domingo, 26 de octubre de 2025

Vargas Llosa y yo

 

La muerte de Mario Vargas Llosa el pasado domingo 13 de abril ha conmocionado al mundo literario e intelectual no sólo de América Latina sino también de todo el ámbito de la cultura occidental, pues se trataba de uno de los últimos grandes escritores de nuestra época que tenía una presencia en la vida pública y cultural de este extraño siglo XXI. Su muerte viene a sumarse a la de tantos escritores del Perú y del ámbito hispano que igualmente se fueron o vinieron a este mundo en un mes de abril, razón por la que desde hace varios años se ha pasado a denominar a este mes del año como el Mes de las Letras. Junto al Inca Garcilaso de la Vega, César Vallejo, José Carlos Mariátegui, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Miguel de Cervantes y tantos otros más, Mario Vargas Llosa como que hubiera decidido seguirles la senda despidiéndose de nosotros en tan espléndida compañía.

Se trata, sin duda, de un escritor que ha tenido, como todos, sus luces y sombras, y que ha estado en el caldero de la discusión política y cultural de por lo menos las últimas seis décadas. Su legado es enorme, con una obra de cerca de medio centenar de libros, centenares de artículos periodísticos y decenas de entrevistas en los diversos medios de comunicación del mundo. La primera vez que yo oí hablar de él fue cuando estaba en el colegio. Era el año 1978 y cursaba el segundo año de secundaria. Tengo el recuerdo muy nítido del momento exacto: era la hora del recreo, un grupo de alumnos estábamos en el balcón del segundo piso del recordado “San José” de Jauja, yo miraba el horizonte de esa tarde soleada, pues el turno que correspondía a ese grado de estudios era el vespertino. De pronto, la maestra de literatura que había salido del aula conversaba con los alumnos y soltó el nombre: Vargas Llosa. A mí me sonó totalmente desconocido, pero agregó que era un joven escritor que iba adquiriendo reconocimiento por sus obras.

Definitivamente ese nombre ya no salió más del radio de mis curiosidades, y lo empecé a seguir en donde pudiera. No sé si Los cachorros y Los jefes ya los tenía en la pequeña biblioteca familiar o lo adquirí muy pronto en una edición conjunta de la editorial Peisa. Fue el punto de partida, pues luego me embarqué en los siguientes años en una lectura constante de toda su obra, o casi toda, apenas faltándome un par de títulos que pienso saldar en los siguientes meses. Leí sus veinte novelas, sus catorce ensayos, ocho obras de teatro (me faltan leer dos), y de su obra periodística publicada en dos series consecutivas estoy pendiente de leer la última entrega sobre el Perú. Estando de acuerdo en que su trilogía novelística perfecta la conforman La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, me gustaría agregar otras que también me deslumbraron, como La guerra del fin del mundo, El paraíso en la otra esquina y La fiesta del chivo. Con todas las demás he pasado agradables momentos de entretenimiento y diversión, ficciones hechas más para confirmar su vigencia que para decirnos que se había superado a sí mismo.

Pero al igual que su obra de ficción, su obra ensayística es de la misma manera deslumbrante, sobre todo títulos como Historia de un deicidio, un enjundioso estudio de la obra de Gabriel García Márquez; La orgía perpetua, un canto de celebración de Gustave Flaubert, el escritor más admirado del peruano; La utopía arcaica, una polémica aproximación a la obra de nuestro entrañable José María Arguedas; La civilización del espectáculo, una visión panorámica de la cultura de nuestra época; y La llamada de la tribu, un balance intelectual con los autores que más lo han influido en su segunda etapa creativa. Asimismo, están los espléndidos ensayos dedicados a Víctor Hugo, La tentación de lo imposible; a Juan Carlos Onetti, El viaje a la ficción, y Medio siglo con Borges, sobre sus encuentros con el maestro argentino.

