Los enfrentamientos entre colectividades humanas por razones políticas, económicas, raciales o culturales han sido una constante a lo largo de la historia universal, es por ello que ya no llama la atención cuando un hecho de estas características se desata en alguna región del planeta, acarreando a su paso muerte y destrucción. Es lo que sucede en la actualidad en dos países radicalmente diferentes y situados en zonas geográficamente distantes: Bélgica y Kirguizistán.
En el caso de Bélgica, se ha puesto en el ojo de la tormenta el secular entredicho entre flamencos y valones, dos de las principales comunidades que conviven en este país europeo que nació a la vida independiente en 1830 a expensas de Holanda. La reciente victoria de la Nueva Alianza Flamenca (NVA) de Bart De Wever en Flandes, ha despertado las aspiraciones independentistas de esta comunidad que habla neerlandés, que constituye el 60% de la población y que vive mayoritariamente en el norte del país, caracterizada por ser rica y populosa.
Los valones, por su parte, ocupantes del empobrecido sur, hablan francés y representan el restante 40% de los habitantes belgas. Aspiran a mantener cohesionado un país que ha vivido en estos permanentes trasiegos pero que ha sabido siempre salir airoso de las ventoleras autonomistas de sus vecinos del norte. Pero ahora parece que se enfrentan a una encrucijada mayor, pues el nudo del conflicto --la situación del distrito electoral de Bruselas-Halle-Vilvoorde (BHV)-- se presenta como el escollo principal en esta larga querella que hace peligrar la misma existencia de Bélgica.
Así vistas las cosas, es curioso que este pequeño país europeo de 11 millones de habitantes, con un singular sistema de elecciones políticas y de representación parlamentaria, se encuentre tironeado entre neerlandófonos y francófonos, encarnando la cruel paradoja de que Bruselas, símbolo y sede de la Unión Europea, se enfrente al abismo de su propia escisión.
Un verdadero apartheid lingüístico que debe ser encarado con cautela e inteligencia por el rey Alberto II y por el próximo Primer Ministro, sucesor del renunciante Yves Leterme. Los partidos políticos de mayor arraigo --democristianos, liberales y socialistas-- también tienen la palabra.
El otro caso es el de la ex república soviética de Kirguizistán, escenario de los últimos episodios de violencia entre uzbekos y kirguizes, que ha cobrado el saldo trágico de más de un centenar de muertos y la desoladora realidad de alrededor de 80 mil desplazados.
Kirguizistán es un país de 5,5 millones de habitantes, repartidos étnicamente entre un 70% de kirguizes y un 15% de uzbekos, además de otras etnias menores, que nació a la vida independiente cuando la otrora poderosa URSS se disolvió en 1990. Pero ya desde la era soviética se había dividido artificialmente el ubérrimo valle de Ferganá entre Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, situación ahora agravada por el hecho de que constituyen países diferentes, cada quien con su gobierno respectivo.
Los kirguizes constituyen mayoritariamente la población rural, mientras que los uzbekos lo son de la urbana, localizada principalmente en las ciudades de Osh --la segunda del país después de Bishkek, la capital-- y de Jalalabad. La revuelta se desató en abril de este año con la caída del presidente Kurmambek Bakíev, en medio de acusaciones de corrupción, narcotráfico y crimen organizado. La presidenta interina, Rosa Otúmbayeva, llegó a pedir incluso la intervención de Rusia, pero el Kremlin se ha mantenido al margen, observando el curso de los acontecimientos con interés y esperando una situación límite que los obligue a ello.
Aun cuando ambas etnias hablen el mismo idioma, el turco, y tengan la misma religión, el islam, las luchas encarnizadas en el sur del país han provocado una feroz realidad de muertos, heridos y desplazados. Éstos últimos reflejan todo el drama de una población sometida a una especie de limpieza étnica, como la que se vivió en la ex Yugoslavia en la década pasada, con toda la espantosa secuela de niños, mujeres y ancianos aventados de sus hogares y deambulando en una frontera que se abrió para unos cuantos, pero que se ha cerrado para la gran mayoría.
Para nadie es un secreto que la región representa una zona estratégica para los Estados Unidos y para Rusia en su lucha en Afganistán. Los norteamericanos poseen una base militar en el aeropuerto de Manás, clave para sus operaciones contrainsurgentes en una de las zonas más explosivas del planeta, mientras que los rusos no olvidan sus viejos lazos con las repúblicas que en su momento formaron parte de la Unión Soviética.
Naciones Unidas, sumando los esfuerzos de los protagonistas implicados, debería asumir la tarea de pacificar esta región que vive en estas horas una auténtica tragedia humanitaria.
