En la cosmovisión de los habitantes del antiguo Perú, cuando
los incas dominaban los cuatro lados del mundo, la capital de aquel imperio
constituía el centro, razón por la que se refirieron a él como “el ombligo del
mundo”, que es al parecer lo que significa la palabra “qosqo”, que en la lengua
general o runa simi tiene precisamente ese significado. El término se
expresa en castellano como “Cuzco”, según el Inca Garcilaso de la Vega, notable
exponente de la cultura mestiza, y según también la explicación que ha dado el
profesor Rodolfo Cerrón Palomino, gran estudioso y experto en lenguas andinas
del Perú. Sin embargo, ahora se ha impuesto la denominación “Cusco”, lo que ha
generado todo un debate en los medios académicos como en los no académicos,
discusión que no será materia de este artículo. Particularmente yo me quedo con
el uso que le diera el autor de los Comentario Reales.
La nave ha despegado pasados unos minutos de las seis de la
mañana, cruzando pronto los prodigiosos Andes sobre una plataforma constante de
nubes de las formas más variadas, con algunos velos de niebla en algunos tramos
del vuelo. Transcurridos cuarenta minutos los tripulantes nos anuncian que
estamos próximos al aterrizaje. A una hora exacta de viaje, el avión sobrevuela
la mítica ciudad, desfilando por las ventanillas una ristra de casitas sobre el
fondo verde de las montañas, enseguida pisa suelo cuzqueño y nos aprestamos
para el descenso. Ya estamos caminando por los pasadizos del aeropuerto
Alejandro Velasco Astete. Una vez resueltos los trámites aeroportuarios,
enrumbamos al departamento que será nuestra morada por los siguientes nueve
días.
La primera mañana de nuestra llegada está nublada, con las
calles aún mojadas, signo de que llovió la noche anterior, como nos lo confirma
el taxista que, muy amable, nos conduce al apartamento. Luego de dejar los
equipajes y de instalarnos en la que será nuestra efímera residencia, salimos a
comprar el pan, el café y la leche para el desayuno. El resto del día lo
tenemos para un recorrido por el centro histórico. Lo primero que noto de la
ciudad es su relieve irregular, que hace que las calles y avenidas se eleven o
bajen según el terreno. Calles que a veces son empedradas, en declive y
angostas. Tampoco el trazo es regular, pues a partir de la Plaza Mayor, que
está más bien en un rincón del espacio urbano, las calles toman rumbos
caprichosos, formando como un dédalo curioso de vericuetos que se internan a su
antojo por diversos lados. La razón es que, al ser fundada por los españoles,
lo hicieron sobre los restos de lo que fue una llaqta inca, con un
diseño urbanístico y un estilo arquitectónico totalmente diferentes del que
traían los conquistadores. Eso explica también la cantidad de construcciones
hispanas sobre las piedras enigmáticas de la antigua ciudad, la asombrosa
mixtura de muros donde conviven dos materiales distintos: la piedra y el adobe
o el ladrillo, lo que da esa fisonomía única al Cuzco.
El segundo día correspondió una visita al templo del
Qoricancha, la famosa edificación del inca Pachacútec, una fastuosa
construcción con los muros dorados sobre la que los españoles levantaron la
iglesia de Santo Domingo. Alberga el recinto estancias diversas que exhiben
objetos religiosos, pinturas de la escuela cuzqueña, artesanía general y las
estructuras de lo que fue alguna vez el imponente palacio del gobernante inca.
Luego de un merecido almuerzo en el mercado de San Pedro, casi al frente de la iglesia
del mismo nombre, el siguiente destino del día fue el afamado barrio de San
Blas, otro laberinto de callecitas empinadas atiborradas de tienditas de
comercio de todo tipo, que parten de una plazoleta y reptan hacia las alturas.
Las escaleras trepan la colina hasta dar con un mirador desde se contempla el
Cuzco en toda su extensión, a esa hora ya iluminada por una miríada de
lucecitas que refulgen y titilan en el fondo obscuro de la noche.
La tercera jornada constituyó toda una maratónica serie de
visitas que comenzó en Sacsayhuamán, pasó por Qenqo, continuó por Pukapukara y
terminó en Tambomachay. Las ciclópeas moles que conformaban una fortaleza
domina en el primero de ellos. En el segundo, galerías pétreas forman
caprichosos pasadizos que se internan en medio de túneles y fosos misteriosos.
El tercero funcionó como un centro administrativo de la zona y el cuarto es un
increíble sistema de acueductos y canales que poseen un sagrado significado de
culto al agua.
El cuarto día estaba reservado para el encuentro con la joya
mayor: el Santuario Histórico de Machu Picchu, la soberbia llaqta inca
enclavada en una montaña. Pero antes, una vuelta por otra impresionante
edificación prehispánica: Ollantaytambo, un lugar de descanso para el soberano
que aún conserva sus imponentes terrazas y, como siempre en el Cuzco, las
enormes rocas de granito y caliza que los incas acarrearon desde las canteras
situadas pasando el río Urubamba o Willka Mayu, como lo conocían los moradores
de aquellos tiempos. En cuanto a Machu Picchu, sin duda que es la más
formidable muestra del genio y el talento de los arquitectos y constructores de
aquella época dorada en que el imperio nacido de estas legendarias tierras
lograba su apogeo como civilización. El ferrocarril discurre en paralelo al río
Urubamba, que en una hora nos deja en el distrito, donde un bus nos espera para
llevarnos a conocer la maravilla a través de una carretera que serpentea la
montaña. El grupo es un conjunto de escalinatas, terrazas, recintos,
plazoletas, galerías y patios dotados de un profundo simbolismo cosmogónico,
engastados en medio de gigantescos apus que los antiguos peruanos catalogaban
como deidades tutelares. De regreso, recalamos en Machu Picchu Pueblo, un antiguo
poblado de casitas apretujadas en la estrecha quebrada, donde esperamos el tren
que nos llevaría otra vez a Ollantaytambo y de allí de vuelta al Cuzco.