Pero hay una faceta del escribidor que es más discutible por sus vaivenes o sus rupturas, un camino que tal vez personalmente él lo haya vivido con una propia coherencia intelectual, sin embargo, no se puede soslayar esa evolución política desde posiciones progresistas en los años 50 y 60, que son sus años universitarios y los primeros de sus escarceos literarios, hasta posturas neoliberales que lo acercaban a personajes bastante cuestionables en los últimos cincuenta años. Cuando rompe con la izquierda latinoamericana a comienzos de los 70 a raíz del caso Padilla en Cuba, y con su simultáneo alejamiento y crítica de la revolución cubana, quizá el acontecimiento axial de la lucha revolucionaria en nuestro subcontinente, su evolución será cada vez más acentuada hacia sectores que siempre han estado ligados a la clase dirigente y opresora de un mundo tan cambiante, pero que a la vez no admitía dudas de lo que significaba cada quien según la posición que tomara frente a ello.

Fue una gran decepción, por ejemplo, que aquí en el Perú terminara llamando a votar por la candidata que era la heredera política del dictador al que tanto combatió desde el momento en que su gobierno viró hacia la autocracia y el autoritarismo. O que en el mundo europeo cantara loores a la señora Margaret Thatcher, la más conspicua representante de la clase conservadora y de una derecha sorda y ciega a los reclamos y expectativas de la clase obrera de su país y abanderada de las políticas económicas que implementara en su momento nada menos que Augusto Pinochet en los durísimos años de una de las dictaduras más sangrientas del siglo XX. Una cosa puede ser el desencanto con un movimiento que terminó naufragando por múltiples factores históricos y otro que ese hecho lo empuje a uno a denostar de los sectores políticos que siempre estuvieron de lado de las mayorías empobrecidas de América Latina. Fue precisamente el motivo de sus desencuentros con escritores e intelectuales que fueron más coherentes con su papel como García Márquez y Julio Cortázar.

Desde que tengo noción de la realidad de nuestros países, casi nunca coincidí con los puntos de vista que adoptaba Vargas Llosa ante los diversos acontecimientos del Perú y del mundo. Por ejemplo, cuando presidió la famosa comisión investigadora de los luctuosos sucesos de Uchuraccay en 1983, donde ocho periodistas y un guía fueron asesinados salvajemente en esa comunidad iquichana, las conclusiones a las que llegó no parecían estar de acuerdo con los hechos, sino con una visión preconcebida de los pueblos andinos y su manera de actuar en el centro de una sociedad que ha tendido a alejarlos y a situarlos en los márgenes de la vida nacional.

Y cuando fue candidato presidencial en el año 1990, encabezando el Frente Democrático Nacional (Fredemo), no voté por él, por supuesto, por su alianza ya evidente con los sectores conservadores que representaban los partidos políticos Acción Popular (AP) y el Partido Popular Cristiano (PPC). El giro se fue acentuando en los años finales de ese siglo y se definió de manera clara en el presente siglo, tomando posturas totalmente ajenas a las exigencias más urgentes y clamorosas de una ciudadanía, de un pueblo, que jamás pudo comulgar con las ideas liberales o neoliberales que defendían aquellas agrupaciones políticas. Y en el ámbito latinoamericano, sus llamados a votar por candidatos de la derecha o extrema derecha como José Antonio Kast en Chile y Javier Milei en Argentina, terminaron por alinearlo con esos bandos opuestos al sentir más íntimo de nuestros pueblos.

En paralelo, sin embargo, seguí disfrutando de sus libros, unos más que otros, pues desde ese primerizo contacto con su nombre y obra allá por mis años escolares, Mario Vargas Llosa fue una presencia constante, para bien y para mal, de mi propia actividad intelectual y literaria. Jamás podré desconocer los momentos, las horas, de infinito placer, que me procuraron la lectura de sus novelas y sus ensayos, siempre preñados de revelaciones sorprendentes y de una prosa soberbia y espléndida, una de las plumas más sobresalientes de la lengua española.

 


Lima, 2 de mayo de 2025.

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