El caso de Sakineh Mohammadi Ashtiani, mujer iraní de 43 años, acusada de adulterio y condenada a ser lapidada por un tribunal de justicia en el país de los Ayathollas, ha soliviantado a la comunidad internacional por tratarse de un asunto que compete directamente a los derechos humanos y a su vigencia en el mundo globalizado.
Ashtiani está presa desde el año 2005. Las pruebas que se exhiben contra ella se basan en la “relación extramatrimonial” que sostiene con un hombre después de haber quedado viuda de su primer compromiso. En 2006 fue condenada a recibir 99 latigazos y luego condenada a morir por lapidación, una pena vigente en algunas legislaciones de los países musulmanes y que en Occidente es considerada como una prueba de barbarie supérstite en pleno siglo XXI.
Pero lo que resulta ridículo y absurdo a la vez es saber que ella no ha cometido ningún delito, pues ha hecho lo que muchas mujeres podrían hacer en Occidente al quedar viudas, es decir, volverse a juntar con otra persona, rehacer su vida como dicen por aquí; y de ello dan fe sus propios hijos, quienes abogan por su inocencia desde el instante mismo en que se produjo su detención y encarcelamiento.
Esta forma de castigo figura en antiguas literaturas sagradas, como es el caso de la Biblia, libro que ha permeado la formación espiritual y moral de buena parte del mundo llamado civilizado. En el Antiguo Testamento, colección de diversidad de textos de los géneros más variados, se describen numerosos casos de ejecuciones por estos medios, especialmente si se trataba de mujeres que cometían adulterio.
En el mundo andino también existió un castigo similar para las mujeres de vida licenciosa. Los cronistas recogen testimonios de la manera cómo se procedía en situaciones así, habiendo descripciones muy puntuales sobre la muerte por apedreamiento. Y por supuesto, en el mundo árabe, donde la ascendencia espiritual y cultural del Corán es indiscutible, igualmente es una práctica que, por lo visto, se extiende a nuestros tiempos.
Aun cuando el abogado de Ashtiani, Mohamad Mostafaeí, haya basado sus argumentos de defensa en el principio de que la pena en mención no aparece mencionada en el libro sagrado, lo cierto es que después de la Revolución Islámica que llevó al poder en Teherán al régimen teocrático del Ayatholla Jomeini, la pena ha sido reimplantada en el país, endureciéndose notablemente el Código Penal de 1983 al señalarse la lapidación para adúlteros como uno de los castigos previstos.
El debate que ha suscitado este hecho ha situado la discusión en el plano de la universalidad de los derechos humanos. Preguntarse hasta qué punto una declaración de aspiraciones planetarias puede involucrar consideraciones y particularismos culturales de cada una de las naciones signatarias de sus postulados, es un planteamiento que revive viejas polémicas. Las autoridades judiciales y políticas iraníes señalan que los principios de la familia y de la nación están por encima de las normas que consagran las Naciones Unidas.
Se trata, pues, de un espinoso asunto que organizaciones de derechos humanos en el mundo, como Amnesty International (AI), han convertido en la piedra de toque de su defensa de los derechos básicos que toda persona debe tener, sin importar la nacionalidad que tenga o la situación económica o social que posea. Una verdadera cruzada internacional es la que ha lanzado dicha organización por la causa de esta mujer que necesita ser salvada de una ejecución a todas luces bestial y bárbara.
La imagen de la futura víctima comienza a recorrer todos los medios de comunicación del planeta, y uno no puede siquiera imaginarse la truculenta escena que seguiría a su enterramiento, dejando libre sólo la cabeza, para que los verdugos se ensañen arrojándole piedras medianas, pues las pequeñas no le harían mucho daño y las grandes acabarían rápidamente con su vida. Escribo esto último con un horror incalificable, como sentimiento de mi perplejidad ante los actos de vesania más espantosos de que el ser humano es capaz.
