Lo que un escritor y su obra significan desde la perspectiva de lo estrictamente literario y como expresión de la cultura y el quehacer humanos, son analizados sesuda y prolijamente por Mario Vargas Llosa en un libro que fue a la vez su tesis doctoral, publicado en 1971 y cuyo título es simultáneamente una descripción y una calificación: García Márquez. Historia de un deicidio.
Si bien la obra no ha sido reeditada -por razones muy personales que el propio Vargas Llosa ha preferido mantener en reserva-, su presencia y aporte para el estudio y el conocimiento de la creación ficcional del Premio Nobel colombiano son invalorables. Es, quizá, el acercamiento más completo a la obra que hasta ese momento se había publicado de García Márquez, es decir La hojarasca, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, El coronel no tiene quien le escriba y la monumental Cien años de soledad.
A partir de la consideración de que la obra de un novelista, sobre todo de un novelista, es una desmesurada e ímproba pretensión de sustituir a la divinidad, hazaña que el autor de ficciones acomete con todas las armas que su talento o su genio le proveen, Vargas Llosa desmenuza las técnicas y los procedimientos a los que echa mano el creador para dar forma y contenido a ese mundo autónomo e imaginario que debe competir con el real y cotidiano que todos conocemos.
El libro inaugura interpretaciones originales y sugerentes sobre la génesis de la creación literaria, como aquella de los famosos ‘demonios’, que el autor agrupa en tres categorías: los personales, los históricos y los culturales. Los primeros son aquellos que pertenecen al ámbito doméstico de la vida del escritor, sus relaciones familiares y sus propias experiencias vitales; los segundos pertenecen a su tiempo, a los hechos y los acontecimientos que han marcado su devenir existencial en un espacio y en una época determinados; y los culturales aquellos que conforman sus búsquedas y hallazgos en el terreno intelectual y artístico.
Todos dominados, sin embargo, por el ‘demonio’ de la soledad, la experiencia, tema u obsesión central del demiurgo, fuente primordial de la elaboración estética del hijo predilecto de Aracataca. Vargas Llosa llega a afirmarlo rotundamente: “‘decidió’ escribir el día que descubrió la soledad.”
El tránsito de la simple experiencia humana a la elaboración estética es uno de los más complejos asuntos que nos ayuda a dilucidar el libro, para lo cual voy a citar dos párrafos luminosos del extenso ensayo: “La creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en trasvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de realidad.” El otro: “Un escritor no ‘inventa’ sus temas: los plagia de la realidad real en la medida en que ésta, en forma de experiencias cruciales, los deposita en su espíritu como fuerzas obsesionantes de las que quiere liberarse escribiendo.”
Como vemos, pues, existe el propósito de desentrañar hasta la médula el oficio de escribir ficciones, descartando de plano esa socorrida ‘invención’ que para muchos es la clave de la literatura. Pero ya Vargas Llosa está negándolo, cuando reafirma que “La originalidad en literatura no es un punto de partida: es un punto de llegada.” Todo ese amasijo de vivencias conscientes e inconscientes, sedimentadas en los diferentes estratos de la mente humana, dispara en algunos la vocación por la expresión literaria, y eso es el escritor.
En cuanto a la dimensión valorativa de la obra de arte, que en el caso de la literatura se asienta esencialmente, aparte de la calidad en sí de la novela, en la capacidad de persuasión que consigue el novelista, en esa verosimilitud que impregna a sus historias y que terminan convenciendo a sus lectores de su veracidad literaria y haciéndolos vivir inenarrables momentos de dicha y felicidad, Vargas Llosa remata con una certeza que comparto: “La grandeza o la pobreza de una ficción sólo puede medirse, internamente, analizando su poder de persuasión, que depende de su forma, y, externamente, examinando sus relaciones con la realidad real de la que toda realidad ficticia es representación y negación.”
García Márquez habría cumplido, de esta manera, el propósito mayor de un novelista, erigiéndose en ese deicida triunfante que luego de fraguar su portentosa obra logra suplantar al mismo Dios en la labor de creación, ordenación y destrucción de un mundo. Pues en el instante en que Aureliano Babilonia, en Cien años de soledad, descifra los pergaminos de Melquíades, donde se cuenta la historia entera de Macondo, detalle por detalle, en ese mismo instante un ventarrón bíblico arrasa con el pueblo y termina la novela.
Porque toda su obra apuntaba a Cien años de soledad, ésta se consagra como la novela total, aquella donde el tiempo y el espacio exteriores y ajenos a ella no existen, pues la historia de Macondo y los Buendía comienza y termina en sí misma. Ejemplo máximo de creación autónoma de una realidad no puede haber otro en la historia de la literatura contemporánea, razón por la que García Márquez es todo un símbolo del deicida mayor, el signo y el sino del artista cabal.
Lima, 16 de febrero de 2012.
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