La primera vez que leí Así habló Zaratustra, el impacto del pensamiento y el lenguaje del gran filósofo y escritor alemán Friedrich Nietzsche fue devastador; llegó a remecer mis jóvenes pretensiones intelectuales y estéticas y pronto se convirtió en uno de esos libros esenciales que nos acompañan por todos los caminos y por todas las épocas. Durante mucho tiempo diría, y lo sigo pensando así, que es, probablemente, el libro o uno de los libros más trascendentales de mi vida.
Cuando en los pasillos universitarios oí mencionar al Zaratustra, lo busqué inmediatamente con denuedo y, ya en mi poder, se iniciaría para mí una honda y estrecha relación con las ideas y las palabras de ese singular disidente de la filosofía que fue aquel que se hacía llamar el anticristo. Su original presentación en forma de parodia de los textos bíblicos, su léxico atrevido y antiacadémico, la contundencia de su filosofía vitalista, llegaron en el preciso momento en que mi alma ansiaba beber el agua fresca de un saber superior.
Publicado por primera vez en forma completa en 1892, esta obra inclasificable participa en verdad de varios géneros, pues a la vez que un filósofo, Nietzsche era también un poeta, y uno de los prosistas más brillantes de la lengua alemana del siglo XIX. Formado bajo el magisterio insuperable de dos grandes maestros: Arthur Schopenhauer y Richard Wagner, el filósofo de Basilea habría de perpetrar, de la mano del profeta persa Zaratustra o Zoroastro, este auténtico disangelio con la antifigura de Jesucristo.
Acompañado de sus animales heráldicos, el águila y la serpiente, Zaratustra emprende su lento peregrinaje en pos de la transmisión de una sabiduría inverosímil. Primero se va a las montañas por diez años y luego baja a predicar su doctrina. Se encuentra con un anciano en el bosque y le dice: “¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!” Es el comienzo de uno de los pilares del pensamiento nietzscheano, motivo de profundas controversias en los campos de la teología, la psicología y la filosofía. Llega a afirmar: “Yo no creería más que en un dios que supiese bailar.”
Sobre el amor, dos frases luminosas: “Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar”; “siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia.” Y como leit motiv que recorre toda la obra, una constante en la preocupación del filósofo, el ideal supremo de que “el hombre es algo que debe ser superado”; pues así como el hombre mira al mono, así el hombre superior debe mirar al hombre. El hombre visto como un simple puente, un pasaje perentorio hacia estadios superiores de la moral y la ética, del conocimiento y el espíritu.
Una superación en todos los sentidos, como lo expresa el siguiente pensamiento: “Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tiende sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo, --hacia el mal.”
Su visión del Estado como monstruo lo manifiesta cuando dice: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos.” Algo que nos recuerda lo que un siglo después diría el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, cuando llamó al Estado “ogro filantrópico”.
Una mirada diferente sobre el amor al prójimo: “Vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos.” Y como consecuencia: “Vuestro mal amor a vosotros mismos es lo que os trueca la soledad en prisión.” Prefiguraciones de lo que más adelante serían los hallazgos más valiosos del psicoanálisis. “El peor enemigo con que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques. ¡Solitario, tú recorres el camino que lleva a ti mismo! ¡Y tu camino pasa al lado de ti mismo y de tus siete demonios!” Freud en ciernes.
Su lúdica misoginia aparece en frases como ésta: “Dos cosas quiere el hombre auténtico: peligro y juego. Por ello quiere él a la mujer, como el más peligroso de los juguetes.” Y sigue con el amor y el matrimonio, a quienes los coge y los deja en su elemental desnudez: “Muchas breves tonterías –eso se llama entre vosotros amor. Y vuestro matrimonio pone fin a muchas breves tonterías en la forma de una única y prolongada estupidez.”
Sobre los solitarios lanza una profecía esperanzadora: “Vosotros los solitarios de hoy, vosotros los apartados, un día debéis ser un pueblo; de vosotros, que os habéis elegido a vosotros mismos, debe surgir un día un pueblo elegido –y de él, el superhombre.”
Hablando de la creación, dice el filósofo: “Crear –esa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Mas para que el creador exista son necesarios sufrimiento y muchas transformaciones.”
Dos más sobre el hombre y Dios: “El que conoce camina entre los hombres como entre animales”; y esto que es una delicia: “También Dios tiene su infierno: es su amor a los hombres.”
Por último, una descripción cumplida del paisaje actual de nuestro planeta: “La tierra, dijo él (Zaratustra), tiene una piel; y esa piel tiene enfermedades. Una de ellas se llama, por ejemplo: ‘hombre’.” Cómo no asociar esta providencial sentencia con los actuales problemas medioambientales, donde tristemente el hombre juega un papel preponderante en la destrucción de su propio hábitat.
Un libro entrañable que he releído por tercera vez, y que a pesar de ello, o por ello mismo, sigue revelando verdades inacabables sobre el hombre y su destino, pensamientos originales que sacuden todos los cimientos de los sistemas establecidos por la convención oficial; desafíos abismales sobre el pensar y el existir de este espécimen misterioso que se hace llamar hombre.
Lima, 31 de marzo de 2012.
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