La presión internacional es la única vía que queda para salvar a Ashtiani, por el camino de la sensibilización de las autoridades respectivas, y que más allá de los dos indultos denegados y de la conmutación de la pena que solicitaban sus abogados, se logre finalmente la abolición para siempre de una práctica punitiva inicua e inaudita en los tiempos que corren.
Lima, 24 de julio de 2010.
sábado, 24 de julio de 2010
sábado, 17 de julio de 2010
Srebrenica, quince años después
Uno de los acontecimientos más aciagos de los últimos tiempos es, indudablemente, el que tuvo lugar en el territorio de la ex Yugoslavia, que en la última década del siglo XX asistió a su dramática atomización, acicateada por tres sangrientas guerras civiles que hicieron estallar en añicos el otrora país edificado por el legendario Josep Broz Tito.
El hecho tuvo como escenario la localidad bosnia de Srebrenica, el 11 de julio de 1995, cuando las tropas serbias de Ratko Mladic, arrasaron a sangre y fuego el campo de refugiados bosnios que formalmente era protegida por la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (Unprofor) --conformada por soldados holandeses de los Cascos Azules--, y exterminaron alrededor de 8000 varones de origen musulmán en uno de los peores genocidios que se tenga memoria desde la Segunda Guerra Mundial.
La acción se inscribe en aquello que los especialistas califican como una operación de limpieza étnica, emprendida por los serbobosnios ortodoxos y los bosniocroatas católicos en contra de quienes consideraban herederos de los turcos otomanos que en el pasado oprimieron a sus pueblos. Esto en razón de la lucha por el control del territorio surgido de la desintegración del país yugoslavo en los primeros años de la década del 90’.
Radovan Karadzic era a la sazón presidente de la República Sprska (VRS), y bajo su gobierno es que se cometieron los crímenes de lesa humanidad que posteriormente serían llevados al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), instancia expresamente creada por las Naciones Unidas para juzgar a los culpables de estas acciones execrables.
Otro de los responsables directos del hecho punible fue Slobodan Milosevic, presidente serbio y también yugoslavo entre 1989 y 2000, y que fuera hallado muerto en su celda en el año 2006 cuando era juzgado por el TPIY, luego de ser capturado por orden de los tribunales de La Haya. Su muerte estuvo rodeada por un aura de misterio, pues se sospechaba que pendía sobre él una amenaza de asesinato que denunció en su momento la propia víctima.
El caso de la matanza de Srebrenica pone en discusión el tema de los totalitarismos identitarios, asunto que a lo largo de la historia ha significado no pocos dolores de cabeza para los organismos internacionales y para los países democráticos que veían en su irrupción una real amenaza para la paz mundial, pues bajo la máscara de las luchas nacionalistas y amparados en las banderas de conceptos de patria y nación ya trasnochados, esconde su fiero hocico el fascismo más atroz y terrorífico.
Ya no se puede ser obtuso o ingenuo cuando asoman cada tanto esos líderes imbuidos de mesianismos históricos que arrastran a colectividades enteras a los abismos nefastos de la violencia y la muerte. Después de las espantosas experiencias de un Hitler, un Mussolini o un Franco, la humanidad debería estar curada para siempre de todo tipo de liderazgo demente que la conduzca al despeñadero de las luchas fratricidas y de la eliminación del otro por razones étnicas o raciales.
Queda también como motivo de preocupación y suspicacia el papel que les toca cumplir a los organismos internacionales y a las potencias mundiales en la preservación de los valores de la convivencia democrática en el planeta, pues en dicha ocasión su actuación pasiva y casi indiferente sirvió de escenario propicio para que las fuerzas retrógradas de una nación centroeuropea se arrogara el derecho de asesinar impunemente a miles de ciudadanos de otra nacionalidad por el simple hecho de su no pertenencia a lo que ellos consideraban como su destino histórico de constituir una Gran Serbia.
