sábado, 25 de junio de 2011

Obama y Afganistán

El anuncio hecho por el presidente de los Estados Unidos, sobre el retiro gradual de las tropas norteamericanos del país asiático, no es sino el cumplimiento de una de las promesas de la campaña que lo llevó a la Casa Blanca, y que por diversas circunstancias no había podido aún realizarla.


No era fácil, al iniciar su gobierno en enero de 2009, poner en práctica un punto crucial de su plan de gobierno referido a temas internacionales, como tampoco lo eran una serie de asuntos que conciernen a la política interna de la unión. Poderosos intereses, enquistados durante largo tiempo en los entramados del poder, lo impedían; es por ello que también en este caso surgen voces discrepantes sobre la conveniencia del plan dado a conocer por Barak Obama.


Se sabe, por ejemplo, que desde el inicio de la guerra de Afganistán en el año 2001, cuando el movimiento talibán fue despojado del poder, al empuje de la intervención de las fuerzas occidentales encabezadas por los Estados Unidos, la industria militar no ha cesado de crecer y de alimentar artificialmente un conflicto a todas luces insensato y absurdo.


Cuando la empresa fue acometida por la administración del expresidente George Bush, con el claro propósito de escarmentar a quienes habían sido los autores de los atentados del 11 de septiembre, se pensó que bastaba una incursión militar de este tipo, para acabar con el peligro que entrañaba la presencia de las agrupaciones terroristas en las inhóspitas montañas que son su refugio, en la frontera entre Pakistán y Afganistán.


Diez años después, los resultados son más que decepcionantes, pues más allá de la muerte de Osama Bin Laden, perpetrada a comienzos de mayo pasado, el movimiento yihadista internacional sigue operando a sus anchas, ahora bajo el mando del médico egipcio Ayman Al Zawahiri, sucesor de Bin Laden e ideólogo primigenio de Al Qaeda. Lo mismo sucede con el movimiento talibán, cuyo accionar se mantiene en parecidos estándares a los que encontró el ejército invasor cuando su incursión de hace una década.


Los costos de tamaño despropósito son altísimos en todos los términos. Un billón de dólares le cuesta al erario nacional este jueguito de la guerra, amén de los 10 000 millones al mes para mantener a las tropas de ocupación; 1600 norteamericanos muertos y una cantidad incalculable de víctimas civiles y militares, a la par que la destrucción material y moral de una nación al borde mismo del colapso.


Es que los intereses económicos de los mercaderes de la muerte son invencibles, sus jugosas ganancias en la venta de armas no pueden perjudicarse por la sencilla razón de que una secta de locos pacifistas quiera edificar un mundo mejor para todos. Sus objetivos son otros, están al margen de las preocupaciones humanitarias de quienes se imaginan la existencia como una posibilidad de pensar y vivir los valores esenciales del hombre, y no como una mera ambición de lucrar con medios funestos.


Obama ha dicho que de aquí al otoño del 2012, cerca de 33 000 soldados regresarán a casa, y que el programa total del retiro norteamericano está fijado para 2014. Mientras tanto, quedarán en esas lejanas tierras alrededor de 70 000 efectivos, una cantidad todavía significativa de una presencia que ya se parece mucho a la que tuvo el país en Vietnam en el pasado reciente. Una analogía válida, pues así como les sucediera en aquella ocasión, ahora tendrán también que marcharse con tan magros resultados entre las manos. Además, si se tiene en cuenta que al llegar a la Casa Blanca, ya había en la zona un número igual de soldados, y que una de las primeras medidas de su mandato fue decretar el incremento de las tropas en 30 000, prácticamente lo que va hacer de primera intención es volver al statu quo de 2009, para después recién iniciar el verdadero retiro según lo prometido como candidato demócrata.


