sábado, 30 de enero de 2010

La trágica sensualidad de los Karamazov

Entre las novelas más espléndidas del escritor ruso Fiodor Dostoievski, sin duda que Los hermanos Karamazov figura en un plano especial. Aparte de haber escrito Crimen y castigo --quizás su obra más difundida--, y la estremecedora Los endemoniados, las otras dos monumentales novelas, el gran novelista eslavo escribió también varios textos de ficción que merecen ser catalogados como imprescindibles para comprender el drama, o la tragedia, del hombre contemporáneo.
Publicada en 1881, cuando su autor tenía 60 años, Los hermanos Karamazov es una de esas novelas que sondea aquel entramado que subyace a toda convencional relación fraternal, porque desnuda sus pliegues más íntimos y explora sus motivaciones menos diáfanas. La historia de Fiodor Pavlovitch Karamazov y sus tres hijos --Dimitri, Iván y Alexei-- está saturada de un fondo de sordo enfrentamiento cruzado así como de intereses en conflicto, que desemboca en situaciones de abierto desafío que terminan de la manera más violenta.
Dimitri es el hijo mayor de Fiodor, hijo de su primera esposa, Adelaida Ivanovna, de la familia noble de los Miusov. A la muerte de su madre, el padre lo abandona y es recogido por Grigori, su fiel sirviente. Pero será Pietr Alexandrovitch Miusov, su pariente materno, quien se hará cargo de él. En el episodio del abandono, que enmascara un prosaico interés por la herencia de la madre, se encuentra el momento clave del entredicho que enfrentará a padre e hijo a lo largo de la novela, y que está resumido en la frase que Rakitine le dice a Aliosha: “Ni uno ni otro sabrán poner freno a sus pasiones, y ambos rodarán juntos al abismo”. El mismo Mitia lo reconoce cuando eleva a niveles metafísicos su lucha y lo hace exclamar: “Es el duelo entre Dios y el diablo, cuyo campo de batalla somos nosotros”.
Iván y Alexei son hijos de la segunda esposa de Fiodor, Sofía Ivanovna, hija de un humilde diácono y que perece sumida en una especie de demencia nerviosa. Ambos son educados por Eutimio Petrovitch Polienov, un filántropo del pueblo. Iván se hace periodista y Aliosha ingresa al noviciado. De alguna manera, cada uno sobrellevará una relación tirante con el padre, a pesar de que el carácter de Aliosha le permite allanarse a los desafueros de Fiodor y evitar situaciones violentas, y por eso mismo este tendrá por su menor hijo una veneración especial. Pero es Iván quien se queda a vivir con su padre, por cuyo motivo sus relaciones tienden a ser cada vez más tirantes, hasta que aquel decide abandonar la casa paterna.
Los intereses encontrados se manifiestan en todas las direcciones, pues mientras Dimitri e Iván se ven enfrentados a causa de Catalina Ivanovna, Dimitri y Fiodor lo están debido a Grushegnka; dos mujeres de personalidad y origen diverso que ponen a prueba esa trágica sensualidad que es el sello genético de los Karamazov.
Dos presencias antitéticas contrapesan el frágil equilibrio psicológico en que se mueven los hermanos: el monje Zossima, mentor de gran ascendencia en la vida de Aliosha, y el tenebroso Smerdiakof, hijo de una orate de la ciudad y recogido por Grigori y Marta, los leales servidores en la casa de Fiodor. La muerte del primero deja una cicatriz en el alma de Alexei, que va a precipitar su decisión de alejarse de la vida conventual; por otro lado la epilepsia del segundo agazapa una siniestra personalidad que va a escudarse en la enfermedad para ocultar sus malévolas intenciones.
Cuando Fiodor Pavlovitch es asesinado, un reguero de culpas se esparcen entre los personajes de la historia, y el espectro macabro del parricidio asedia a Mitia, quien niega hasta el fin su culpa, mientras que Iván se debate en una intensa lucha interior por asumir o no una supuesta autoría intelectual que le achaca Smerdiakof. Y Aliosha asumirá el papel de salvador, de Mesías doméstico en este cruento desenlace que echa sombras de duda sobre el verdadero autor del crimen.
La realización del juicio es la perfecta ocasión para poner a la vista de todos el alma desgarrada de Dimitri, acusado principal de la muerte de su padre por ciertas evidencias que son confirmadas por la mayoría de los testigos. En un momento del mismo, Mitia espeta a sus jueces: “Yo soy un lobo y ustedes son los cazadores”. Luego, en otro instante del juicio, Mitia razona ante los jueces: “¡…es preciso tener la convicción de que se es honrado para poder afrontar la muerte con serenidad!”; pues entiende que a pesar de su declarada inocencia, éstos terminarán por condenarlo.
Pero los pasajes más conmovedores son aquellos cuando Dimitri establece, en diversas partes de la novela, una larga charla con su hermano Aliosha, ante quien se abre absolutamente para volcar todos los demonios que lo habitan. “El ser humano ha pretendido siempre pasar por rebelde, y, sin embargo, es un esclavo”, dice Mitia reconociendo la miseria del hombre. “No veo el sol, pero sé que brilla”, confiesa con cierto patetismo el parricida cuando Aliosha lo visita en la cárcel, condensando en esta expresión las inmensas esperanzas de vida que posee alguien que como él está sometido al encierro físico. “Si la idea de Dios no es otra que fruto de la imaginación del hombre, entonces sería ésta la señora de la tierra”, especula en otro apartado Mitia cuando se sitúa ante la pregunta capital de la filosofía.
Iván también sufre un derrumbe psíquico ante el peso de los acontecimientos, como cuando tiene una aparición, que no es sino el de su propio fantasma, su otro yo, una visión producto de su triunfante esquizofrenia. Es entonces cuando se dice: “Tomar en serio la comedia de la vida, es una tragedia íntima que hace sufrir”, frase que encierra probablemente el sentido más hondo de la historia.
Y cuando Dimitri parte para Siberia para cumplir su condena, entra en acción el plan diseñado por su hermano Iván, pero ejecutado por Aliosha y por Grushegnka. El objetivo es la fuga, que se cumple según lo trazado e imaginado pero que tiene como elemento asombroso la actuación de Aliosha, quien toma el lugar de su hermano mayor y finalmente es absuelto porque su acerado misticismo obra el prodigio de hacer que Liza vuelva a caminar, además de por sus múltiples cualidades de hombre excepcional en medio de la sordidez y las ambiciones desatadas de su propio linaje.
Admirable construcción verbal que bien puede acabarse con las palabras de Mitia a su hermano Aliosha: “Para ser felices nosotros, nos dedicaremos a hacer la felicidad de los demás”, una forma de expiación de las culpas a través del amor cristiano al prójimo, intención sincera del evadido cuando enrumba a América. Y como coronación de estas reflexiones, el recuerdo de una de las sabias sentencias de Zossima: “el infierno no es otra cosa que los sufrimientos de los que no pueden amar”.

Lima 30 de enero de 2010.

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