Un libro juguetón y divertido, Memoria de mis putas tristes (Mondadori), escrito por el Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez y publicado en el 2004, suscita esta breve recensión que no quiere ser sino un cómplice abrazo de reconocimiento a uno de los íconos de la llamada nueva novela latinoamericana, aquella que tuvo su eclosión a mediados de la década del 60 del siglo pasado y que es estudiada y conocida en todos los centros de enseñanza del mundo como el boom de la literatura de estas tierras.
Al borde de los noventa años, un periodista, apodado el Profesor Mustio Collado -bautizado así y a sus espaldas por sus alumnos de uno de los colegios públicos donde enseñó-, decide regalarse “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Decide llamar entonces a Rosa Cabarcas, una vieja regenta de una antigua casa de citas de la ciudad, para tantear alguna novedad y conseguir un arreglo.
Es el comienzo de una increíble historia de amor y deseo, en la que este sabio triste, como lo llama su vieja amiga, irá hilvanando en el recinto de su magullada memoria, los recuerdos de sus incontables trasiegos por los reinos de Eros y Afrodita. Inveterado colaborador de El Diario de La Paz, sus notas dominicales alternarán en su vida con los lances de amor venal que él preferirá por sobre todo.
Delgadina es el nombre de la niña de catorce años que Rosa Cabarcas le ofrece para ese capricho onomástico, ocasión para la que nuestro héroe nonagenario se prepara como si fuera a realizar su primera comunión. Las diez de la noche es la hora pactada para el encuentro, y mientras espera confiesa que el corazón se le iba llenando de una espuma ácida que le impedía respirar. Entretanto decide pastorear el tiempo abocándose al cuidado de su vestimenta, la que lucirá esa noche descomunal.
Se ha dicho que la novela es una versión caribeña de La casa de las bellas durmientes, obra de otro Premio Nobel, el japonés Yasunari Kawabata; la que habría servido de inspiración para el colombiano. Pero yo las veo distintas, por más que el tema de ambas tenga en común el tratarse de las insólitas relaciones entre bellas y jóvenes doncellas y maduros y crepusculares caballeros. Sucede sencillamente que en literatura, una misma historia contada por dos autores distintos es ya otra historia, puesto que la realidad de la ficción está hecha fundamentalmente de palabras.
Estoy pensando también en otra novela contemporánea: Lolita, del ruso-norteamericano Vladimir Nabokov, aun cuando las líneas de contacto con las anteriores sean más difusas; Humbert Humbert tiene cierta dosis de sadomasoquismo en esa obsesión por su nínfula, rasgo ausente en las otras mencionadas. Pero la trama se sirve en todas ellas del mismo argumento: núbiles doncellas asediadas por la rapacidad amatoria de veteranos o seniles varones, machos indoblegables en las lides del orgullo y del cuerpo.
Pero volviendo al libro, que he leído placenteramente los últimos días del año que se fue, esa primera noche en que el longevo periodista se dispone a disfrutar de su sueño encarnado, algo curioso acontece en el encuentro, algo que el propio protagonista lo explica de esta manera: “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor”.
Esta escena, para cuya realización todo parece ponerse en marcha de manera casi involuntaria y azarosa, como si una fuerza extraña y a la vez natural lo hubiera dispuesto así -el temor instintivo de la niña que la hace protegerse a través del sueño, el cuidado que pone el viejo para no desbaratarlo-, es lo que comparte como leit motiv con la novela de Kawabata. Además, esa es, en ésta, la condición que se les exige a los clientes para ser aceptados en la casa de las bellas dormidas.
Un episodio violento alejará por largo tiempo a Delgadina de nuestro enamorado periodista. Luego de tiras y aflojes con Rosa Cabarcas, quien por cierto se aleja del pueblo para evitar el escándalo por lo sucedido en su recinto, vuelven a ponerse en contacto para retomar el acuerdo inicial bajo el señuelo de una frase que se dicen al teléfono. Es la clave convenida para que todo vuelva a ponerse en marcha, y terminar como lo dice de modo inmejorable el personaje central de la novela: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.”
Escrita con el estilo característico del autor de Aracataca, pleno de brillos poéticos y descripciones sorprendentes, poseedor de un lenguaje único y reconocible a leguas, el libro se lee con el repetido deleite de una historia llena de picardía y buen humor y una prosa exquisita y escanciada hasta el límite por el ejercicio y el tiempo.
Lima, 7 de enero de 2012.
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