Otro aspecto dramático de esa presencia indebida de un ejército invasor, es la secuela terrible de auténticos asesinatos cometidos contra la población civil. Se han reportado numerosos casos en que los soldados norteamericanos han equivocado flagrantemente su objetivo, acabando con la vida de una cantidad desconocida de hombres, mujeres y niños absolutamente inocentes; víctimas a las que se califica utilizando un eufemismo -“daños colaterales”- tan criminal como su accionar. Como si las personas importaran menos que sus fines macabros.


Sin haber acabado, pues, con el terror, como pretendía, sin haber logrado neutralizar siquiera a la fuerzas extremistas que buscan su destrucción, el gobierno de Washington experimenta una derrota más frente a una realidad infinitamente más compleja de como la imaginan los hombres -diré más bien los halcones- del Pentágono. Pero lo cierto, igualmente, es que Afganistán, sin la tutela colonial de nadie, debe asumir soberanamente su propio destino, reconstruirse como país, independientemente de los propósitos y las metas de las potencias imperiales, que siempre han buscado inmiscuirse en su camino para satisfacer sus propios intereses y objetivos, que casi nunca coinciden, ni son los mismos, que los que mueven a esa desarticulada y precaria nación.



Lima, 25 de junio de 2011.

viernes, 17 de junio de 2011

Jorge Semprún

El fallecimiento del escritor y político franco-español Jorge Semprún, hace unos días atrás en París, ha servido para recordar la intensa trayectoria vital de una figura axial en el devenir histórico del siglo XX. Nacido en Madrid, pero afincado casi toda su vida en la ciudad Luz, adonde llegó tras el triunfo del franquismo en España en 1939, Semprún es un caso atípico en el mundo de la cultura contemporánea.


Le tocó vivir, a temprana edad, dos hechos que prefigurarían el rumbo posterior de sus pasos durante la segunda guerra mundial: la muerte de su madre cuando él era apenas un niño y el comienzo de la guerra civil en su país. El primero, sin duda, lo marcaría de una forma personal, que sólo él ha sabido sobrellevar a través de los años en esa peripecia espeluznante que el azar se encargó de asignarle. El segundo significó su pronta incursión en el mundo de la lucha política de la manera más encarnizada.


Su incipiente militancia en el lado republicano, aun cuando fuera de modo larval, le señaló el obligado camino del exilio. Se trasladaría con su padre -un importante funcionario diplomático del gobierno español- y sus hermanos a Francia, país que a su vez se aprestaba a vivir uno de los capítulos más negros de su historia. Así como en España se identificaría con la resistencia antifranquista, en Francia el reloj de la historia le marcaría la hora de la resistencia antinazi, despertando, muy joven aún, a la conciencia de los totalitarismos y los extremismos ideológicos que tanto daño implicaron para la humanidad en el siglo pasado.


Pero el destino le tendría reservado un capítulo especial, una verdadera prueba de fuego, a este “rojo español” -como le gustaba calificarse-, conduciéndolo, cual diligente Virgilio, a una de las experiencias límite más inauditas que ser humano pueda haber vivido: el descenso, por los dantescos círculos infernales de la barbarie nazi, al campo de concentración de Buchenwald; fidedigno asiento del hades en la tierra, tanto como lo fueron Auchswitz, Treblinka, y tantos otros nombres pavorosos que son el perfecto sinónimo de todo el horror desatado en Europa, a mediados del siglo XX, por un incurable psicópata como Hitler.


Tenía apenas veinte años cuando fue capturado por las tropas alemanas y enviado a ese reducto bestial de la demencia nazi, iniciando así una travesía horrísona que dejaría su impronta de fuego y ceniza, en el alma y la memoria de este joven naturalizado francés que arrastraría para siempre el estigma indeleble de haber padecido en carne propia lo que millones de seres humanos, especialmente judíos, padecieron en el llamado holocausto.


