sábado, 28 de abril de 2012

La cultura del espectáculo


La problemática asociada con los asuntos de la cultura y sus ecos en el mundo de hoy es el tema del reciente libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), un conjunto de ensayos vertebrados alrededor de artículos periodísticos que el escritor y Premio Nobel fue produciendo en las últimas décadas y publicando en el diario El País de España, y que abordan aspectos disímiles de la vida social, política y cultural de diversas regiones del planeta.
     Tiene razón Alonso Cueto cuando sostiene que la tesis central del libro es la propensión de la cultura de nuestra época –o de lo que llamamos cultura- al entretenimiento y la frivolidad. Esa trivialización o banalización se manifiesta en todos los terrenos de la actividad humana: el arte, la literatura, el periodismo, la música, la religión, etc. Son testimonio de ello los embelecos del arte moderno, la literatura en su versión más ligera, el periodismo amarillo y sensacionalista, la música boba de moda y la religión en sus enredos materiales.
     Siguiendo el razonamiento profético que hiciera en 1948 el poeta norteamericano T. S. Eliot, Vargas Llosa concluye que esa época sombría carente de cultura que avizorara el autor de The Waste Land, es la nuestra. Nunca como ahora, efectivamente, se habría visto en tal magnitud esa consagración casi religiosa, de las personas y los individuos, a las manifestaciones más simplonas, chabacanas y baratas de lo que en términos generales podemos denominar cultura.
     Repasa para ello una serie de nociones ligadas al término cultura que no deja de ser interesante, comenzando por las que asumiera el mismo Eliot, siguiendo por los aportes de Guy Debord, Frédéric Martel, Gilíes Lipovetsky y Jean Serroy.
     La idea de que para el mantenimiento o preservación de la “alta cultura” se requiere de una elite que garantice su vigencia, subyace en el hecho de creer que la ingenua pretensión de democratizar la cultura va a terminar empobreciéndola. Tristemente hemos comprobado en los tiempos que corren que ello ha sido así; pues a la masiva difusión de los medios de comunicación, a la expansión inaudita de sus mecanismos e instrumentos de dominio, se ha debido en buena parte esta entronización del disparate y la bufonada, el imperio del mal gusto y la astracanada.
     Parafraseando a Zygmunt Bauman, se podría hablar de una cultura “líquida”, para referirse a esa noción de cultura que se ha disuelto en un mar de expresiones equívocas. Si todo es cultura, según la perspectiva que introdujeron los estudios antropológicos, ya nada es cultura; o en todo caso su espectro es tan amplio que resulta difícil discriminar qué es cultura, al modo clásico, de aquello que observamos, y qué no lo es, si muchas veces se presentan confundidos y abrazados.
     En un libro de los años sesenta, La societé du Spectacle, de Guy Debord, ya se postulaba la idea de “la ‘cosificación’ del individuo, entregado al consumo sistemático de objetos, muchas veces inútiles y superfluos…”. Realidad que evidentemente se ha agravado en nuestros tiempos, donde la dictadura de lo banal, la cultura del mercado, es lo que impera cada vez más arrolladoramente. El consumismo como distintivo de la civilización se ha impuesto de tal manera, que “la distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo.”
     Hay una cita de Debord que es elocuente al respecto: “El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño” (Proposición 21). Cuando pensamos en millones de seres hipnotizados por las pantallas de televisión, cautivos hasta no más de sus programas anodinos e insulsos, comprobamos esta luminosa visión de un pensador que hace casi medio siglo ya podía prever lo que se venía.
     Una sociedad que ha instalado a los ídolos del fútbol y del espectáculo en el pináculo de la fama y la gloria, merece indudablemente más de una suspicacia. Asistimos impávidos, los pocos que andamos despiertos en esta cueva de Platón en que se ha tornado nuevamente el mundo, al reino de la nadería y la estupidez más absolutas. Se ha pasado de Jacob Burckhardt a Lionel Messi, de Gabriel Marcel a Cristiano Ronaldo; de María Callas a Madonna, de Ana María Matute a Lady Gaga.
     La explicación es clarísima, el autor la sitúa en “esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que vivimos”, debido fundamentalmente a “la ínfima vigencia que tiene el pensamiento en la civilización del espectáculo.”
     Con una clarividencia inusual, fui consciente desde mi adolescencia de este problema que Vargas Llosa explicita con su lucidez habitual. Yo sabía perfectamente, a mis 14 o 15 años de edad, cómo no tenía que ser mi vida, pues tenía a la frivolidad tan cerca que con sólo verle la cara supe que mi existencia jamás estaría consagrada a rendirle pleitesía, como lo hacían tantos y tantas jóvenes en la provincia donde nací, con un fervor y una pasión incomprensibles, entonces, para mí. Ahora puedo entender en su real dimensión de qué se trataba todo eso.
     Finaliza el ensayista asumiendo la crítica de los especialistas, que obnubilados en su coto de caza privado, son incapaces de contemplar el amplio horizonte de la cultura. Es el otro extremo de la realidad descrita en el libro, la de aquellos que poseyendo las cualidades y el talento para disfrutar y crear la cultura, se vuelven increíblemente contra sí mismos desbarrando en teorías delirantes y carentes de todo asidero en la razón.  
     Un libro recomendable, con mucha miga y escrito en la mejor prosa del idioma.

Lima, 28 de abril de 2012.

1 comentario:

  1. Por lo expresado aquí, creo que será necesario hacerse de ese libro.
    Saludos.

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