Ni Franz Kafka pudo imaginarse una historia más absurda que la que atraviesa el juez Baltasar Garzón, llevado al banquillo de los acusados por la ultraderecha española, acusado de prevaricato en tres juicios simultáneos: sobre las escuchas ilegales de la trama Gürtel, sobre los cursos de Nueva York y sobre la investigación de los crímenes del franquismo, una situación insólita en los tribunales de justicia de cualquier país del mundo.
Sus perseguidores, movidos por la venganza y nucleados alrededor de la organización pseudosindical Manos Limpias, aducen que en lo que se refiere al caso Gürtel, Garzón procedió ilícitamente al ordenar intervenir las comunicaciones telefónicas de los implicados en dichos actos de corrupción y sus abogados, pese a que sólo a través de ello se podría salvaguardar un bien jurídico superior, como es el interés público. Y en lo que se refiere a los cursos que el juez organizó en la ciudad estadounidense, está aclarado totalmente la financiación y el objeto de los mismos.
Habiéndose desbaratado pues los motivos distractores con que los inquisidores de Garzón querían desviar el propósito central de su accionar, ha quedado al descubierto que la verdadera razón de su pataleta histérica se debe a la intención del juez de querer investigar las atrocidades cometidas por la dictadura de Franco, espoleado por las decenas de denuncias que han llegado a sus manos de parte de familiares y víctimas del oprobio.
La argumentación más reiterada de los defensores del régimen de Franco, es que la Ley de Amnistía de 1977 le impide reabrir el caso, puesto que esa fue una de las condiciones para el proceso de transición que instauró la democracia a España. Mas se olvidan los apañadores de la impunidad, que según el derecho internacional los casos vinculados a los derechos humanos no prescriben, y por tanto ninguna ley puede estar por encima de principios consagrados en la legislación que avala las Naciones Unidas y el propio sentido de justicia.
Porque un país no puede avanzar a ningún lado cuando tiene tras de sí fosas de sangre, cadáveres insepultos, perdidos y desaparecidos desde hace 75 años. Una mujer de 81 años ha dado su declaración el otro día ante la Audiencia Nacional, citada como testigo por la defensa de Garzón, explicando dramáticamente cómo se llevaron y desaparecieron a su madre para matarla los esbirros del sátrapa, sólo por ser de izquierda. ¿A esto también llamaría “teatralización” el señor Valdés, el corajudo Primer Ministro del gobierno peruano?
Otro señor de aproximadamente la misma edad se murió a principios de año, no pudiendo ya declarar en juicio como tanto lo había querido, con la sola intención de querer saber dónde estaban los restos de sus seres queridos que la soldadesca fascista de Franco borró del mapa. Me indigna hasta límites inconcebibles lo que significan estos y otros cientos de casos parecidos, porque siento el paletazo inicuo de la injusticia más sorda y estúpida.
Un grupo significativo de juristas y expertos de todo el mundo ha señalado el carácter especialmente inaudito de este juicio en los tribunales españoles, y más de uno ha declarado que de proseguir el juicio como lo viene haciendo hasta ahora, para desembocar en la suspensión, desafuero y condena de Baltasar Garzón, la justicia española se habrá expuesto al ridículo más grotesco y a ser considerada el hazmerreír del mundo. Un hecho que llama la atención, singularísimo, único, es que el fiscal, quien se supone debe sostener la acusación, como en cualquier tribunal del planeta, no ha planteado ninguna, pues simplemente considera que las pruebas son írritas e inconsistentes.
Sostiene atinadamente el editorial del diario español El País en su edición del pasado 3 de febrero que “la mayor paradoja del juicio a Garzón es que su iniciativa sobre los crímenes del franquismo no reabre viejas heridas, como mantienen los querellantes, sino que marca el camino para cerrarlas definitivamente y que no sigan supurando.” O como ha dicho de manera inteligente la actriz Pilar Bardem: “Las heridas hay que abrirlas para limpiarlas porque si no se pudren.”
Se trata pues, en conclusión, de que los países y las sociedades, si aspiran a construir democracias sólidas, igualitarias y justas, deben poseer como uno de sus puntales más diáfanos, esa memoria histórica que les permitirá avanzar sobre terrenos transparentes, sabiendo en todo momento lo que pasó, para procesarlo y superarlo; y siendo conscientes de que nada empaña más la marcha hacia el progreso que la impunidad y el olvido, el borrón y cuenta nueva que los asesinos quisieran para que otros como ellos puedan seguir perpetrando la barbarie a su libre albedrío.