Cerca de dos años vivió en medio del horror, del cual recuerda sobre todo -según él mismo ha declarado- un olor que no se parece a ningún otro, pero que no todos están acostumbrados a sentir: el olor de la carne quemada. Ese olor lo ha acompañado toda su vida como un sello imborrable de su paso por ese infierno. Y cuando fue liberado por las tropas aliadas en 1945, junto con miles de cautivos, de los trabajos forzados que realizaban para sus verdugos, la memoria trae a su mente la imagen y el nombre de esos dos soldados que lo ayudaron en sus primeros pasos hacia la libertad. Curiosidad histórica: aquellos combatientes eran ambos judíos germanos pertenecientes al ejército de los Estados Unidos. Todo un simbolismo.


Su militancia comunista también le acarreó no pocos entredichos con la ortodoxia dominante. Esa fue la razón de su expulsión del Partido Comunista Español de Santiago Carrillo, con quien protagonizó una polémica muy esclarecedora, pues Semprún ya abominaba de todo aquello que tuviera un cierto atisbo de autoritarismo, de sectarismo obtuso y cerril; y así como antes se erigió en acérrimo enemigo del franquismo en su patria natal, ahora era el stalinismo el blanco predilecto de su posición crítica en medio de una época nublada por los extremismos más intransigentes.


De todo este maremágnum existencial surge una obra ejemplar y valiosa en muchos sentidos, especialmente el literario, el político y el ético; una obra escrita en su mayor parte en francés, que tiene en El largo viaje (1963) y en La escritura o la vida (1994), quizás los títulos más significativos. Pero no debemos olvidar también al Semprún guionista, aquellos textos que sirvieron para que cineastas de la talla de Costa-Gavras o de Alain Resnais, fraguaran unos filmes inolvidables en la segunda mitad del siglo que se fue.


Por último, su papel como ministro de Cultura en el gobierno del socialista Felipe González en España, estuvo envuelto por un espeso velo de odios gratuitos y resentimientos estériles. Como siempre, el espíritu provinciano de muchos que le achacaron que no viviera en España, que fuera francés o que simplemente fuera comunista, tuvo su cuota de participación. Pero más allá de esas pequeñas miserias, Federico Sánchez -el disfraz onomástico que siempre utilizó Jorge Semprún- quedará como la figura ejemplar del intelectual y el político que no sólo fue testigo de su tiempo, sino protagonista central. Un tiempo que él encarnó mejor que ninguno con la pasión y el fervor de su entrega.



Lima, 17 de junio de 2011.


sábado, 11 de junio de 2011

Alivio y esperanza

Luego del triunfo neto del candidato nacionalista Ollanta Humala en las elecciones del pasado 5 de junio y, por consiguiente, de la derrota convincente de la candidata del fujimorismo, así como de los gestos, actitudes y declaraciones del presidente electo, son dos los sentimientos que resumen mejor que ninguno la reacción de millones ante lo sucedido en nuestro país: alivio y esperanza.


El haber impedido por la vía democrática, con la fuerza moral de las urnas y la decisión consciente de millones de peruanos, el retorno de un grupo político con serios antecedentes antidemocráticos y con muchos de sus miembros en las cárceles o siendo buscados por la justicia, constituye por sí mismo un gran triunfo de los valores inmanentes del ser humano y de toda sociedad civilizada.


Si el solo hecho de haber pretendido regresar al poder, después de las tropelías y atrocidades perpetradas en el régimen del señor Alberto Fujimori y de su estrechísimo aliado Vladimiro Montesinos, era ya una osadía descabellada y una insolencia descomunal, el rechazo que ha expresado una mayoría de peruanos a tamaña desvergüenza no nos puede dejar sino reconfortados con ese fondo de reserva ética que ha obrado de manera contundente en la conducta de nuestros compatriotas.