La visita a la casa del Inca Garcilaso de la Vega fue una
experiencia incontrastable del quinto día. En el local ahora funciona el Museo
Regional del Cuzco, con diversas salas que exhiben pintura, artesanía y objetos
religiosos. Saber que allí pasó sus años de infancia y primera juventud el hijo
del capitán español y de la ñusta inca, me llenó de una emoción incomparable.
Más tarde estuvimos en el barrio de San Cristóbal, desde donde baja una
callecita muy colorida y vistosa bautizada de los Siete borreguitos, por una
leyenda que proviene de la colonia. Además de un muy nutrido comercio, sus
muros exhiben macetas pintorescas y faroles que le dan ese atractivo especial.
En el sexto día correspondió realizar el recorrido por el
valle sagrado de los incas. La primera parada fue Chinchero, distrito de la
provincia vecina de Urubamba, un simpático pueblito de artesanos que posee
igualmente importantes restos de construcciones incaicas e inclusive
preincaicas. Luego siguió Moray, un bello grupo de terrazas circulares asociado
a investigaciones agrícolas. Enseguida recalamos en las salineras de Maras, un
sistema natural de renombre donde se cristalizan bloques de sal por acción del
sol. Su origen lo envuelve la leyenda de los hermanos Ayar, pues según se dice
Ayar Cachi al ser encerrado en una cueva cercana, lloró amargamente su suerte,
y que sus lágrimas formaron el río que discurre por las faldas de la quebrada
formando los pozos que luego, al secarse, quedaban como bloques de sal.
Concluyó la jornada con una visita a Písac, una serie de terrazas escalonadas
que causan impresión por su perfección en el dominio de la técnica para
aprovechar las colinas como terrenos cultivables.
Al día siguiente, séptimo de nuestra estadía, visitamos tres
museos: el del Qoricancha, el de Arte Nativo y el de Arte Contemporáneo. Una
excelente ocasión para apreciar el talento, la creatividad y el ímpetu de los
artistas peruanos de distintas épocas, demostración de una continuidad en el
tiempo de un afán indestructible del ser humano por seguir plasmando la belleza
a pesar de las vicisitudes más adversas de la existencia. Allí estaban desde
los quipus y cerámica inca, pasando por las fotografías del célebre Martín
Chambi, hasta las pinturas de los actuales artistas cuzqueños y los exquisitos
mates burilados de un maestro arequipeño.
En el último día de una magnífica semana conociendo el
Cuzco, los caminos nos llevaron a Andahuaylillas y a Piquillacta. El primero es
un distrito de la provincia de Canchis, donde se halla una de las joyas de la
arquitectura barroca andina: la iglesia de San Pedro Apóstol de Andahuaylillas,
fundada en el siglo XVI por los jesuitas y conocida como la Capilla Sixtina de
América, por la riqueza de sus expresiones artísticas que exornan el interior,
una fastuosa exhibición de arte religioso revestido en pan de oro. Y el segundo
es un parque arqueológico que conserva los restos de un asentamiento preinca,
probablemente huari. Su vasta extensión está formada por muros de piedra,
pasadizos, escaleras y galerías que dan cuenta de una llaqta más antigua que la
conformación del imperio del Tahuantinsuyo.
Por las calles del Cuzco desfila un gentío heterogéneo,
gente de la más variada procedencia, donde se escuchan diversas lenguas cuando
uno pasea por la ciudad. Se diría que es una urbe cosmopolita, donde he visto a
cada paso más ciudadanos extranjeros que en cualquier otra ciudad del Perú,
incluida la capital Lima.
Ha llegado el momento del retorno, con un sentimiento donde
se mezclan el regocijo y la nostalgia, por los intensos instantes vividos en
tantos lugares mágicos e históricos, y por la despedida inminente de una ciudad
que posee un magnetismo singular para cautivar el espíritu de cualquier
viajero.
Una anécdota final. Esperando en el aeropuerto la hora del
embarque, veo acercarse a una madre con su hija pequeña, la niña se desprende
de la mano que la conduce y se encamina hacia mí, me tiende la mano y yo
vacilo, no sé si viene a pedirme o entregarme algo, al fin le tiendo la mía y
nos fundimos en un apretón de manos. La madre se acerca y me explica que la
niña se ha acercado a saludarme porque le ha dicho que yo me parezco a Albert
Einstein. Sonrío brevemente, y cuando ambas se alejan, prorrumpimos en sonoras
carcajadas mi hijo y yo en los pasadizos concurridos del terminal aéreo.
Cuzco, 1 de marzo de
2025.
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