Han pasado quince largos años de los luctuosos sucesos de Srebrenica, y es poco lo que se ha hecho para hacer justicia a las víctimas, hallándose aun prófugo el principal ejecutor de la masacre, así como pendientes de resolución judicial otros tantos casos de violaciones a los derechos humanos que fueron el pan de cada día en esos años tremendos de la locura homicida.
Lima, 17 de julio de 2010.
El hecho tuvo como escenario la localidad bosnia de Srebrenica, el 11 de julio de 1995, cuando las tropas serbias de Ratko Mladic, arrasaron a sangre y fuego el campo de refugiados bosnios que formalmente era protegida por la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (Unprofor) --conformada por soldados holandeses de los Cascos Azules--, y exterminaron alrededor de 8000 varones de origen musulmán en uno de los peores genocidios que se tenga memoria desde la Segunda Guerra Mundial.
La acción se inscribe en aquello que los especialistas califican como una operación de limpieza étnica, emprendida por los serbobosnios ortodoxos y los bosniocroatas católicos en contra de quienes consideraban herederos de los turcos otomanos que en el pasado oprimieron a sus pueblos. Esto en razón de la lucha por el control del territorio surgido de la desintegración del país yugoslavo en los primeros años de la década del 90’.
Radovan Karadzic era a la sazón presidente de la República Sprska (VRS), y bajo su gobierno es que se cometieron los crímenes de lesa humanidad que posteriormente serían llevados al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), instancia expresamente creada por las Naciones Unidas para juzgar a los culpables de estas acciones execrables.
Otro de los responsables directos del hecho punible fue Slobodan Milosevic, presidente serbio y también yugoslavo entre 1989 y 2000, y que fuera hallado muerto en su celda en el año 2006 cuando era juzgado por el TPIY, luego de ser capturado por orden de los tribunales de La Haya. Su muerte estuvo rodeada por un aura de misterio, pues se sospechaba que pendía sobre él una amenaza de asesinato que denunció en su momento la propia víctima.
El caso de la matanza de Srebrenica pone en discusión el tema de los totalitarismos identitarios, asunto que a lo largo de la historia ha significado no pocos dolores de cabeza para los organismos internacionales y para los países democráticos que veían en su irrupción una real amenaza para la paz mundial, pues bajo la máscara de las luchas nacionalistas y amparados en las banderas de conceptos de patria y nación ya trasnochados, esconde su fiero hocico el fascismo más atroz y terrorífico.
Ya no se puede ser obtuso o ingenuo cuando asoman cada tanto esos líderes imbuidos de mesianismos históricos que arrastran a colectividades enteras a los abismos nefastos de la violencia y la muerte. Después de las espantosas experiencias de un Hitler, un Mussolini o un Franco, la humanidad debería estar curada para siempre de todo tipo de liderazgo demente que la conduzca al despeñadero de las luchas fratricidas y de la eliminación del otro por razones étnicas o raciales.
Queda también como motivo de preocupación y suspicacia el papel que les toca cumplir a los organismos internacionales y a las potencias mundiales en la preservación de los valores de la convivencia democrática en el planeta, pues en dicha ocasión su actuación pasiva y casi indiferente sirvió de escenario propicio para que las fuerzas retrógradas de una nación centroeuropea se arrogara el derecho de asesinar impunemente a miles de ciudadanos de otra nacionalidad por el simple hecho de su no pertenencia a lo que ellos consideraban como su destino histórico de constituir una Gran Serbia.
Han pasado quince largos años de los luctuosos sucesos de Srebrenica, y es poco lo que se ha hecho para hacer justicia a las víctimas, hallándose aun prófugo el principal ejecutor de la masacre, así como pendientes de resolución judicial otros tantos casos de violaciones a los derechos humanos que fueron el pan de cada día en esos años tremendos de la locura homicida.