Alivio porque no podía caber en nuestra cabeza la sola idea de que la hija de un expresidente condenado por delitos de corrupción y de violación de derechos humanos, la heredera moral y política de un gobierno nefasto y repudiable, se erigiera, en pocos años de transcurridos dichos crímenes y fechorías, en la presidenta de la República, como si nada hubiera pasado y pasando por encima de la memoria de miles de peruanos que sufrieron en carne propia las villanías de ese régimen, y de millones de ciudadanos que observamos con asco, indignación e impotencia cómo avasallaban la democracia con su prepotencia autoritaria y su indecencia bestial.


Mas luego de anunciarse los primeros resultados de la contienda, y de verse confirmados después conforme pasaban las horas, la calma y la serenidad aquietaron nuevamente el espíritu de quienes batallamos todos estos meses con las solas armas de la memoria, la ética, la razón y el más estricto sentido de justicia. Era el merecido premio para tantas horas y días de ansiedad y preocupación, de aguardar, premunidos de una secreta esperanza platónica, el veredicto del pueblo, que con su honda sabiduría nos ha evitado la vergüenza universal de la legitimación de una de las dictaduras más horrendas y putrefactas de nuestra historia.


Contra la horda de carroñeros de la prensa hipotecada a intereses subalternos, triunfó limpiamente la decencia y la honestidad, encarnadas en este joven líder de nombre inca y raíces andinas, lo cual compromete aún más su mensaje de inclusión social y de lucha contra la pobreza en la que viven por lo menos diez millones de peruanos. No puede subsistir más la cruel paradoja de un país que, según las cifras macroeconómicas, es el que más crece en la región, mientras un importante sector de su población malvive en condiciones de estrechez, abandono y olvido secular.


Y esperanza, pues lo que ahora se nos abre para todos los peruanos es la posibilidad, históricamente tan postergada, de que un gobierno auténticamente popular administre las riendas del Estado en provecho de esas inmensas mayorías que jamás sintieron que eran tomadas siquiera en cuenta, que nunca se beneficiaron ni gozaron de lo que una privilegiada minoría usufructuó durante cerca de doscientos años, si solamente nos referimos al periodo republicano de nuestra historia.


Ese porvenir, entrevisto con las ansias de lo desconocido pero con la firmeza de la fe, no puede ser desaprovechado ahora que legítimamente se ha alcanzado el derecho y el deber de ejercerlo en nombre del pueblo, con el pueblo y para el pueblo, según la vieja y sabia sentencia del gran Abraham Lincoln.


Mientras Europa se derechiza, América Latina avanza en la senda del progresismo, de la mano de gobiernos de izquierda a los que se suma ahora el de Ollanta Humala a partir del 28 de julio. El rumbo que tome, signado por una política de integración con los hermanos latinoamericanos, debe significar además asumir un rol protagónico en el desarrollo de una posición independiente frente a los grandes centros de poder, privilegiando los lazos fraternos que nos vinculan a quienes comparten con nosotros esta travesía histórica.



Lima 11 de junio de 2011.


