sábado, 27 de agosto de 2011

Dos señores conversan

Después de veinticinco años -por lo menos-, he releído Conversación en La Catedral, esa novela emblemática de Mario Vargas Llosa que, según propia confesión, sería la que él salvaría del fuego. Su estructura compleja y vanguardista ya no ha sido, esta vez, un obstáculo, sino un ingrediente altamente enriquecedor y gratificante para un lector avezado y curtido por los años.


El diálogo que entablan, del principio al fin de la historia, Santiago y Ambrosio, agazapados en una fondita de mala muerte que lleva el ostentoso nombre de La Catedral, sirve de hilo conductor de este fascinante recorrido por los recovecos políticos y los laberintos sociales de la dictadura del General Odría, quien gobernó el Perú entre los años 1948 y 1956, régimen conocido como el Ochenio y que sirve de verdadero tapiz de fondo y escenario histórico de la ficción.


Cuando Zavalita, el protagonista central de la novela, reconoce, muchos años después de los hechos, en el galpón de la perrera municipal de Lima, a quien había sido el chofer de su papá, se abren los diversos discursos narrativos que van a hilvanar la trama de la ficción en sucesivas y simultáneas aproximaciones, a través de los recuerdos que ambos traen a la realidad escarbando los rincones más oscuros de su memoria, para entregarnos un fresco individual y colectivo, personal y público, privado e histórico de los entresijos que hicieron de esa época una de las más decisivas del Perú contemporáneo.


Más allá de la sorprendente revolución de las formas que significó la irrupción de esa novela en el contexto de la literatura latinoamericana -de lo que los críticos han llamado el boom literario-, y de la consagración definitiva del escritor peruano, que con esa obra alcanzaba la cima de su poder creativo, es interesante anotar las implicancias políticas y sociales, culturales e históricas, de una obra que sondea la atmósfera y el alma de un periodo de nuestra historia, recreando con las magistrales armas del novelista el clima humano total de un fragmento clave del devenir del siglo XX en un país latinoamericano.


El régimen de Odría es escrutado a través de sus personajes más característicos, desde los generales que conforman el tinglado del poder, hasta el siniestro asesor de inteligencia -el temible Esparza Zañartu de la realidad, transmutado en el Cayo Bermúdez de la ficción-, pasando por los peones civiles y militares, los cortesanos y lacayos de una típica dictadura tercermundista.


El ambiente opresivo y tenso de un país bajo el oprobio de un gobierno militar, el clima de persecución y vendetta política, de zozobra permanente en la que vivían numerosas familias que sufrían en carne propia los embates policíacos del régimen; los seres comunes y corrientes que padecían día a día la atmósfera enrarecida de una sociedad que había caído en las tinieblas de la tiranía; los personajes ligados de alguna manera al entramado dictatorial viviendo a salto de mata los zarpazos de la intriga y la delación.


La famosa pregunta del periodista Santiago Zavala, aquella que actúa como el leit motiv de toda la novela -¿en qué momento se jodió el Perú?- aparece ya en las primeras páginas del libro, conduciendo al lector a una aventura de indagación sociológica y psicológica sobre las causas y las razones de la debacle nacional, en orden de construir un proyecto de país que materialice los viejos sueños de los fundadores de la república.


Las peripecias existenciales de los personajes son descritas utilizando las más modernas técnicas novelísticas, dotando a la obra de una estructura compleja y compacta como una sólida arquitectura narrativa de gran calado verbal. Discurren por sus páginas periodistas, políticos, militares, personas de condición modesta y mujeres de la vida nocturna limeña. Vidas que se trenzan, se cruzan y descruzan en un mundo que el creador ha buscado totalizar, presentando la superficie de los vaivenes políticos y su subsuelo mafioso, así como los menudos y cotidianos ajetreos de seres anónimos y grises consumidos por la atmósfera anodina que preside la novela.


Luego de esa larga charla, donde los protagonistas han desnudado y desvelado los acontecimientos y sucesos que han fatigado sus vidas, tenemos la impresión de asistir a aquello que Balzac calificó como privativo de la novela, es decir, contar la historia privada de las naciones. El resultado es soberbio, una novela espléndida que bien puede situarse en el canon de la novela latinoamericana, como lo ha reconocido Carlos Fuentes en su flamante libro sobre el tema.



