La muerte de Mario Vargas Llosa el pasado domingo 13 de
abril ha conmocionado al mundo literario e intelectual no sólo de América
Latina sino también de todo el ámbito de la cultura occidental, pues se trataba
de uno de los últimos grandes escritores de nuestra época que tenía una
presencia en la vida pública y cultural de este extraño siglo XXI. Su muerte
viene a sumarse a la de tantos escritores del Perú y del ámbito hispano que
igualmente se fueron o vinieron a este mundo en un mes de abril, razón por la
que desde hace varios años se ha pasado a denominar a este mes del año como el
Mes de las Letras. Junto al Inca Garcilaso de la Vega, César Vallejo, José
Carlos Mariátegui, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Miguel de Cervantes y
tantos otros más, Mario Vargas Llosa como que hubiera decidido seguirles la
senda despidiéndose de nosotros en tan espléndida compañía.
Se trata, sin duda, de un escritor que ha tenido, como
todos, sus luces y sombras, y que ha estado en el caldero de la discusión
política y cultural de por lo menos las últimas seis décadas. Su legado es
enorme, con una obra de cerca de medio centenar de libros, centenares de
artículos periodísticos y decenas de entrevistas en los diversos medios de
comunicación del mundo. La primera vez que yo oí hablar de él fue cuando estaba
en el colegio. Era el año 1978 y cursaba el segundo año de secundaria. Tengo el
recuerdo muy nítido del momento exacto: era la hora del recreo, un grupo de
alumnos estábamos en el balcón del segundo piso del recordado “San José” de
Jauja, yo miraba el horizonte de esa tarde soleada, pues el turno que
correspondía a ese grado de estudios era el vespertino. De pronto, la maestra
de literatura que había salido del aula conversaba con los alumnos y soltó el
nombre: Vargas Llosa. A mí me sonó totalmente desconocido, pero agregó que era
un joven escritor que iba adquiriendo reconocimiento por sus obras.
Definitivamente ese nombre ya no salió más del radio de mis
curiosidades, y lo empecé a seguir en donde pudiera. No sé si Los cachorros
y Los jefes ya los tenía en la pequeña biblioteca familiar o lo adquirí
muy pronto en una edición conjunta de la editorial Peisa. Fue el punto de
partida, pues luego me embarqué en los siguientes años en una lectura constante
de toda su obra, o casi toda, apenas faltándome un par de títulos que pienso
saldar en los siguientes meses. Leí sus veinte novelas, sus catorce ensayos,
ocho obras de teatro (me faltan leer dos), y de su obra periodística publicada
en dos series consecutivas estoy pendiente de leer la última entrega sobre el
Perú. Estando de acuerdo en que su trilogía novelística perfecta la conforman La
ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral,
me gustaría agregar otras que también me deslumbraron, como La guerra del
fin del mundo, El paraíso en la otra esquina y La fiesta del
chivo. Con todas las demás he pasado agradables momentos de entretenimiento
y diversión, ficciones hechas más para confirmar su vigencia que para decirnos
que se había superado a sí mismo.
Pero al igual que su obra de ficción, su obra ensayística es
de la misma manera deslumbrante, sobre todo títulos como Historia de un
deicidio, un enjundioso estudio de la obra de Gabriel García Márquez; La
orgía perpetua, un canto de celebración de Gustave Flaubert, el escritor
más admirado del peruano; La utopía arcaica, una polémica aproximación a
la obra de nuestro entrañable José María Arguedas; La civilización del
espectáculo, una visión panorámica de la cultura de nuestra época; y La
llamada de la tribu, un balance intelectual con los autores que más lo han
influido en su segunda etapa creativa. Asimismo, están los espléndidos ensayos
dedicados a Víctor Hugo, La tentación de lo imposible; a Juan Carlos
Onetti, El viaje a la ficción, y Medio siglo con Borges, sobre sus
encuentros con el maestro argentino.
