El 4 de enero último se han cumplido cincuenta años de la muerte de uno de los personajes más singulares de la cultura contemporánea. Era de nacionalidad francesa, pero había nacido en Argelia, un territorio que por entonces detentaba el poco honorífico título de colonia. También era periodista, escritor y filósofo, aun cuando la intelectualidad de su época tuviera suspicacias por esta última condición, pues su formación extra académica no era suficiente para aquellos que creían que el oficio de pensar sólo puede pasar por las aulas universitarias y los pergaminos doctorales. Sin embargo, fue el mejor. Su nombre: Albert Camus.
Es trágica la paradoja de que el filósofo que descifrara el absurdo de la existencia humana, muriera absurdamente en un anodino --cruel pero anodino-- accidente automovilístico, cuando regresaba, de pasar las fiestas navideñas con su esposa y sus hijos, del sur de Francia a París, acompañado del editor Michel Gallimard y su familia. “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”, había dicho unos días antes frente al luctuoso accidente del ciclista Fausto Coppi.
Tenía el billete del tren que debía regresarlo a París junto con su familia, pero una aciaga propuesta de su amigo hizo que cambiara de planes y acudiera absurdamente a su cita mortal. Llevaba consigo al momento del adiós, su máquina de escribir y los borradores inconclusos de la que sería su última novela, El primer hombre, publicada recién en 1994.
Autor de un puñado de libros imprescindibles como El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1942), La peste (1948), El hombre rebelde (1951), La caída (1956) y otros, Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, a la edad de 44 años, por “su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia de nuestros tiempos”, como reza la declaración oficial de la Academia Sueca.
Alejado por convicción de toda forma de pensamiento único, recusó con igual fervor al stalinismo como al nazismo, pues descreía de aquellas ideologías que interpretaban al hombre y a la sociedad bajo moldes abstractos y en función de una supuesta teleología superior de la historia. Su posición filosófica transitó desde un nihilismo desesperanzado hacia una especie de humanismo anarquista, marcando distancias tanto del cristianismo como del marxismo y del existencialismo. Su preocupación por el hombre concreto fue abonado por sus abundantes y acuciosas lecturas de Dostoievski, Kierkegaard, Nietzsche y Kafka.
Tuvo una particular visión de los procesos históricos que le tocó vivir, y de la manera como el escritor debe abordar la problemática de su tiempo. “El escritor no puede estar al servicio de los que hacen la historia. Está al servicio de los que la sufren”, dijo alguna vez este pied noir de origen humilde, cuya madre era analfabeta y casi sorda y cuyo padre murió en la Batalla del Marne en los inicios de la Primera Guerra Mundial.
Debo a Camus mi acercamiento vital por la filosofía, pues están sellados con fuego en mi memoria estas primeras líneas de El mito de Sísifo que leí hace más de veinte años: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación”. En qué trance de éxtasis leí estas palabras que dispararon mi interés por una forma de saber que sólo se justifica por el ansia de más saber.
Y a pesar de su ateísmo, o quizás por eso mismo, Camus nunca dejó de tener esperanza en el hombre, en quien veía más cosas dignas de admirar que de abominar, pues a diferencia de Sartre, que pensaba que el hombre era una “pasión inútil”, él pensaba más bien que era una “pasión vital”. Condenó toda forma de violencia, y comentaba irónicamente las maquiavélicas posturas de muchos de sus coetáneos afirmando: “Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría”.
Como esas inmensas estrellas que, al morir o colapsar, nos siguen enviando aún su luz, así Albert Camus, 50 años después de su muerte, sigue iluminando con su pensamiento y su obra este endemoniado mundo que nos ha tocado vivir, pero que él prefiguró en sus ensayos y sus ficciones con ese sentido visionario que sólo los grandes saben tener. Su legado sigue vigente, cuando el de muchos ya se ha difuminado a la luz inapelable del tiempo.
Lima, 09 de enero de 2010.
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