, aquella
leyenda mezclada de realidad sobre las virtudes curativas del clima jaujino
para el temible bacilo de Koch, que por entonces no tenía cura. La llegada de
personas de diversos lugares del Perú y del mundo a la ciudad andina,
premunidos de la fe y esperanza en una sanación para el mal que los aquejaba,
dotó a Jauja de una peculiaridad insólita. No la llamada “ciudad de los
tísicos”, según la fantasía de Abraham Valdelomar, sino el espacio de curiosa
convivencia entre sanos y “enfermos”. La pequeña urbe provinciana llamada a
convertirse, por obra de la casualidad o de un misterioso designio histórico,
en el sanatorio natural de los hombres y las mujeres inficionados de aquel
extraño mal sin remisión.
Por último, cierra el
libro con un canto de fervoroso reconocimiento a la humilde cancha serrana, el
maíz tostado que es alimento invalorable del campesino y del estudiante, del
poblador en general, el pan cotidiano que alivia el hambre y mitiga el
cansancio en las largas jornadas y actividades diversas de hombres y mujeres,
adultos y niños. Describe la forma en que se prepara, las variedades del maíz
que sirven para el propósito y los momentos en que cada quien se dispone a
consumir y consumar aquella dulce comunión con el alimento primordial del
hombre del ande.
Muy interesante el
libro del profesor Pedro S. Monge, escrito con gran soltura y dominio de los
medios narrativos. El lenguaje es ágil, ameno, periodístico en el mejor
sentido, puesto que se trata de artículos que el autor fue sembrando a lo largo
de los años en diversas revistas de la provincia y de la región, además de
algunos que eran inéditos. Nos transporta a un pasado que no pasa, pues muchas
de las evocaciones, los elementos que son motivo de ellas, aún permanecen en
nuestra memoria, y si han desaparecido o cambiado, la nostalgia y la gratitud
las han grabado con fuego en nosotros que permanecerán por siempre como un
acervo inmarcesible de nuestra condición de jaujinos.
Lima,
20 de febrero de 2025.
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