El anuncio hecho por el presidente de los Estados Unidos, sobre el retiro gradual de las tropas norteamericanos del país asiático, no es sino el cumplimiento de una de las promesas de la campaña que lo llevó a la Casa Blanca, y que por diversas circunstancias no había podido aún realizarla.
No era fácil, al iniciar su gobierno en enero de 2009, poner en práctica un punto crucial de su plan de gobierno referido a temas internacionales, como tampoco lo eran una serie de asuntos que conciernen a la política interna de la unión. Poderosos intereses, enquistados durante largo tiempo en los entramados del poder, lo impedían; es por ello que también en este caso surgen voces discrepantes sobre la conveniencia del plan dado a conocer por Barak Obama.
Se sabe, por ejemplo, que desde el inicio de la guerra de Afganistán en el año 2001, cuando el movimiento talibán fue despojado del poder, al empuje de la intervención de las fuerzas occidentales encabezadas por los Estados Unidos, la industria militar no ha cesado de crecer y de alimentar artificialmente un conflicto a todas luces insensato y absurdo.
Cuando la empresa fue acometida por la administración del expresidente George Bush, con el claro propósito de escarmentar a quienes habían sido los autores de los atentados del 11 de septiembre, se pensó que bastaba una incursión militar de este tipo, para acabar con el peligro que entrañaba la presencia de las agrupaciones terroristas en las inhóspitas montañas que son su refugio, en la frontera entre Pakistán y Afganistán.
Diez años después, los resultados son más que decepcionantes, pues más allá de la muerte de Osama Bin Laden, perpetrada a comienzos de mayo pasado, el movimiento yihadista internacional sigue operando a sus anchas, ahora bajo el mando del médico egipcio Ayman Al Zawahiri, sucesor de Bin Laden e ideólogo primigenio de Al Qaeda. Lo mismo sucede con el movimiento talibán, cuyo accionar se mantiene en parecidos estándares a los que encontró el ejército invasor cuando su incursión de hace una década.
Los costos de tamaño despropósito son altísimos en todos los términos. Un billón de dólares le cuesta al erario nacional este jueguito de la guerra, amén de los 10 000 millones al mes para mantener a las tropas de ocupación; 1600 norteamericanos muertos y una cantidad incalculable de víctimas civiles y militares, a la par que la destrucción material y moral de una nación al borde mismo del colapso.
Es que los intereses económicos de los mercaderes de la muerte son invencibles, sus jugosas ganancias en la venta de armas no pueden perjudicarse por la sencilla razón de que una secta de locos pacifistas quiera edificar un mundo mejor para todos. Sus objetivos son otros, están al margen de las preocupaciones humanitarias de quienes se imaginan la existencia como una posibilidad de pensar y vivir los valores esenciales del hombre, y no como una mera ambición de lucrar con medios funestos.
Obama ha dicho que de aquí al otoño del 2012, cerca de 33 000 soldados regresarán a casa, y que el programa total del retiro norteamericano está fijado para 2014. Mientras tanto, quedarán en esas lejanas tierras alrededor de 70 000 efectivos, una cantidad todavía significativa de una presencia que ya se parece mucho a la que tuvo el país en Vietnam en el pasado reciente. Una analogía válida, pues así como les sucediera en aquella ocasión, ahora tendrán también que marcharse con tan magros resultados entre las manos. Además, si se tiene en cuenta que al llegar a la Casa Blanca, ya había en la zona un número igual de soldados, y que una de las primeras medidas de su mandato fue decretar el incremento de las tropas en 30 000, prácticamente lo que va hacer de primera intención es volver al statu quo de 2009, para después recién iniciar el verdadero retiro según lo prometido como candidato demócrata.
Otro aspecto dramático de esa presencia indebida de un ejército invasor, es la secuela terrible de auténticos asesinatos cometidos contra la población civil. Se han reportado numerosos casos en que los soldados norteamericanos han equivocado flagrantemente su objetivo, acabando con la vida de una cantidad desconocida de hombres, mujeres y niños absolutamente inocentes; víctimas a las que se califica utilizando un eufemismo -“daños colaterales”- tan criminal como su accionar. Como si las personas importaran menos que sus fines macabros.
Sin haber acabado, pues, con el terror, como pretendía, sin haber logrado neutralizar siquiera a la fuerzas extremistas que buscan su destrucción, el gobierno de Washington experimenta una derrota más frente a una realidad infinitamente más compleja de como la imaginan los hombres -diré más bien los halcones- del Pentágono. Pero lo cierto, igualmente, es que Afganistán, sin la tutela colonial de nadie, debe asumir soberanamente su propio destino, reconstruirse como país, independientemente de los propósitos y las metas de las potencias imperiales, que siempre han buscado inmiscuirse en su camino para satisfacer sus propios intereses y objetivos, que casi nunca coinciden, ni son los mismos, que los que mueven a esa desarticulada y precaria nación.
Lima, 25 de junio de 2011.