sábado, 16 de octubre de 2010

Los hombres del subterráneo

El episodio que por su espectacularidad ha acaparado la atención pública mundial en los últimos dos meses, se ha resuelto felizmente con el rescate de 33 mineros atrapados en un socavón de la mina San José en el desierto de Atacama, al norte de Chile. Han sido 69 días de un drama que ha conmovido al mundo entero por lo insólito de la situación y por el despliegue que ha suscitado tanto a nivel de la prensa como a nivel de las autoridades del gobierno.

Pero el hecho tiene varias aristas que nos pueden llevar a reflexiones interesantes sobre la condición humana y a lecciones valiosas con respecto a esta aventura del ser humano por el planeta que llamamos vida. En situaciones límite suelen revelarse los lados más decisivos del comportamiento y la conducta del hombre, aquellos que atañen al fondo común de la especie y que nos identifican como seres dotados de ciertas características afines.

El primer aspecto que se evidencia a cualquier mínimo análisis es el que se refiere a las condiciones de trabajo de estos mineros, esa realidad precaria de tantas empresas del rubro que por consideraciones muchas veces exclusivamente económicas, postergan como cosa secundaria la propia seguridad de los trabajadores, que casi siempre tienen que laborar en las situaciones más riesgosas, entrañando ello un peligro latente para sus vidas.

La fiebre del oro ha lanzado a decenas de empresarios mineros a la búsqueda, en las entrañas de la tierra, de las riquezas que ella esconde, valiéndose para ello de un enjambre de hombres necesitados de empleo, y que en muchas ocasiones tienen que hacerlo aun a sabiendas de que no tienen las más elementales garantías para que su seguridad física sea preservada. Sucede más en nuestros países, en donde los gobiernos de turno son involuntarios cómplices de una realidad a todas luces inaceptable. Es decir, como ha afirmado un minero, esto pudo evitarse.

El otro ángulo de interés es el psicológico. En el prólogo a su libro Aurora, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche declara que ese libro es obra de un hombre subterráneo, “de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz”.

Lo que puede significar a nivel metafórico la tarea del pensador, también lo puede vivir el hombre común y corriente a nivel real y concreto, pues más allá de las lógicas distancias entre ambos, y de las circunstancias buscadas o fortuitas que puedan diferenciarlas, está la experiencia humana que busca explicarse a la luz del entendimiento, sometida a la severa interrogante que se formula el filósofo: “¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea suya y nada más que suya, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia aurora?”.

Sean buscadas o halladas accidentalmente, experiencias como esta nos permiten efectivamente el acceso a verdades refundidas en lo más recóndito de una realidad hecha de rutinas, lugares comunes y de cierta grisura rampante. No es de extrañar por eso que en las declaraciones de aquellos mineros emergidos a la superficie, el común denominador sea que a raíz de este suceso sus vidas hayan operado un cambio radical en muchos sentidos. Por lo pronto, todos ellos, o casi, han experimentado una conversión espiritual de tal magnitud que los ha llevado a acercarse más a la religión. Era una consecuencia natural, pues ante el enigma de lo incomprensible y sometidos a una prueba de hierro, el ser humano tiende a buscar amparo en otro enigma, en el misterio de un padre protector, mejor si tiene el halo divino, que todo lo puede, que todo lo sabe.

Termina diciendo el filósofo: “Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis que es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio”. Nuestros mineros no buscaban allá en las profundidades nada abstracto ni espiritual, pero ahora, vueltos a la normalidad, después de esa soledad compartida de 69 días, ya no pueden callar su inmersión en los abismos personales de la angustia y en ese infierno devastador de la desesperación que los habrá dominado permanentemente.

Luego del periodo traumático por el que tendrán que pasar necesariamente, vendrá una etapa de procesamiento de lo ocurrido, asumiendo cada quien lo que le corresponde después de esta insólita experiencia. Las heridas psíquicas quedarán, pero irán cicatrizando lentamente. El dolor de lo sufrido, al final, les dejará una enseñanza imborrable y sin duda valiosa.

Lima, 16 de octubre de 2010.

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