El triunfo en la segunda vuelta electoral del empresario Sebastián Piñera en Chile, con un ajustado pero decisivo 51,61%, frente al 48,39% del candidato oficialista Eduardo Frei, señala el fin de una era y el comienzo de otra en la política de ese país. Se puede argüir que en una democracia como la del vecino del sur, que goza de madurez y se ha consolidado a lo largo de los últimos veinte años, un simple cambio en la conducción del gobierno no implica mayores modificaciones del sistema económico vigente ni mayores sobresaltos para la estructura del poder. Sin embargo existen algunos aspectos que se deben considerar para entender mejor este viraje que ha experimentado la patria de Pablo Neruda y Roberto Matta, de Sergio Arrau y José Donoso, de Víctor Jara y Salvador Allende.
Se suele decir en estos tiempos, y por boca de reputados analistas y expertos en asuntos políticos, que la tradicional división ideológica entre izquierda y derecha resulta a estas alturas anacrónica, imprecisa y ya superada. Pero lo que no dicen es que no existe otro mejor esquema para aprehender el complicado fenómeno de las corrientes ideológicas que permean las sociedades modernas. Es cierto que después de la caída del Muro de Berlín muchos de los estereotipos con que solía analizarse el devenir de los pueblos también se han desplomado, pero no es menos cierto que la vieja escisión que naciera en Francia en plena efervescencia revolucionaria, sigue utilizándose cuando se trata de tener una imagen de primer plano de la actividad política de una sociedad determinada.
No es casual por ello que dos de los más reputados intelectuales de ascendencia liberal hayan concurrido personalmente al país de la estrella solitaria para manifestar su apoyo al candidato de la Coalición para el Cambio. Ni tampoco es producto del azar que dicha coalición esté conformada principalmente por los partidos Renovación Nacional (RN), del propio Piñera, y la Unión Democrática Independiente (UDI), de clara filiación pinochetista.
Sabido es que la Concertación, la alianza de partidos que ha gobernado Chile por 20 años, tiene como sus socios más destacados a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista, de cuyas filas han salido los últimos presidentes que han gobernado ese país. Como también es notorio que tras todo ese tiempo en el poder, era natural que el desgaste y el hartazgo jugaran un papel determinante a favor de la opción de la derecha, por más que la actual presidenta, Michelle Bachelet, mantenga al final de su mandato un alto porcentaje de aprobación.
En medio de este triunfo de la derecha, se yerguen en el panorama político-social del futuro inmediato, un conjunto de incertidumbres entre quienes no se conforman solo con los logros económicos del gobierno, con sus cifras deslumbrantes y sus resultados prometedores. Pues hay cuestiones realmente preocupantes por lo que pueda venir, concretamente en materia de derechos humanos; por ejemplo una posible amnistía a los militares que purgan condena por los crímenes perpetrados durante la dictadura de Pinochet, lo que constituye un temor lógico de las víctimas. Además, no se ve la forma en que pueda corregirse con el nuevo gobierno --cuyos programas y doctrinas no privilegian el aspecto social del crecimiento--, el abismo social y económico que separa a su población, pues Chile es el país del reparto más desigual de la riqueza del continente, lo que no es poca cosa. Las llamadas “poblaciones” --barrios pobres de los suburbios--, son a las claras una prueba de que aún queda mucho por hacer para alcanzar el tan ansiado primer mundo.
Los que pregonan por estos lares el ejemplo modélico chileno y nos lo enrostran en la cara como el mejor camino a seguir, deberían repensar en estos factores que también deciden el rostro democrático de una sociedad civilizada. No todo son las maneras corteses y los gestos cívicos, también cuenta la inquietud y la esperanza de los que menos tienen, así como las esperadas actitudes de solidaridad y compromiso de quienes, gozando de los beneficios del sistema, saben que hay un importante sector de ciudadanos que aún no son copartícipes del banquete del desarrollo.
Y la llegada de Piñera a La Moneda --más allá de las palabras y las promesas iniciales--, no permiten abrigar expectativas al respecto, como tampoco permiten ser optimistas en relación al diferendo marítimo que mantiene con el Perú en la Corte de La Haya. Son los socios ultramontanos del nuevo presidente los que enturbian un panorama que podría ser esperanzador, pues son los que al fin de cuentas tendrán el peso decisorio en las cuestiones que impliquen lo que ellos entienden como la defensa de su soberanía y su integridad territorial. Soy pesimista, pues entreveo una sombra que empieza a moverse por los pasillos de La Moneda: la del general Pinochet. Espero que la realidad me desmienta esta visión sombría.
Lima, 22 de enero de 2010.
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