Cuando menos lo imaginábamos, cuando ya casi habíamos perdido la esperanza, la Academia sueca nos sorprende gratamente concediendo el Premio Nobel de Literatura 2010 a nuestro insigne escritor Mario Vargas Llosa.
Si bien figuraba entre los candidatos de cada año para la obtención del codiciado galardón, sus posibilidades se hacían más lejanas cada vez que un desconocido se hacía acreedor al premio, y, sobre todo, cada vez que escuchábamos las razones o sinrazones por las que los académicos suecos habrían vetado para siempre –como lo hicieron con Borges, por ejemplo-, el reconocimiento oficial a la copiosa y valiosa obra del novelista peruano.
Pero he aquí que, la primera noticia que escucho -a través de la Radio Neederlands, que acostumbro sintonizar al inicio del día- este jueves 7 de octubre por la mañana, recién levantado y aseándome para acudir a las diarias labores, es el anuncio de la concesión a nuestro afamado compatriota del premio más importante del mundo de las letras.
Tengo la imagen -o el recuerdo de la imagen- de la primera vez que escuché el nombre de Vargas Llosa. Era 1978, yo cursaba el segundo año de la secundaria y la profesora de literatura nos entregó una lista de autores y libros que deberíamos leer como parte de la carga académica de ese año. El primer autor elegido fue Edgardo Rivera Martínez, cuyo libro Azurita sería el primer bocado de mi incipiente voracidad literaria. Pero quedó flotando en mi mente, el sonido de un nombre que ya venía nimbado de cierta resonancia nacional. Yo ignoraba entonces que ya Vargas Llosa había protagonizado el famoso boom de los años sesenta y que su figura ya poseía relieves continentales.
Me acompañó el sonido de ese nombre durante todo ese año, asociado al título de la primera novela que de él oí mencionar: La ciudad y los perros, así como al de sus primeros libros de relatos, Los cachorros y Los jefes, que en la conocida edición de Peisa venían en un solo volumen. Por cierto, éste fue otro de los libros elegidos para su lectura durante ese año escolar.
En los años siguientes, su nombre se disipó entre el maremágnum de otras obligaciones académicas y de una multitud de autores que fueron incorporándose al ámbito creciente de mis intereses intelectuales.
Pero fueron los años universitarios los que me permitieron conocer, como es debido, la mayor parte de la ya ingente producción del ilustre arequipeño. Fue así como se agregaron a mi disfrute estético, libros como La casa verde, Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, Pantaleón y las visitadoras y, obviamente, La ciudad y los perros.
Posteriormente, me fue dado acceder a su faceta de ensayista, tan importante como la de novelista, y que Vargas Llosa encara con parejo rigor. Fue así que libros como La verdad de las mentiras, El lenguaje de la pasión, La utopía arcaica, La tentación de lo imposible, Viaje a la ficción, La orgía perpetua, el Diccionario del amante de América Latina y su libro de memorias El pez en el agua, se convirtieron en el deleite de sucesivos encuentros con el pensamiento y con las ideas que en materia política, artística y literaria posee el laureado escritor.
Últimamente he tratado de saldar algunas deudas de lecturas que los años dejaron pasar, como La tía Julia y el escribidor, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, El hablador, El paraíso en la otra esquina y La fiesta del chivo. Todos ellos leídos con la intensidad y la pasión que contagian las historias y el lenguaje, pues en Vargas Llosa tan importante como lo que se cuenta es la manera cómo se lo cuenta, asunto en el que ha hecho algunos aportes formales que bien vale la pena destacar.
Ha recibido todos los premios más importantes que un escritor puede recibir, entre ellos el Premio Cervantes -el mayor de la lengua española-, el Premio Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos, el Premio Jerusalén, etc. Y ahora, el que se considera el máximo laurel del planeta: el Premio Nobel.
Es el primer peruano en obtener un premio de esta magnitud, y aun cuando podemos discrepar de sus ideas políticas -como muchas veces yo lo he hecho en este medio-, la calidad de su obra está fuera de toda duda. Su vocación temprana por el teatro, y sus esporádicas incursiones en el género, completan el cuadro de su actividad literaria. Además está el Vargas Llosa periodista, el fogoso columnista de opinión que desde las trincheras más diversas de la prensa mundial defiende ardorosamente sus puntos de vista sobre temas políticos de actualidad internacional, así como nos entrega cada tanto exquisitas crónicas de autores clásicos y no tan clásicos que su paladar de lector inveterado nos invita a degustar.
No debemos olvidar tampoco su activismo político, su fervorosa militancia en favor de causas libertarias y que estuvieron a punto de colocarlo en la primera magistratura de la nación. La fundación del Movimiento Libertad, su participación en cuanto suceso político que comprometiera la vigencia de las libertades, lo pusieron en el candelero de las discusiones en numerosas ocasiones, tanto en el Perú como en América Latina y en el mundo.
Es por ello pues, por méritos propios que están más allá de toda discusión, que se le reconoce ahora con el último premio de trascendencia que le faltaba en su vasta carrera literaria: el Premio Nobel de Literatura, merced a una obra que traza, como reza la declaración oficial, una cartografía de las estructuras del poder y una descripción de la condición del individuo frente a las amenazas que se ciernen sobre él en un mundo tan complejo como el que nos ha tocado vivir.
Después de veinte años, cuando en 1990 ganó el gran Octavio Paz, América Latina vuelve a ser reconocida y valorada, gracias a la disciplinada y ferviente labor de este peruano que nos enorgullece y nos representa como ninguno. ¡Gaudeamus!
Lima, 7 de octubre de 2010.
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