Ambos casos ponen sobre el tapete de la discusión política el problema de las fronteras, creaciones artificiales de los hombres para separar en Estados o unir en países lo que histórica y culturalmente posee otra naturaleza. Un inmenso desafío a nuestra capacidad de convivencia y a nuestro propósito de edificar una civilización.
Lima, 26 de junio de 2010.
En el caso de Bélgica, se ha puesto en el ojo de la tormenta el secular entredicho entre flamencos y valones, dos de las principales comunidades que conviven en este país europeo que nació a la vida independiente en 1830 a expensas de Holanda. La reciente victoria de la Nueva Alianza Flamenca (NVA) de Bart De Wever en Flandes, ha despertado las aspiraciones independentistas de esta comunidad que habla neerlandés, que constituye el 60% de la población y que vive mayoritariamente en el norte del país, caracterizada por ser rica y populosa.
Los valones, por su parte, ocupantes del empobrecido sur, hablan francés y representan el restante 40% de los habitantes belgas. Aspiran a mantener cohesionado un país que ha vivido en estos permanentes trasiegos pero que ha sabido siempre salir airoso de las ventoleras autonomistas de sus vecinos del norte. Pero ahora parece que se enfrentan a una encrucijada mayor, pues el nudo del conflicto --la situación del distrito electoral de Bruselas-Halle-Vilvoorde (BHV)-- se presenta como el escollo principal en esta larga querella que hace peligrar la misma existencia de Bélgica.
Así vistas las cosas, es curioso que este pequeño país europeo de 11 millones de habitantes, con un singular sistema de elecciones políticas y de representación parlamentaria, se encuentre tironeado entre neerlandófonos y francófonos, encarnando la cruel paradoja de que Bruselas, símbolo y sede de la Unión Europea, se enfrente al abismo de su propia escisión.
Un verdadero apartheid lingüístico que debe ser encarado con cautela e inteligencia por el rey Alberto II y por el próximo Primer Ministro, sucesor del renunciante Yves Leterme. Los partidos políticos de mayor arraigo --democristianos, liberales y socialistas-- también tienen la palabra.
El otro caso es el de la ex república soviética de Kirguizistán, escenario de los últimos episodios de violencia entre uzbekos y kirguizes, que ha cobrado el saldo trágico de más de un centenar de muertos y la desoladora realidad de alrededor de 80 mil desplazados.
Kirguizistán es un país de 5,5 millones de habitantes, repartidos étnicamente entre un 70% de kirguizes y un 15% de uzbekos, además de otras etnias menores, que nació a la vida independiente cuando la otrora poderosa URSS se disolvió en 1990. Pero ya desde la era soviética se había dividido artificialmente el ubérrimo valle de Ferganá entre Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, situación ahora agravada por el hecho de que constituyen países diferentes, cada quien con su gobierno respectivo.
Los kirguizes constituyen mayoritariamente la población rural, mientras que los uzbekos lo son de la urbana, localizada principalmente en las ciudades de Osh --la segunda del país después de Bishkek, la capital-- y de Jalalabad. La revuelta se desató en abril de este año con la caída del presidente Kurmambek Bakíev, en medio de acusaciones de corrupción, narcotráfico y crimen organizado. La presidenta interina, Rosa Otúmbayeva, llegó a pedir incluso la intervención de Rusia, pero el Kremlin se ha mantenido al margen, observando el curso de los acontecimientos con interés y esperando una situación límite que los obligue a ello.
Aun cuando ambas etnias hablen el mismo idioma, el turco, y tengan la misma religión, el islam, las luchas encarnizadas en el sur del país han provocado una feroz realidad de muertos, heridos y desplazados. Éstos últimos reflejan todo el drama de una población sometida a una especie de limpieza étnica, como la que se vivió en la ex Yugoslavia en la década pasada, con toda la espantosa secuela de niños, mujeres y ancianos aventados de sus hogares y deambulando en una frontera que se abrió para unos cuantos, pero que se ha cerrado para la gran mayoría.
Para nadie es un secreto que la región representa una zona estratégica para los Estados Unidos y para Rusia en su lucha en Afganistán. Los norteamericanos poseen una base militar en el aeropuerto de Manás, clave para sus operaciones contrainsurgentes en una de las zonas más explosivas del planeta, mientras que los rusos no olvidan sus viejos lazos con las repúblicas que en su momento formaron parte de la Unión Soviética.
Naciones Unidas, sumando los esfuerzos de los protagonistas implicados, debería asumir la tarea de pacificar esta región que vive en estas horas una auténtica tragedia humanitaria.
Ambos casos ponen sobre el tapete de la discusión política el problema de las fronteras, creaciones artificiales de los hombres para separar en Estados o unir en países lo que histórica y culturalmente posee otra naturaleza. Un inmenso desafío a nuestra capacidad de convivencia y a nuestro propósito de edificar una civilización.
Lima, 26 de junio de 2010.
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