sábado, 2 de octubre de 2010

Gustave Flaubert: el mandarín anarquista

Uno de los mayores ensayos que se haya publicado sobre el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880), es aquel que por el año de 1975 escribiera el novelista peruano Mario Vargas Llosa, con el título de La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary. A la par que sondea la intensa biografía del novelista que más admira, escruta los entresijos de su más emblemática novela, aquella que según el autor –coincidiendo en este juicio con el de muchos otros entendidos-, es la fundadora de la novela moderna.

El libro se articula en torno a una reflexión central sobre el porqué de la escritura de ficciones, logrando desentrañar, desde su perspectiva, ese misterio que ha dado que pensar a generaciones enteras de críticos y estudiosos de la literatura, así como a los teóricos del arte en general. Comenzando por el principio, Vargas Llosa sitúa el origen de la vocación literaria en las “decepciones radicales de la vida, experiencias que, al enemistarlo con la realidad, le despertaron esa vocación de crear realidades imaginarias”. Es el inicio de su posteriormente famosa tesis de los demonios interiores, fuerzas inconscientes y oscuras que desatan todo el proceso creativo al tratar de ser exorcizadas por el artista.

Hay una cita medular en relación a cómo brotan las historias: “Una novela no resulta de un tema sustraído de la vida, sino, siempre, de un conglomerado de experiencias, importantes, secundarias e ínfimas, que, ocurridas en distintas épocas y circunstancias, empozadas al fondo del subconsciente o frescas en la memoria, algunas personalmente vividas, otras simplemente oídas, otras más bien leídas, van de manera paulatina confluyendo hacia la imaginación del escritor, la que, como una poderosa mezcladora, las deshará y rehará en una sustancia nueva a la que las palabras y el orden dan otra existencia. De las ruinas y disolución de la realidad real surgirá entonces algo muy distinto, una respuesta y no una copia: la realidad ficticia”.

Luego, en lo que puede llamarse una operación esquizofrénica del creador, Vargas Llosa puntualiza el fenómeno del desdoblamiento del escritor, demostrando que “en el escritor hay un desdoblamiento constante, que en él coexisten dos hombres: el que vive y el que mira al otro vivir, el que padece y el que observa ese padecimiento para usarlo”. El escritor como un pequeño demiurgo que canibaliza su propio derrotero vital, tomando distancia de lo que experimenta para transmutarlo en materia de su creación.

En el caso de Flaubert, Vargas Llosa ve confirmadas sus ideas sobre el arte de la novela, o es dicho caso el que lo lleva a formular su teoría. “Flaubert… repitió toda su vida que escribía para vengarse de la realidad”, es una afirmación que ratifica el motor de la creación artística a partir de ese radical entredicho entre el hombre y el mundo, entre el artista y el medio que lo rodea. La única manera que tiene el escritor de resarcirse de una realidad que siempre le será adversa, será a través de la escritura de obras de ficción, pues inventando un mundo a su imagen y semejanza, se habrá erigido en un pequeño dios que gobierna omnisciente su creación.

En cuanto a su labor de autor de obras de ficción que fue Flaubert, Vargas Llosa reconoce el desmesurado e ímprobo esfuerzo del novelista francés para ganarse la posteridad a fuerza de empuje y tenacidad, pues “su genio está hecho de paciencia, su talento es obra sólo del trabajo”. Ya lo había dicho un autor clásico cuando afirmaba que el genio es uno por ciento de inspiración y noventa y nueve por ciento de transpiración.

Enseguida se interna en los laberintos argumentales de Madame Bovary, la novela materia del conjuro entre el autor de La educación sentimental, Salambó, La tentación de San Antonio y otras obras maestras, y el escritor peruano que nunca escatimó su admiración y su devoción literaria por quien es probablemente su novelista ante el altísimo. Simultáneamente, zanja el enigma de la creación novelesca a partir de un ingrediente que está completamente en manos del escritor, pues “es el elemento añadido, el reordenamiento de lo real, lo que da autonomía a un mundo novelesco y le permite competir críticamente con el mundo real”.

El primer problema al que se enfrenta un novelista es la elección del narrador, pues “el narrador es siempre alguien distinto del autor, una creación más de éste, al igual que los personajes, y, sin duda, el más importante, aun en los casos en que se trata de un relator invisible, porque todos los otros dependen de este personaje secreto”. En este sentido, Vargas Llosa destaca lo que él no duda en llamar “el gran aporte técnico de Flaubert”, que “consiste en acercar tanto el narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente”.

Por último, pone en primer plano otro de los logros estilísticos del novelista francés, la máxima exigencia a la que avocó todo su talento, que es “dar a la prosa narrativa la categoría artística que hasta entonces sólo ha alcanzado la poesía”, elevando a la novela de su modesta condición de género plebeyo, para conquistar el sitial de que hoy goza en el mundo literario, conseguido sobre todo con el advenimiento de grandes cultivadores del mismo a lo largo del siglo XX.

Justo tributo a uno de los grandes de la literatura, a quien ejerció en su tiempo una irradiación soberana merced a sus innegables dotes creativas, un verdadero mandarín literario; así como a su libérrima manera de concebir el arte y la vida, haciendo de él un perfecto anarquista, un ácrata insobornable a cualquier halago o fascinación del poder.

Lima, 2 de octubre de 2010.

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