Lima, 17 de julio de 2010.
viernes, 2 de julio de 2010
Sudáfrica, el mundial y la realidad
Como cada cuatro años, el mundo queda hechizado ante un espectáculo que ya se ha convertido en el más importante del planeta. Un deporte que nació en tierras inglesas, se ha impuesto de manera avasallante en todos los rincones del globo con el magnetismo de su espectacularidad y, fuerza es decirlo, con las sumas millonarias de dinero que se invierten en su organización, sus participantes y su despliegue publicitario.
Este año tiene como sede a un país singular, por cierto el primero de ese continente que asume tamaña responsabilidad, y que hace apenas un par de décadas constituía un auténtico anacronismo en materia política. Me refiero al régimen que imperaba en ese entonces, aquel que la historia ya conoce como el apartheid, y que significó para la inmensa mayoría negra de esa nación, una oprobiosa manera de vivir o, peor aún, de sobrevivir.
Sudáfrica ha pasado desde ese momento por una serie de transformaciones que la han colocado en una posición expectante entre los numerosos y variopintos países africanos. Gracias a la irrupción de un legendario líder, en la línea de los grandes del siglo XX y de éste, que al salir de una injusta carcelería de largos años se convertía en el primer presidente negro de esta ex colonia británica, el país pudo encontrar el camino de la modernidad por el cual ha transitado todos estos años de una manera tortuosa, pues el fardo pesado de una historia de ignominia reciente hace penosa toda marcha hacia el progreso.
Es por ello que las desigualdades sociales y económicas todavía son patentes en el país de Nelson Mandela; los problemas de diversa índole constituyen serios retos para quien asuma la conducción de los destinos de una nación que hace muy poco vivía esquizofrénicamente escindida en dos, y cuyos lastres aún se dejan sentir en la cotidiana existencia de sus cerca de 50 millones de habitantes.
Y es por ello también que ante la llegada del mundial de fútbol, el gobierno de Pretoria, en consonancia con los dirigentes de la FIFA, ha tratado de maquillar de tal manera el rostro de la nación, para que los visitantes extranjeros de los restantes 31 países en competición, más los miles de turistas que acudirían a la cita mundialista, pudieron sólo observar los aspectos más presentables de un territorio que alberga, como muchos del denominado Tercer Mundo, flagrantes contradicciones en las condiciones de vida de su población.
Piénsese por ejemplo en la abismal distancia que separa a este selecto grupo de millonarios que llegan representando a distintos países de los cinco continentes, con los millones de niños que padecen hambre y desnutrición crónica en las regiones menos visibles del territorio, lo cual no hace sino agudizar una realidad tremendamente paradójica del mundo que habitamos.
Con alguna razón alguien ha hablado del fútbol como del opio de pueblo de nuestros tiempos, espacio que alguna vez ocupara la religión según el viejo Marx. Algo de fundamento debe haber en esa afirmación, si comprobamos cómo viven y padecen masas enteras de hombres en todos lados de este planeta, casi narcotizados por las luces y los fastos de un deporte que se ha mezclado tanto con el capital y el sentido del lucro.
Además de Mandela, un verdadero patriarca de la política y Premio Nobel de la Paz, Sudáfrica ha visto igualmente nacer en su suelo a dos escritores que han obtenido el preciado galardón que concede la Academia Sueca: Nadine Gordimer y J.M. Coetzee. Asimismo, el obispo Desmond Tutu es otro referente del pacifismo sudafricano, líder religioso y Premio Nobel de la Paz, al igual que el venerable Madiba.
Este acontecimiento deportivo ha colocado pues en la vitrina de la mirada planetaria, a una nación diversa y compleja, que afronta inmensos desafíos para salir del laberinto histórico en que ha vivido durante estos cien años de independencia que acaba de celebrar el 31 de mayo pasado. Pero mientras millones de personas siguen por las pantallas de sus televisores a una mágica pelota de cuero que rueda por los verdes campos de juego de vistosos estadios en varias ciudades sudafricanas, hay otra realidad que rueda en los márgenes del espectáculo futbolístico, y que seguirá rodando cuando las luces del negocio festivo mundial ya se hayan apagado tras el último pitazo del partido final que consagra al campeón de esta versión competitiva.
