Durante casi tres semanas --veinte días, para ser exactos--, enfrascado en la delirante historia de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana, he disfrutado otra vez de una envolvente y cautivadora novela de Mario Vargas Llosa: La fiesta del chivo (Alfaguara, 2000).
El destripamiento físico y moral que hace el novelista de uno de los regímenes más truculentos y despiadados de la historia política de Latinoamérica, me ha dejado muchas veces con los pelos de punta, y en otras con el alma escarapelada de horror, cuando no con las entrañas revueltas y el ánimo crispado de espanto, al recorrer sus páginas que describen con crudeza los acontecimientos y hechos, en clave de ficción, que cifraron la vida, pasión y muerte de ese país del Caribe que soportó por 31 años el oprobio férreo y sangriento de la tiranía bestial de quien era llamado pomposamente el Gran Benefactor, el Padre de la Patria Nueva, el Jefe, y otros sobrenombres igualmente ridículos.
La narración discurre en tres momentos históricos bien marcados, el primero durante el apogeo del gobierno del sátrapa, algo que la historia conoce también como la Era Trujillo; el segundo, en los momentos finales del mismo, cuando una bien concertada conjura logra acabar con la vida del tirano; y el tercero, cuando Urania Cabral, protagonista axial de la ficción, está de regreso en el país después de 35 años de ausencia, años en los que quiso abolir todo aquello que se refiriera a los años que tuvo que vivir en la República Dominicana. Hija de Agustín Cabral --un político muy influyente del cogollo trujillista, que finalmente cae en desgracia, y que como último recurso se juega una de las cartas más repelentes que persona alguna pueda utilizar--, Urania sintetiza, porque encarna sus efectos más nocivos, todo el lastre moral y humano que puede dejar un sistema organizado para la perpetuación del poder, valiéndose para ello, y sin escrúpulos, del crimen, la delación, la venganza, la tortura y otras formas de la insania proto humana.
El relato es subyugante, pues de algún modo es la historia de todos los países de América Latina, que casi ha sido la misma: un desfile de déspotas sanguinarios y crueles que han detentado el poder para halagar su megalomanía rastrera y vil. Esta novela desnuda los perversos entresijos del alma retorcida de siniestros personajes allegados al régimen. Meticulosa descripción de las tiranías criollas que han imperado en nuestras tierras, amparados en la impunidad y, muchas veces, con la secreta o abierta complicidad de los poderes de afuera.
El ya mencionado senador Agustín Cabral, Cerebrito; Henry Chirinos, el Constitucionalista Beodo o la Inmundicia Viviente --personaje que evoca en los lectores peruanos una figura connotada de su historia política reciente, hoy eclipsado y sumido en un ostracismo voluntario invulnerable--; Ramfis y Radhamés, los disolutos hijos del Dictador; el siniestro Johnny Abbes, el “malvado inteligente”, jefe del temido Servicio de Inteligencia Militar (SIM); son sólo algunos nombres de esa vasta fauna teratológica que pulula por la novela, demostrándonos a cada paso, los niveles espeluznantes a que puede descender el espécimen llamado hombre, cuando es poseído por ese fluido demoniaco de la venganza al servicio de una aviesa lealtad perruna.
Cuando Urania destapa, ante los oídos absortos e incrédulos de su tía Adelina, de sus primas Lucindita y Manolita, y de su sobrina Marianita, el peor secreto guardado de su existencia, el que la impulsó a abandonar el país por todos estos años, y que vivió en el último tramo de la Era Trujillo, se abre también el cráter más hediondo de la novela, aquella que nos revela la estirpe espiritual --si es que la tenían-- y moral de los hombres (mejor sería decir homínidos) que hicieron de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina una de las más horrendas del siglo XX.
El grupo de los justicieros, ese puñado de hombres civiles y militares que formaron parte de la conspiración para acabar con el chivo, tendría un final trágico, perseguidos con saña y sometidos a torturas inimaginables, con la excepción de dos de ellos, que pudieron atravesar sanos y salvos ese proceso de conversión que los hizo mudar de asesinos a ajusticiadores, y luego a héroes, siendo reconocidos y cubiertos de gloria por el siguiente gobierno de Joaquín Balaguer, un personaje también del entorno de Trujillo, pero que siempre trató de guardar las maneras democráticas, aun dentro de la entraña autoritaria del régimen.
En suma, una de las obras totalizadoras del gran novelista peruano, que se sitúa sin lugar a dudas entre las más logradas de su tipo, así como entre las más acabadas de su ya copiosa bibliografía.
Lima, 11 de junio de 2010.
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