Pero hay una faceta del escribidor que es más discutible por
sus vaivenes o sus rupturas, un camino que tal vez personalmente él lo haya
vivido con una propia coherencia intelectual, sin embargo, no se puede soslayar
esa evolución política desde posiciones progresistas en los años 50 y 60, que
son sus años universitarios y los primeros de sus escarceos literarios, hasta
posturas neoliberales que lo acercaban a personajes bastante cuestionables en
los últimos cincuenta años. Cuando rompe con la izquierda latinoamericana a
comienzos de los 70 a raíz del caso Padilla en Cuba, y con su simultáneo
alejamiento y crítica de la revolución cubana, quizá el acontecimiento axial de
la lucha revolucionaria en nuestro subcontinente, su evolución será cada vez
más acentuada hacia sectores que siempre han estado ligados a la clase
dirigente y opresora de un mundo tan cambiante, pero que a la vez no admitía
dudas de lo que significaba cada quien según la posición que tomara frente a
ello.
Fue una gran decepción, por ejemplo, que aquí en el Perú
terminara llamando a votar por la candidata que era la heredera política del
dictador al que tanto combatió desde el momento en que su gobierno viró hacia
la autocracia y el autoritarismo. O que en el mundo europeo cantara loores a la
señora Margaret Thatcher, la más conspicua representante de la clase
conservadora y de una derecha sorda y ciega a los reclamos y expectativas de la
clase obrera de su país y abanderada de las políticas económicas que implementara
en su momento nada menos que Augusto Pinochet en los durísimos años de una de
las dictaduras más sangrientas del siglo XX. Una cosa puede ser el desencanto
con un movimiento que terminó naufragando por múltiples factores históricos y
otro que ese hecho lo empuje a uno a denostar de los sectores políticos que
siempre estuvieron de lado de las mayorías empobrecidas de América Latina. Fue
precisamente el motivo de sus desencuentros con escritores e intelectuales que
fueron más coherentes con su papel como García Márquez y Julio Cortázar.
Desde que tengo noción de la realidad de nuestros países,
casi nunca coincidí con los puntos de vista que adoptaba Vargas Llosa ante los
diversos acontecimientos del Perú y del mundo. Por ejemplo, cuando presidió la
famosa comisión investigadora de los luctuosos sucesos de Uchuraccay en 1983,
donde ocho periodistas y un guía fueron asesinados salvajemente en esa
comunidad iquichana, las conclusiones a las que llegó no parecían estar de
acuerdo con los hechos, sino con una visión preconcebida de los pueblos andinos
y su manera de actuar en el centro de una sociedad que ha tendido a alejarlos y
a situarlos en los márgenes de la vida nacional.
Y cuando fue candidato presidencial en el año 1990,
encabezando el Frente Democrático Nacional (Fredemo), no voté por él, por
supuesto, por su alianza ya evidente con los sectores conservadores que
representaban los partidos políticos Acción Popular (AP) y el Partido Popular
Cristiano (PPC). El giro se fue acentuando en los años finales de ese siglo y
se definió de manera clara en el presente siglo, tomando posturas totalmente
ajenas a las exigencias más urgentes y clamorosas de una ciudadanía, de un pueblo,
que jamás pudo comulgar con las ideas liberales o neoliberales que defendían
aquellas agrupaciones políticas. Y en el ámbito latinoamericano, sus llamados a
votar por candidatos de la derecha o extrema derecha como José Antonio Kast en
Chile y Javier Milei en Argentina, terminaron por alinearlo con esos bandos
opuestos al sentir más íntimo de nuestros pueblos.
En paralelo, sin embargo, seguí disfrutando de sus libros,
unos más que otros, pues desde ese primerizo contacto con su nombre y obra allá
por mis años escolares, Mario Vargas Llosa fue una presencia constante, para
bien y para mal, de mi propia actividad intelectual y literaria. Jamás podré
desconocer los momentos, las horas, de infinito placer, que me procuraron la
lectura de sus novelas y sus ensayos, siempre preñados de revelaciones
sorprendentes y de una prosa soberbia y espléndida, una de las plumas más
sobresalientes de la lengua española.
Lima, 2 de mayo de
2025.
No hay comentarios:
Publicar un comentario