Casi como un ritual de cada año, a pesar de que algunas veces he dejado de cumplirlo, esta vez sucumbí irremediablemente a la fuerza de la nostalgia y al ímpetu y entusiasmo de quienes comparten conmigo los días y las noches. El viaje no por conocido deja de ser siempre fascinante, por los paisajes cambiantes que se pueden divisar desde la serpenteante carretera que recorre los 250 kilómetros que separan esta monstruosa y cosmopolita capital de la fría y apacible ciudad de los sausas.
Salimos en el auto de mi primo Ramón, un robusto muchacho que bordea los treinta años y que es todo un ejemplo del provinciano que a fuerza de innumerables sacrificios y de pasar por mil y un pellejerías se ha asentado como un exitoso profesional de la banca y las finanzas. El camino se presenta como un auténtico desafío de la ingeniería a la destreza y la versatilidad de cualquier conductor, pues está hecho de sinuosas curvas temerarias y de riesgosos trayectos por desfiladeros que bordean los abismos insondables de las montañas andinas.
Después de atravesar los numerosos poblados de que está salpicada la carretera central, y luego de cinco horas de recorrido paciente y tenaz, arribamos a la legendaria ciudad que alguna vez, allá por el siglo XVI en que fue fundada por los españoles, fuera la primera capital de estos reinos que los conquistadores llamaron Perú. Al ingresar apenas el auto a la villa de Hatun Xauxa, un reguero de recuerdos y pensamientos se agolpan en la memoria sobre los años vividos en esta noble y salutífera ciudad ahíta de leyenda e historia.
No tenemos un plan ni un programa para disfrutar de estos siete prometedores y esperanzados días que nos aguardan desde que ya empezamos a sentir el friecito singular del primer atardecer en esta pequeña urbe situada a 3,335 m.s.n.m., aproximadamente. Es una tarde de verano, sin embargo, porque los meses de esta cálida estación se viven allá entre calcinantes mediodías, copiosas lluvias vespertinas y negrísimas noches tachonadas de estrellas.
El deleite comienza en la mesa, cuando la tía Antu nos sirve un humeante caldo de gallina acompañado de esos panecillos deliciosos e incomparables que los jaujinos llamamos bollos y panes de huevo. Un café caliente con más panes especiales, cierran la merienda de ese día para reponernos del invisible cansancio del viaje. Un largo y conversado reencuentro con los familiares que nos acompañan es el prólogo de una noche que debe significar también una visita a los laberintos noctámbulos de un pueblo que suele dormir temprano, pero que tiene también sus vericuetos por donde emprender eso que Celine denominó viaje al fin de la noche.
Los visitantes, así como los lugareños que acostumbran hacer vida nocturna, tienen dos claras alternativas en el céntrico jirón Junín, que ahora es un paseo peatonal y que conduce directamente a la plaza principal. Sean jóvenes o adultos, apostarán por acudir a cualquiera de los dos locales que se miran frente a frente en la misma calle: la moderna discoteca Montana –que según me dicen es la mejor del departamento- y una especie de peña de música variada llamada La Tinya Cantos Bar.
Son evidentemente dos experiencias distintas: los ritmos y los sonidos de la música juvenil del momento, algo que no lo hace diferente de cualquier discoteca de la capital o de cualquiera otra ciudad del país, por un lado; y la música en vivo por el otro, a cargo de unos muchachones de edad indiscernible, cuajados y experimentados en las lides del recuerdo, los sones del folclore y los ritmos populares de todos los tiempos. Suele decir Carmen, mi mujer, que una visita a Jauja sin recalar en La Tinya, es como no haberla realizado.
En ambos, por coincidencia y aparte de los tradicionales y conocidos tragos que se expenden en todos los lugares de esta naturaleza, se sirve el único y especialísimo trago de la provincia hecho de muña, un vegetal muy aromático y de poderes estomacales como ninguno. Con la diferencia de que en uno lo sirven con hielo y en el otro caliente. Uno puede pasarse una noche entera con unas cuantas jarras de muña para matizar el ambiente y condimentar la conversación. Y hasta animados por unas copas del licor de la tierra, atrevernos a dar unos pasos de baile en el escenario improvisado de la noche.
Otro día ya estamos en plena naturaleza; invitados por Mati, una amiga de Carmen, acudimos a su casa de campo, a pocos kilómetros de la ciudad. Llegamos pasado el mediodía, nos recibe con un frugal almuerzo campestre que sería el prolegómeno de una larga caminata por terrenos secos, sembradíos y pasto abundante. Un rumoroso río discurre cerca, lo atravesamos por un gracioso puente artesanal. En la otra orilla nos esperan media docena de vacas y vaquillas que su dueña debe llevar a descansar.
De regreso en la casa de campo conocimos sus granjas y criaderos de conejos, cuyes, gallinas y cerdos, todos tratados con la dedicación y el esmero que sólo una persona con la vocación de Mati puede ofrecerles. Ya cerca de la despedida nos obsequia una botella de leche de vaca, uno de los manjares de mi infancia. El tiempo se ha puesto fosco y amenaza llover, unas gruesas gotas de lluvia empiezan a caer al momento de decirnos adiós. En el trayecto al paradero de autos que debe llevarnos a la ciudad nos sorprende un furioso aguacero que nos obliga a buscar refugio debajo del alero de alguna de las casas del camino.
Y así, entre visitas frustradas al Convento de Ocopa -coincidentemente el único día que lo visitamos estaba cerrado al público-, un almuerzo típico en el centro turístico de Ingenio, y la degustación de otros platos tradicionales de la región en los puestecitos del mercado y en la propia casa familiar, se fueron agotando los días de unas vacaciones excepcionales gozados entre el aire límpido y purificador de las alturas y la cóncava recepción de los seres que hicieron el fuego de mi niñez.
El día planeado para el regreso a la capital nos levantamos muy temprano y emprendimos el viaje del retorno. El auto se deslizaba sereno y raudo por la pista matinal, atravesando los paisajes queridos que no volveríamos a ver hasta una próxima oportunidad que nos deparara el destino. Al acercarse el punto más alto de la cordillera, en el abra de Anticona, a 4,818 m.s.n.m., un manto raído de hielo veteaba los cerros de Los Andes, infundiéndoles cierta atmósfera espectral que no nos abandonó durante varios kilómetros, mientras Scarlett y Sebastián, mis hijos, dormían plácidamente en el asiento posterior.
Luego fue el descenso, lleno de curvas y maniobras de peligro, sorteados hábilmente por la pericia juvenil de Ramón, que en 4 horas exactas nos trajo de vuelta a casa. Ya habrá ocasión para referirme a lo que vi y sentí al reencuentro filial con la madre tierra, con su presente y su avizorado porvenir. Por ahora, me quedo con el regusto de esos días vividos intensamente, esperando repetirlos en un tiempo muy próximo.
Lima, 21 de enero de 2012.
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