Lima, 27 de agosto de 2011.


sábado, 20 de agosto de 2011

Indignados

Una ola de revueltas y disturbios sacude algunas de las ciudades más importantes de diversos países del planeta, desde el Oriente Medio hasta América Latina, pasando por la vieja Europa, donde ha nacido a comienzos de año un malestar que gradualmente se ha ido expresando en las plazas y en las calles, y cuyo protagonismo lo ha tenido una masa de jóvenes que ha salido a manifestar su rechazo y su repudio a quienes desde el poder encarnan los mayúsculos desaciertos en la conducción del gobierno de sus pueblos.


Desde que en los primeros meses de este año, miles de jóvenes españoles se concentraron en la Puerta del Sol de Madrid, exigiendo al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero medidas concretas para frenar la crisis que hacía tambalear la economía de la península, y cuyas consecuencias ya se empezaban a sentir en los niveles de vida de la población, hasta la multitudinaria marcha de hace unos días en las calles de Santiago de Chile, donde decenas de miles de estudiantes, profesores y padres de familia volvieron a reclamar al gobierno de Sebastián Piñera por la gratuidad y la calidad de la enseñanza, una serie de otras movilizaciones han sobresaltado el llamado mundo civilizado de Occidente y sus arrabales.


Han sido bautizados por la prensa como los “indignados”, como si esa palabra contuviera muchos de los otros síntomas del generalizado desasosiego que experimentan los pueblos ante el embate de una crisis que recorre el espinazo de un sistema de cosas que ya no da para más. Los motivos pueden diferir según la coyuntura específica de cada país, las razones se bifurcan en múltiples causas que llegan a eclosionar en violentos enfrentamientos contra las fuerzas del orden, señal de una cólera social largamente gestada en el vientre de las sociedades de consumo.


Han sido, sin embargo, los países árabes los que han llevado esta indignación hasta límites inéditos, derribando anquilosadas dictaduras y resistiendo durante meses a los sátrapas enquistados en el poder, confrontación que hasta hoy mantiene a sirios y libios en pie de lucha. Eran motivaciones distintas, desde luego, a las de los jóvenes españoles, chilenos y griegos, mas en todos ellos latía esa misma rabia por acabar con una situación insostenible.


Indignación que también ha estallado en el Reino Unido, a causa de un incidente confuso en que ha terminado muerto un joven de origen africano en el populoso barrio de Tottenham, al norte de Londres. La policía ha explicado que se trataba de un simple delincuente que al intentar fugar ha disparado a un miembro de las fuerzas del orden, y que en esas circunstancias, fortuitas y accidentales, había fallecido. Los pobladores dicen que los efectivos habrían ultimado en el suelo al joven una vez capturado. Las protestas que se iniciaron frente al local de la comisaría se han extendido luego por la ciudad, ocasionando destrozos en la propiedad pública y privada: carros incendiados, tiendas apedreadas y edificios en llamas. Luego ha crecido hacia otros barrios londinenses; se ha extendido a otras ciudades del Reino como Birminghan, Liverpool y Manchester, haciendo que el propio Primer Ministro se haga cargo de la situación.


Hasta en el invulnerable Israel, engreído del sistema capitalista mundial dominante, los jóvenes han salido a gritar su desconcierto y malestar por la errada conducción política en la que tercamente perseveran los sectores conservadores aupados al poder, y en la que se mezclan de pasada críticas referidas al modo en que se enfrenta el asunto de Palestina, un conflicto de larga data que tiene entrampado al Medio Oriente en una suerte de callejón sin salida, debido sobre todo a la necedad de las autoridades israelíes para comprender la complejidad de un asunto que entraña aspectos esenciales de justicia y equidad internacionales.


Sin contenidos ideológicos precisos muchos de ellos, sin un programa doctrinal de reivindicaciones en algunos casos, todos estos movimientos -una auténtica rebelión de la masas de los tiempos modernos-, tienen el común denominador de cuestionar implícitamente el modelo reinante en términos políticos y económicos, un modelo que hace agua de una manera dramática desde los mismos centros neurálgicos del poder, que se desploma con estrépito y sin gloria ante la atónita mirada de sus fautores, que todavía no pueden creer que aquello que ellos imaginaban eterno e inexpugnable ha tocado su fin, precipitado por la tozudez y la soberbia de una clase dirigente que no ha sabido estar a la altura de los tiempos. Una era nueva espera a la humanidad tras el desastre de un neoliberalismo que se encamina inexorablemente a su triste final de polvo y ceniza.