Lima, 2 de julio de 2010.
Este año tiene como sede a un país singular, por cierto el primero de ese continente que asume tamaña responsabilidad, y que hace apenas un par de décadas constituía un auténtico anacronismo en materia política. Me refiero al régimen que imperaba en ese entonces, aquel que la historia ya conoce como el apartheid, y que significó para la inmensa mayoría negra de esa nación, una oprobiosa manera de vivir o, peor aún, de sobrevivir.
Sudáfrica ha pasado desde ese momento por una serie de transformaciones que la han colocado en una posición expectante entre los numerosos y variopintos países africanos. Gracias a la irrupción de un legendario líder, en la línea de los grandes del siglo XX y de éste, que al salir de una injusta carcelería de largos años se convertía en el primer presidente negro de esta ex colonia británica, el país pudo encontrar el camino de la modernidad por el cual ha transitado todos estos años de una manera tortuosa, pues el fardo pesado de una historia de ignominia reciente hace penosa toda marcha hacia el progreso.
Es por ello que las desigualdades sociales y económicas todavía son patentes en el país de Nelson Mandela; los problemas de diversa índole constituyen serios retos para quien asuma la conducción de los destinos de una nación que hace muy poco vivía esquizofrénicamente escindida en dos, y cuyos lastres aún se dejan sentir en la cotidiana existencia de sus cerca de 50 millones de habitantes.
Y es por ello también que ante la llegada del mundial de fútbol, el gobierno de Pretoria, en consonancia con los dirigentes de la FIFA, ha tratado de maquillar de tal manera el rostro de la nación, para que los visitantes extranjeros de los restantes 31 países en competición, más los miles de turistas que acudirían a la cita mundialista, pudieron sólo observar los aspectos más presentables de un territorio que alberga, como muchos del denominado Tercer Mundo, flagrantes contradicciones en las condiciones de vida de su población.
Piénsese por ejemplo en la abismal distancia que separa a este selecto grupo de millonarios que llegan representando a distintos países de los cinco continentes, con los millones de niños que padecen hambre y desnutrición crónica en las regiones menos visibles del territorio, lo cual no hace sino agudizar una realidad tremendamente paradójica del mundo que habitamos.
Con alguna razón alguien ha hablado del fútbol como del opio de pueblo de nuestros tiempos, espacio que alguna vez ocupara la religión según el viejo Marx. Algo de fundamento debe haber en esa afirmación, si comprobamos cómo viven y padecen masas enteras de hombres en todos lados de este planeta, casi narcotizados por las luces y los fastos de un deporte que se ha mezclado tanto con el capital y el sentido del lucro.
Además de Mandela, un verdadero patriarca de la política y Premio Nobel de la Paz, Sudáfrica ha visto igualmente nacer en su suelo a dos escritores que han obtenido el preciado galardón que concede la Academia Sueca: Nadine Gordimer y J.M. Coetzee. Asimismo, el obispo Desmond Tutu es otro referente del pacifismo sudafricano, líder religioso y Premio Nobel de la Paz, al igual que el venerable Madiba.
Este acontecimiento deportivo ha colocado pues en la vitrina de la mirada planetaria, a una nación diversa y compleja, que afronta inmensos desafíos para salir del laberinto histórico en que ha vivido durante estos cien años de independencia que acaba de celebrar el 31 de mayo pasado. Pero mientras millones de personas siguen por las pantallas de sus televisores a una mágica pelota de cuero que rueda por los verdes campos de juego de vistosos estadios en varias ciudades sudafricanas, hay otra realidad que rueda en los márgenes del espectáculo futbolístico, y que seguirá rodando cuando las luces del negocio festivo mundial ya se hayan apagado tras el último pitazo del partido final que consagra al campeón de esta versión competitiva.
Lima, 2 de julio de 2010.
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