En el estilo de sus anteriores novelas, con ese sello característico de su prosa conversada y reflexiva, que se detiene cada tanto para meditar sobre las cosas y los hombres, el escritor y Premio Nobel portugués José Saramago publicó en el año 2000 La caverna (Alfaguara); obra que cierra la trilogía que según los críticos está compuesta por Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez.
La historia de Cipriano Algor, de oficio alfarero, de su hija Marta y su esposo Marcial Gacho, nos conmueve por su discreta sencillez y su pesaroso transcurrir, tanto como por esa marca de designio inexorable que muchas cosas del mundo de hoy y de ayer experimentan ante el empuje avasallador de las fuerzas de una modernidad entendida sólo como crecimiento tecnológico desmedido y desarrollo prodigioso del llamado progreso material.
Unos humildes alfareros, hombre y mujer dedicados al cada vez más despreciado oficio de modelar el barro, son de pronto asaltados por una era vertiginosa que trae consigo los logros del sorprendente avance industrial, pues ante la instalación en la ciudad de un novísimo Centro comercial, el negocio de las lozas, que era el modo y sentido de vida de nuestro personajes, amenaza convertirse en menos del tiempo previsto en un auténtico anacronismo de la vida moderna.
Cuando el jefe le anuncia a Cipriano que “el Centro ha decidido dejar de comprar los productos de su empresa”, él sabe que es el comienzo del fin del negocio de las lozas. La hija le propone, entonces, hacer muñequitos de barro, como una forma de enfrentar la inminente debacle. Eligen seis figuras de una larguísima lista que encuentran en la Enciclopedia.
Cipriano lleva la propuesta a la Empresa -donde por cierto trabaja su yerno de guarda interno, con la esperanza de pronto ascender a guarda residente-, los empleados le dejan un resquicio de oportunidad al prometerle que su pedido será elevado a consulta para que en un tiempo prudencial le sea comunicada la decisión final. Pasan los días, mientras se entretienen con la compañía de un perro anónimo que un día cualquiera se les aparece por la casa, al que bautizan como Encontrado, nombre que resume de modo literal la condición del can.
Al fin lo llaman para decirle que su propuesta ha sido aceptada parcialmente, pues debe ser puesta a prueba a través de una encuesta entre los clientes del Centro para conocer las posibilidades del negocio. Cipriano rumia su esperanza con el acercamiento a Isaura, una vecina viuda a quien había obsequiado un cántaro en los tiempos de la negativa de la empresa a seguir comprándole sus productos. La hija quiere estimular esta relación pero Cipriano se cierra en un mutismo impenetrable; es allí cuando surge esta frase luminosa de Marta: “A las semillas también las entierran, y acaban naciendo.”
Cuando luego de la consulta popular el ofrecimiento de Cipriano es finalmente rechazado, eso significa la quiebra de un orden pacientemente urdido por el alfarero y su familia. Y más aún cuando Marcial consigue el tan ansiado ascenso que implica la mudanza de toda la familia al Centro, eso ya es la estocada final a una forma de vida fagocitada por la arremetida incontenible de una nueva época que a la humanidad terminará trastocándola en sus esencias y sus raíces más fidedignas.
En su nueva vida, Cipriano se aventura por las instalaciones ultramodernas de su flamante conjunto residencial, como una manera de hacer menos difícil la ardua tarea de la adaptación, labor más que compleja para un sexagenario como él. En esos recorridos furtivos, olfateando y ojeando los signos y las señas de una existencia artificial, nuestro pequeño héroe va a dar con uno de los secretos mejor guardados de los poderosos propietarios de tan descomunales arquitecturas.
Se decreta la prohibición de trasponer una vía; los guardas son dispuestos por turnos para vigilar la intangibilidad del lugar vedado. Cipriano decide visitar por su cuenta y riesgo los subterráneos de la babilónica mansión. La visión de la caverna en los estratos más profundos del Centro es tan pavorosa, que decide abandonar el lugar para siempre; posteriormente su hija y su yerno harán lo mismo. Los cuerpos maniatados de seres gigantescos al interior de la gruta son la perfecta alegoría de la condición de todos los residentes de aquella gigantesca jaula cibernética.
Mientras tanto, Cipriano ha encontrado en los brazos y los ojos de Isaura, esa renacida vitalidad que le permite otear con ojos rejuvenecidos el porvenir que le espera, así sea en medio de la más completa incertidumbre física y material. El amor como la tabla de salvación ontológica por excelencia, el afecto mutuamente compartido como el antídoto del más negro y amargo escepticismo, de ese pesimismo mortal que rodea al ser humano cuando ha perdido las señas y los latidos de su andar por este mundo.
El hecho de comercializar la caverna, aduciendo que se trata de la caverna de Platón -uno de los mitos más socorridos de la filosofía universal-, le da un cariz de tierna ironía y severa crítica a este mundo deformado por los demonios voraces del afán de lucro y el enriquecimiento material, corroído por el espíritu fenicio que desvaloriza hasta anularlas a esas formas de vida naturales y en estrecha conexión con los inveterados arcanos del cosmos y su prometida trascendencia espiritual.
Lima, 25 de febrero de 2012.
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