Lima, 20 de agosto de 2011.


sábado, 13 de agosto de 2011

Tolstoi: entre la guerra y la paz

Nada más abrir las primeras páginas del libro, ya había caído bajo el hechizo del genio verbal del gran maestro ruso, pues su novela Guerra y Paz, se deja leer con el encanto y la magia de los grandes frescos narrativos que nos ha legado la literatura universal. Esta monumental novela, cuya trama discurre entre los años 1805 y 1825, teniendo como telón de fondo histórico el cruento episodio europeo de las guerras napoleónicas, posee también el atractivo de aquellas tiernas, y trágicas a la vez, historias de amor, llenas de enredos y dificultades, de triunfos y dichas, como la vida misma.


No pretendo reseñar la obra del conde León Tolstoi, cuando sé perfectamente que ese ejercicio ya se ha ensayado innumerables veces, mas sí quisiera expresar mis impresiones de una lectura que muy bien puede figurar en primera línea de las realizadas en este tiempo. Impresión que en muchas ocasiones es simplemente la maravilla ante una frase, el éxtasis rendido ante una descripción o el regodeo mental ante una pincelada conceptual.


Mientras las tropas de Napoleón Bonaparte emprenden una de esas marchas legendarias por tierras del Viejo Continente, en pos de un predominio tan ilusorio como riesgoso, un puñado de familias rusas son asaeteadas por los ramalazos de la inminente invasión de su pueblo, llevadas al límite de la tragedia por el peligro que la presencia de un enemigo concita en sus vidas, en sus estados de ánimo, en su anónima y pedestre cotidianidad.


Los padres, hijos, hermanos y novios son arrastrados por el ventarrón de la guerra hacia el frente de batalla, donde su sacrificio por la defensa de la patria sumirá a sus seres queridos en hondas depresiones de sufrimiento y dolor. Y en medio de la hecatombe, el narrador nos va deslizando precisos apuntes significativos sobre los incidentes menudos de la contienda y su trascendencia humana, como éste: “Existe en el hombre, después de comer, una disposición de ánimo que, más que cualquier otra causa racional, le lleva a estar satisfecho de sí mismo y a ver en cada uno de los que le rodean un amigo.”


Las dos familias más emblemáticas de la novela -los Bolkonski y los Rostov- prestan a la historia los protagonistas y los sucesos más importantes de la misma. Sus peripecias vitales, en medio del fragor de la contienda, así como sus enigmáticas palabras, dotan al discurso narrativo de un matiz singular en cuanto se encuentran reflexiones como ésta: “Si yo fuese una mujer lo haría -dijo él (el príncipe Bolkonski)-. Esa es una virtud de mujeres. El hombre no puede ni debe olvidar y perdonar.” Sin duda una visión lastrada de cierto machismo, muy característica de la sociedad decimonónica.


Otras veces el acierto en la descripción y el pensamiento es indudable, como cuando el narrador nos dice: “el mal de Natasha es tan desconocido como todas las enfermedades de los hombres, ya que cada uno padece su mal individual como una enfermedad nueva y complicada que la medicina desconoce.” Natasha es la muchacha inquieta y vivaz de la novela, hija del conde Rostov y hermana de Nikolai; es quizás el personaje central de Guerra y Paz, la jovencita de conducta ambigua, prometida del príncipe Andrei Bolkonski, que rompe su compromiso al encapricharse con Anatolio Kuraguin, y que deja en suspenso al lector tratando de adivinar quién será el afortunado que finalmente logre instalarse en su veleidoso corazón.


La angustia roedora de la rutina y el absurdo existencial se expresan precisamente en este monólogo de Natasha: “Otro domingo, otra semana -se dijo, recordando que también el domingo anterior había estado en aquel lugar-. Siempre la misma vida sin vida; siempre las mismas condiciones en que tan fácilmente vivía antes. Soy joven y bonita, y sé que ahora soy buena; antes era mala y ahora soy buena, lo sé, pero los mejores años de mi vida se pasan estériles, sin aprovechar a nadie.” La joven siente que los mejores años de su vida se le van esperando algo que no llega, desesperada ante la certeza del transcurso irreversible e inútil del tiempo.


