Como cada cuatro años, el mundo queda hechizado ante un espectáculo que ya se ha convertido en el más importante del planeta. Un deporte que nació en tierras inglesas, se ha impuesto de manera avasallante en todos los rincones del globo con el magnetismo de su espectacularidad y, fuerza es decirlo, con las sumas millonarias de dinero que se invierten en su organización, sus participantes y su despliegue publicitario.
Este año tiene como sede a un país singular, por cierto el primero de ese continente que asume tamaña responsabilidad, y que hace apenas un par de décadas constituía un auténtico anacronismo en materia política. Me refiero al régimen que imperaba en ese entonces, aquel que la historia ya conoce como el apartheid, y que significó para la inmensa mayoría negra de esa nación, una oprobiosa manera de vivir o, peor aún, de sobrevivir.
Sudáfrica ha pasado desde ese momento por una serie de transformaciones que la han colocado en una posición expectante entre los numerosos y variopintos países africanos. Gracias a la irrupción de un legendario líder, en la línea de los grandes del siglo XX y de éste, que al salir de una injusta carcelería de largos años se convertía en el primer presidente negro de esta ex colonia británica, el país pudo encontrar el camino de la modernidad por el cual ha transitado todos estos años de una manera tortuosa, pues el fardo pesado de una historia de ignominia reciente hace penosa toda marcha hacia el progreso.
Es por ello que las desigualdades sociales y económicas todavía son patentes en el país de Nelson Mandela; los problemas de diversa índole constituyen serios retos para quien asuma la conducción de los destinos de una nación que hace muy poco vivía esquizofrénicamente escindida en dos, y cuyos lastres aún se dejan sentir en la cotidiana existencia de sus cerca de 50 millones de habitantes.
Y es por ello también que ante la llegada del mundial de fútbol, el gobierno de Pretoria, en consonancia con los dirigentes de la FIFA, ha tratado de maquillar de tal manera el rostro de la nación, para que los visitantes extranjeros de los restantes 31 países en competición, más los miles de turistas que acudirían a la cita mundialista, pudieron sólo observar los aspectos más presentables de un territorio que alberga, como muchos del denominado Tercer Mundo, flagrantes contradicciones en las condiciones de vida de su población.
Piénsese por ejemplo en la abismal distancia que separa a este selecto grupo de millonarios que llegan representando a distintos países de los cinco continentes, con los millones de niños que padecen hambre y desnutrición crónica en las regiones menos visibles del territorio, lo cual no hace sino agudizar una realidad tremendamente paradójica del mundo que habitamos.
Con alguna razón alguien ha hablado del fútbol como del opio de pueblo de nuestros tiempos, espacio que alguna vez ocupara la religión según el viejo Marx. Algo de fundamento debe haber en esa afirmación, si comprobamos cómo viven y padecen masas enteras de hombres en todos lados de este planeta, casi narcotizados por las luces y los fastos de un deporte que se ha mezclado tanto con el capital y el sentido del lucro.
Además de Mandela, un verdadero patriarca de la política y Premio Nobel de la Paz, Sudáfrica ha visto igualmente nacer en su suelo a dos escritores que han obtenido el preciado galardón que concede la Academia Sueca: Nadine Gordimer y J.M. Coetzee. Asimismo, el obispo Desmond Tutu es otro referente del pacifismo sudafricano, líder religioso y Premio Nobel de la Paz, al igual que el venerable Madiba.
Este acontecimiento deportivo ha colocado pues en la vitrina de la mirada planetaria, a una nación diversa y compleja, que afronta inmensos desafíos para salir del laberinto histórico en que ha vivido durante estos cien años de independencia que acaba de celebrar el 31 de mayo pasado. Pero mientras millones de personas siguen por las pantallas de sus televisores a una mágica pelota de cuero que rueda por los verdes campos de juego de vistosos estadios en varias ciudades sudafricanas, hay otra realidad que rueda en los márgenes del espectáculo futbolístico, y que seguirá rodando cuando las luces del negocio festivo mundial ya se hayan apagado tras el último pitazo del partido final que consagra al campeón de esta versión competitiva.
Lima, 2 de julio de 2010.
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