sábado, 4 de junio de 2011

Críticos cítricos

La labor de la crítica es, indudablemente, fundamental en todos los niveles de la creación, sea esta artística, científica o humanística; pero ello trae aparejado también una carga de responsabilidades que el que la ejerce debe asumir con la seriedad y el sentido de la ética que conlleva -o debe conllevar- toda actividad humana.
Este es el tema de una obra de teatro escrita por Mario Vargas Llosa y publicada en 1996, que lleva por título Ojos bonitos, cuadros feos, y que aborda de forma ágil y con una buena dosis de tensión contenida, la historia de una joven pintora que acaba en el suicidio al no poder tolerar la frustración de verse descalificada para la pintura por el hombre que más admira: el crítico y profesor de arte Eduardo Zanelli, reputado columnista de un prestigioso diario de la ciudad, cuyas enteradas opiniones y agudas observaciones sobre el panorama artístico del medio son tomados como verdaderos apotegmas por muchos aficionados al arte y por una legión de lectores.
Zanelli es un crítico que en sus artículos periodísticos puede elevar y consagrar una obra artística y, por lo tanto, encumbrar a su autor; como sepultar para siempre vocaciones incipientes de expositores optimistas e ingenuos. Es lo que el gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante llamaría -con ese especial talento para los juegos paronomásticos- un “crítico cítrico”, un ser dotado para el punzante dardo que hiere de muerte -en el caso de Alicia Zúñiga la expresión llega a ser literal- a la infeliz víctima.
Es aquí donde aparece Rubén Zevallos, teniente de la Marina, el vengador, el hombre que pretenderá hacer justicia con sus propias manos a la novia reticente y enajenada que un día desapareció de su vida dejándole una dolorosa y dolorida carta de despedida. Decide entonces buscar a quien, está seguro, es el directo culpable de la muerte de la mujer que amó y, probablemente, todavía ama. Conoce el lugar donde podría hallarlo y no se equivoca; acude a un vernissage, de los pocos o muchos que acontecen en la ciudad, y que es la ocasión propicia para encontrarse con toda aquella gente ligada al mundillo del arte: artistas, críticos, curadores, coleccionistas y los infaltables esnobs.
Lo aguarda entre los asistentes y le tiende la trampa infalible: un gesto, un simple mohín que es el santo y seña del envite al encuentro que él sabe deseable para el profesor. No ignora los gustos e inclinaciones del susodicho por el amor uranista; finge interesarse por un lance nocturno, una aventura furtiva y fugaz que hará las delicias del veterano crítico. Éste cede y cae limpiamente en la celada, se acerca, intercambian impresiones y luego lo invita a su departamento. Salen discretamente de la galería y se encaminan al escenario de los hechos centrales del drama.
En el diálogo que sostienen en los prolegómenos, se alterna la conversación entre Rubén y Alicia en clave de recuerdo, como un telón de fondo que tiende la memoria para echar luces, desde el pasado reciente, a un presente a punto de precipitarse en un desenlace truculento. Paralelamente a los hechos, aquella trae al instante real los pormenores de una relación tortuosa e interrumpida, que desencadena la voluntad homicida del joven militar, que ve en el hombre de arte al odiado verdugo de su compañera.
Pero en el momento que Eduardo cree que ha llegado la hora de su dicha, salta la liebre: Rubén le espeta a bocajarro el verdadero motivo de su presencia en el departamento. Luego de un diálogo crispado, irisado de ironías y frases ambiguas, donde ambos descubren facetas ocultas de su personalidad, éste le revela su real intención: vengar la muerte de Alicia. Ha ido preparado para ello, sin dejarle a Zanelli el menor resquicio de escapatoria. Es la escena de máxima tensión de la trama; ante el intento de defensa que esgrime el crítico, el teniente lo encañona con un revólver sin silenciador. En medio de libros, cuadros, discos, un cartel de una exposición de Mondrián y la música de Mahler, se está a punto de asistir a un asesinato, al crimen o al ajusticiamiento de una persona que, muerta de miedo, implora clemencia a su atacante.
Pero el fin no puede ser administrado de modo tan expeditivo, que le ahorre al condenado el suplicio que debe ser acorde a su culpa, así como al tamaño del dolor y daño inferidos. Es por eso que Rubén lo mantiene en vilo, retrasando la ejecución mientras el otro se desvive en promesas de cambio, de expiación y de regeneración a cambio de su vida. Rubén dispara, pero el tiro no se produce; es el modo de castigo que ha ideado para ese ser al que desprecia por sobre todo. Entonces Eduardo, que había esperado ese momento lleno de pavor, se recompone lentamente mientras el joven teniente se despide no sin antes exhortarle a que nunca más proceda así con los jóvenes artistas. Le dice al salir: “Si por casualidad nos encontramos, no me saludes.”
Es el final de una magnífica pieza teatral que rompe los moldes formales del género, pero que la refresca de la mejor manera para entregarnos una obra de arte de gran calidad.

Lima, 4 de junio de 2011.