Ante el peligro que entrañaba la presencia de Napoleón en suelo ruso, la nobleza y los comerciantes -dos estamentos influyentes de la sociedad moscovita- decidieron ofrecer sus máximos sacrificios y así se lo expresaron al Emperador Alejandro. Era el postrer tributo que ofrecían quienes temían perderlo todo frente al paso avasallante del corso por territorio de los zares.


La muerte del príncipe Nikolai Andreievich Bolkonski, que deja a su hija, la princesa María, en una desolación atroz, permite a la vez que ella se entusiasme con la llegada a Boguchárovo de Nikolai Rostov, el húsar del ejército ruso que la rescata de los mujiks que la tenían prisionera. Es como si un destello de sol le llegara después de una tormenta imbatible. Son a veces las trampas del destino que nos hacen vislumbrar un aparente horizonte luminoso.


La inminencia del peligro, su doble valencia, una de las vivencias axiales en la novela, es descrita de manera inmejorable por el narrador, que bien vale la pena transcribirla: “Cuando el peligro está próximo, dos voces hablan en el alma del hombre con la misma fuerza: una pide, muy razonablemente, que se reflexione sobre la calidad misma del peligro y la manera de evitarlo. La otra, con más razón todavía, dice que es demasiado penoso, demasiado duro pensar en los peligros cuando el hombre no puede prevenirlos o evitarlos todos, de manera que es mucho mejor volver la espalda a las cosas penosas, hasta que éstas lleguen, y pensar en las agradables. Aislado, el hombre escucha ordinariamente la primera voz; en cambio, cuando se encuentra en sociedad sigue la segunda.”


Un breve apunte del narrador -tal vez propio del mismo Tolstoi-, sobre el personaje histórico Napoleón, lo pinta así: “Este hombre, destinado por la Providencia al papel triste y servil de verdugo de pueblos, estaba convencido de que el objetivo de sus actos era el bienestar de las naciones, de que era capaz de guiar a millones de destinos humanos y orientarlos hacia la felicidad.” Se percibe todo el crudo escepticismo del maestro ruso sobre la discutida y discutible figura del gran estratega francés y su ilimitada ambición conquistadora.


La ocupación de Moscú por el ejército napoleónico es uno de los episodios más dramáticos de la novela, al punto que el narrador afirma que al ingresar a la ciudad era un ejército, pero que luego al retirarse sólo constituía una banda de malhechores. La experiencia de la guerra no produce sino degradación y envilecimiento en el ser humano, sepultándolo a su simple condición de bestia indomable.


Hay en la historia reencuentros memorables: el de Nikolai Rostov con la princesa María, y el de Andrei Bolkonski con Natasha. Nikolai había quedado libre de su compromiso con Sonia al recibir una carta de ésta, y Andrei moriría en brazos de quien con todo su amor ya no podría retenerlo en esta vida: Natasha.


Luego de la desocupación, saqueo e incendio de la capital, los franceses se retiran derrotados. Pierre Bezújov es liberado y vuelve a la ciudad en ruinas. Se reencuentra con la princesa María y, sorpresivamente, con Natasha, a quien ya no tiene dudas en amar. Nikolai decide unirse finalmente con la princesa María. Es el desenlace de la historia, cuando ambas parejas quedan unidas entre el remolino y la borrasca que el viento de la guerra dejó.


Para acabar, una frase enigmática y desafiante que bien puede servir de colofón poético-filosófico a esta estupenda novela: “Si se admite que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad misma de la vida.”



Lima, 13 de agosto de 2011.


sábado, 6 de agosto de 2011

El debate constitucional

A raíz de la juramentación del flamante presidente de la República, el pasado 28 de julio, se ha levantado una innecesaria batahola sobre el significado de dicho acto solemne. El haber jurado por los principios, los valores y el espíritu de la Carta Magna de 1979, ha ocasionado, en primer lugar, que una congresista de la oposición fujimorista se desbande en un comportamiento insolente y soez durante casi los 50 minutos que ha durado el discurso del Primer Mandatario; y, en segundo lugar, un debate que puede ser interesante si no fuera decididamente estéril.