Lima, 4 de febrero de 2012.
Sus perseguidores, movidos por la venganza y nucleados alrededor de la organización pseudosindical Manos Limpias, aducen que en lo que se refiere al caso Gürtel, Garzón procedió ilícitamente al ordenar intervenir las comunicaciones telefónicas de los implicados en dichos actos de corrupción y sus abogados, pese a que sólo a través de ello se podría salvaguardar un bien jurídico superior, como es el interés público. Y en lo que se refiere a los cursos que el juez organizó en la ciudad estadounidense, está aclarado totalmente la financiación y el objeto de los mismos.
Habiéndose desbaratado pues los motivos distractores con que los inquisidores de Garzón querían desviar el propósito central de su accionar, ha quedado al descubierto que la verdadera razón de su pataleta histérica se debe a la intención del juez de querer investigar las atrocidades cometidas por la dictadura de Franco, espoleado por las decenas de denuncias que han llegado a sus manos de parte de familiares y víctimas del oprobio.
La argumentación más reiterada de los defensores del régimen de Franco, es que la Ley de Amnistía de 1977 le impide reabrir el caso, puesto que esa fue una de las condiciones para el proceso de transición que instauró la democracia a España. Mas se olvidan los apañadores de la impunidad, que según el derecho internacional los casos vinculados a los derechos humanos no prescriben, y por tanto ninguna ley puede estar por encima de principios consagrados en la legislación que avala las Naciones Unidas y el propio sentido de justicia.
Porque un país no puede avanzar a ningún lado cuando tiene tras de sí fosas de sangre, cadáveres insepultos, perdidos y desaparecidos desde hace 75 años. Una mujer de 81 años ha dado su declaración el otro día ante la Audiencia Nacional, citada como testigo por la defensa de Garzón, explicando dramáticamente cómo se llevaron y desaparecieron a su madre para matarla los esbirros del sátrapa, sólo por ser de izquierda. ¿A esto también llamaría “teatralización” el señor Valdés, el corajudo Primer Ministro del gobierno peruano?
Otro señor de aproximadamente la misma edad se murió a principios de año, no pudiendo ya declarar en juicio como tanto lo había querido, con la sola intención de querer saber dónde estaban los restos de sus seres queridos que la soldadesca fascista de Franco borró del mapa. Me indigna hasta límites inconcebibles lo que significan estos y otros cientos de casos parecidos, porque siento el paletazo inicuo de la injusticia más sorda y estúpida.
Un grupo significativo de juristas y expertos de todo el mundo ha señalado el carácter especialmente inaudito de este juicio en los tribunales españoles, y más de uno ha declarado que de proseguir el juicio como lo viene haciendo hasta ahora, para desembocar en la suspensión, desafuero y condena de Baltasar Garzón, la justicia española se habrá expuesto al ridículo más grotesco y a ser considerada el hazmerreír del mundo. Un hecho que llama la atención, singularísimo, único, es que el fiscal, quien se supone debe sostener la acusación, como en cualquier tribunal del planeta, no ha planteado ninguna, pues simplemente considera que las pruebas son írritas e inconsistentes.
Sostiene atinadamente el editorial del diario español El País en su edición del pasado 3 de febrero que “la mayor paradoja del juicio a Garzón es que su iniciativa sobre los crímenes del franquismo no reabre viejas heridas, como mantienen los querellantes, sino que marca el camino para cerrarlas definitivamente y que no sigan supurando.” O como ha dicho de manera inteligente la actriz Pilar Bardem: “Las heridas hay que abrirlas para limpiarlas porque si no se pudren.”
Se trata pues, en conclusión, de que los países y las sociedades, si aspiran a construir democracias sólidas, igualitarias y justas, deben poseer como uno de sus puntales más diáfanos, esa memoria histórica que les permitirá avanzar sobre terrenos transparentes, sabiendo en todo momento lo que pasó, para procesarlo y superarlo; y siendo conscientes de que nada empaña más la marcha hacia el progreso que la impunidad y el olvido, el borrón y cuenta nueva que los asesinos quisieran para que otros como ellos puedan seguir perpetrando la barbarie a su libre albedrío.
Lima, 4 de febrero de 2012.
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