sábado, 19 de junio de 2010

José Saramago: el aprendiz y el maestro

Una mala costumbre instaurada en el mundo de los hombres ha hecho que sólo nos ocupemos al unísono de la figura de un muerto. En esta penosa ocasión, la fuerza de los hechos nos obliga a no contradecir ese fenómeno. La inesperada llegada de algo que sin embargo es lo más esperado de la certidumbre humana, ha causado un dolor singular en el mundo de la cultura: el adiós de José Saramago, el primer Premio Nobel portugués de Literatura, a la expectante edad de 87 años, cuando apenas amanecía en Lanzarote, esa isla del Atlántico que era su residencia desde 1993.
La entrañable imagen del gran escritor lusitano viene entonces a nuestra memoria, a través del recorrido maravilloso de esa obra brillante que supo engastar en los últimos treinta años de su vida. Hijo y nieto de campesinos, no tuvo empacho al iniciar su discurso de recepción del Premio Nobel 1998 diciendo que el hombre más sabio que había conocido era un analfabeto. Ese hombre era su abuelo Jerónimo, quien con la abuela criaron al pequeño José en la aldea de Azinhaga, cerca de Lisboa, cuando el futuro creador ni siquiera pensaba en dedicarse a la literatura.
Pero viene también a nuestra querencia más profunda, la imagen del hombre comprometido con las causas sociales más acuciantes de nuestro tiempo, la del ser humano noble y generoso que dispensó su tiempo y sus mejores energías a la defensa de la causa de los desposeídos, a favor de los excluidos del festín de la historia, prestándoles su voz a los que carecen injustamente de ella, para gritar a los cuatro vientos esas verdades incómodas que hacen estremecer la precaria quietud de los poderosos.
Considerado el mayor novelista que ha dado al mundo la lengua de Camoens, el escritor portugués más importante del siglo XX deja tras su partida una estela luminosa de entrega y sabiduría, de pasión y compromiso, de paciencia y valentía. Autor de una decena de novelas espléndidas, así como de crónicas y artículos periodísticos --verdaderos ensayos de lucidez--, José Saramago se ha instalado de pleno derecho en el corazón de una legión de lectores que se entregaban con fervor cada vez que se anunciaba una nueva publicación suya.
Desde posiciones heterodoxas en materia religiosa y política, siempre estuvo inmerso en el candelero de cuantas discusiones teológicas o ideológicas se suscitaban a raíz de sus obras controversiales, que tocaban fibras muy sensibles de la clerecía establecida. Nunca se mostró complaciente con ningún tipo de poder, pues ejerció el oficio de escribir con la más libérrima de las posturas.
Militó desde muy joven en el Partido Comunista, lo cual le valió la sospecha y la inquina de cierto sector de la sociedad portuguesa y de la europea en general. Ironizando sobre la evolución de su vida en la perspectiva de la gente, decía que si al comienzo afirmaban: “es bueno, pero es comunista”, después el comentario era: “es comunista, pero es bueno”. Pero esa adherencia partidaria tampoco fue incondicional, pues Saramago demostró su independencia de criterio y su libertad de juicio cada vez que descubría flagrantes contradicciones entre quienes defendían posiciones de izquierda.
Propulsor entusiasta de un iberismo integrador y fraterno, fue criticado por quienes se atrincheran en mentalidades estrechas y en miradores de corto alcance, seres que abundan en todos lados. Sus ficciones literarias, especies de parábolas modernas, han sondeado este y otros temas contemporáneos, dejando en todos ellos la marca inconfundible de su talento y de su talante, valores incomparables que han hecho de este aprendiz --como dijo modestamente en su discurso ante los académicos suecos-- un auténtico maestro de las letras y las artes, pero sobre todo de humanismo y de humanidad.
Saramago entrega la posta, más allá de su pesimismo --porque el mundo es pésimo, decía-- a quienes deben asumir ese legado de combate y de quijotismo, que en su caso lo hizo sin mengua alguna en la calidad de su obra, una prosa novedosa y original que llevaba al lector por los vericuetos más sorprendentes de la condición humana.

Lima, 18 de junio de 2010.

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