El haber invocado un texto constitucional que no está, ciertamente, en vigencia, pero al cual se le reconoce una calidad especial dentro de los instrumentos jurídicos que han configurado nuestra vida política de los últimos treinta años, ha suscitado la airada reacción de quienes han sido precisamente los fautores y cómplices del inicuo golpe de estado de 1992, cuando el sátrapa que hoy purga condena asumió todos los poderes violentando la Ley de Leyes de 1979.


Al día siguiente, en casi todos los medios impresos, los analistas se desgañitaban tratando de oscurecer dicha juramentación aduciendo su índole provocadora y su temprana heterodoxia. No le perdonaban al presidente Humala el haberse referido en esos términos a una de las bestias negras del fujimorismo, a la cual avasalló carniceramente ese malhadado 5 de abril que muchos tratan del olvidar para tranquilizar sus buenas conciencias, pero que un buen porcentaje de peruanos no olvidan pues sólo la buena memoria nos puede ayudar a zanjar en los deslindes históricos que permiten el avance y la evolución de los pueblos.


Se rasgan las vestiduras los fariseos y los filisteos de toda laya, ponen el grito en el cielo y se mesan los cabellos los publicanos ante tamaña blasfemia, pues cómo es posible que se mencione siquiera la Carta del 79 y no la sacrosanta creatura del 93, obra maestra de la mafia que gobernó el Perú en la aciaga década de los 90 del siglo pasado. Una verdadera herejía, un acto sin nombre que merece el castigo de la cohorte celestial que idolatra al recluso de la Diroes.


Contra los que han condenado en todos los matices el asunto en cuestión, yo no veo la inconveniencia del símbolo, a no ser que se quiera pasarles la mano por el lomo a los prosélitos y cómplices de la dictadura pasada. Quizás el atrevimiento presidencial, secundado luego por sus vicepresidentes, haya sonado desafiante y confrontacional para la bancada fujimorista y algunos otros representantes, pero era ante todo el ejercicio de la libérrima facultad de toda persona de prestar juramento por quien mejor le pareciera. ¿No juramentó precisamente la congresista de marras por su líder en prisión?


Por otro lado, es consenso entre los principales juristas del país -entre quienes honro en mencionar a dos de los más lúcidos: Javier Valle Riestra y Enrique Bernales-, que la Constitución del 79 es infinitamente superior a la del 93, por diversas razones que sería largo enumerar, pero entre las que destacan los referidos a los derechos de las personas, al régimen económico y social y a la estructura del Estado en general, además de la innovación que significó para nuestra legislación la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales y otros aportes modernos.


Es verdad también que, a pesar de estas razones, nos rige la Constitución del 93 -considerada por muchos como espuria-, nacida al fragor de la ansiada legitimación que buscaba la naciente dictadura. Y aun cuando fue aprobada por referéndum, cuyos resultados fueron cuestionados por algunos sectores políticos, no son pocos los que no se han resignado a su prevalencia. Siendo rigurosamente legalistas, la Constitución del 93 no sería válida, pues su existencia no está respaldada por los términos previstos en el artículo 307 de la Carta del 79, que contempla los únicos mecanismos en que puede ser modificada o reformada. Siendo así, pues, la discusión sería interminable; pero ello no impide que un funcionario del Estado, elegido limpiamente en las urnas, se tome la licencia de jurar bajo la advocación de un documento legal que hizo historia en nuestro ordenamiento legal. Dejo a los constitucionalistas el debate sobre la pertinencia o no de su restitución, mas igualmente dejo sentada mi posición de que ninguna Constitución es sagrada, como ya lo han dicho en su momento los expertos.


Por último, la justa sanción recibida por quien perpetrara ese bochornoso comportamiento contra el jefe de Estado, ante las delegaciones extranjeras invitadas y ante el mismo pueblo peruano, debe servir de escarmiento ante la eventualidad de futuras baladronadas de estos herederos de los modales autoritarios del régimen que los prohijó. Aunque soy más bien escéptico ante ese objetivo, pues sé que jamás aprenderán auténticas conductas democráticas quienes se han criado al amparo de moldes dictatoriales. Pero al menos no se debe dejar que triunfe la impunidad, y que los culpables de estos desafueros sean justamente castigados.



Lima, 6 de agosto de 2011.