Con una lucidez implacable, que lo caracteriza desde sus primeros libros, el escritor uruguayo Eduardo Galeano desmenuza, en Patas arriba. La escuela del mundo al revés (Catálogos-Siglo XXI, 1998), los orígenes, los elementos y las causas de tantos males que padece nuestro mundo, por culpa de aquello que tanto han sacralizado los medios de comunicación con la ayuda de algunos, o muchos, tontos útiles -o que se hacen los tontos por conveniencia-, y que ha calado de tal manera en la conciencia colectiva que tranquilamente pasan por verdades consagradas. Acompañan los textos, grabados del artista mexicano José Guadalupe Posada.
Agrupados en seis capítulos: La escuela del mundo al revés; Cátedras del miedo; Seminario de ética; Clases magistrales de impunidad; Pedagogía de la soledad y La contraescuela, los temas se van sucediendo precedidos por subtítulos reveladores y originales sobre una gama diversa de aspectos de la realidad mundial que desatan en el ensayista una serie de reflexiones críticas para abrir los adormilados ojos de un público acostumbrado a las imágenes oficiales que nos pinta el sistema imperante, y para despertar las mentes de masas enteras de individuos extasiados por el fuego de artificio de la propaganda oficiosa.
Como el libro es extenso y sustancioso, voy a expurgar algunos pasajes ejemplares del mismo que reflejan las ideas centrales y el pensamiento contracultural de este escritor que ya se había hecho famoso a raíz de un libro capital de la literatura latinoamericana: Las venas abiertas de América Latina, obra que en los años que tiene de publicado ha producido más de un escozor en las almas biempensantes de ciertos sectores de la intelectualidad latinoamericana ligada a los rabos del poder establecido.
En plena cúspide de la sociedad de consumo que idolatra la máquina, que se rinde en pleitesía ante los portentos de la era industrial en su fase superior, y que tiene como símbolo de ese fervor al automóvil, Galeano dice: “Como tantos otros símbolos de la sociedad de consumo, el automóvil está en manos de una minoría, que convierte sus costumbres en verdades universales y nos obliga a creer que el motor es la única prolongación posible del cuerpo humano”. Convendría hacer un elogio moderno del peatón, una oda vindicativa del hombre de a pie, de ese ser que resiste con la firmeza de sus miembros imbatibles la arrolladora invasión de ese intruso suntuoso de la vida humana, tan letal muchas veces como un arma contemporánea.
En ese mismo tono el escritor recuerda el papel de las fuerzas armadas y su tecnología sofisticada al servicio de la industria de la muerte: “Las multimillonarias inversiones de las fuerzas armadas en la tecnología de la comunicación han simplificado y acelerado su tarea, y han hecho posible la promoción mundial de sus actos criminales como si fueran contribuciones a la paz del planeta”. Se trata de vendernos la falsa idea de que ellos luchan en beneficio de los sacrosantos valores en los que no creen, de los eminentes principios que cotidianamente ellos pisotean con sus actos. Pensemos sino en un monigote de la política internacional de estos tiempos, que impulsó y avaló la invasión de un país con el sambenito de que lo hacía para proteger a la humanidad, pues dicho país escondía en sus humeantes usinas el arma nuclear.
O pensemos también en esos pobres soldados de los ejércitos imperiales, que piensan que pelean por la libertad, por el mundo libre, por los principios y los valores de Occidente, por la gran nación norteamericana -y eso cuando piensan-, pues estoy casi seguro que los más ni siquiera saben por qué están en el frente. Muchos de ellos provienen de la periferia del mundo desarrollado, reclutados como carne de cañón por estas modernas legiones romanas que pretenden erigirse en gendarmes mundiales de la humanidad. O como dice Galeano, y lo que es peor, “las grandes potencias que gobiernan al mundo ejercen la delincuencia internacional con impunidad y sin remordimientos”.
La televisión como el ágora electrónica de nuestro tiempo es motivo también de sugestivas reflexiones del periodista, pues su presencia en la vida y en la mente de millones de seres humanos ha permeado la cultura moderna en una magnitud inusitada. No se imagina la vida actual, para esa ingente colectividad universal, ajena a los destellos y las soflamas de un invento que ha revolucionado, para bien y para mal, la historia del hombre.
La terrible ambivalencia moral de este mundo patas arriba se grafica en las palabras del obispo brasileño Helder Cámara, citadas por Galeano: “Cuando doy comida a los pobres, me llaman santo. Y cuando pregunto por qué no tienen comida, me llaman comunista”. Pareciera que para los amos del mundo, es suficiente la caridad en tanto comporta un acto neutro y despersonalizado, una forma de ejercer la humillación a la masa de desheredados, y que asumir la crítica de lo contrahecho es un acto subversivo inaceptable.
Por último, dos citas memorables, perlas destacadas en el tapiz valiosísimo de este libro fundamental e imprescindible: “La verdad está en el viaje, no en el puerto. No hay más verdad que la búsqueda de la verdad”; “aunque estamos mal hechos, no estamos terminados; y es la aventura de cambiar y de cambiarnos la que hace que valga la pena este parpadeo en la historia del universo, este fugaz calorcito entre dos hielos, que nosotros somos”. Servidos.
Lima, 24 de octubre de 2010.
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