sábado, 12 de mayo de 2012

San Marcos y yo

Como un homenaje a mi Alma Mater, la longeva Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que hoy cumple 461 años de fundación, publico un artículo que escribí hace cinco años, evocando todo lo que ella significa para mí.

SAN MARCOS Y YO

     Ingresé a la Universidad de San Marcos en 1982, después de un riguroso examen para el que me preparé sumido en el ostracismo intelectual más férreo que adolescente alguno haya tenido. Después de mi estrepitoso fracaso para tentar suerte en la Universidad Católica, la segunda opción me enfrentó al titánico desafío que el mismo nombre implicaba: aprobar el examen de ingreso a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, título teñido de longo prestigio, de gloria centenaria y de inmarcesible cultura.          
     Esos dos meses de enclaustramiento académico, sumergido entre libros de historia, literatura, filosofía, psicología, etcétera, más separatas de exámenes, tomados en distintas universidades del país en los años previos, así como innumerables copias, cuadernos y textos diversos, tuvieron su recompensa beatífica cuando una noche de abril me comunicaron desde la capital –yo vivía a la sazón en mi tierra natal, Jauja- la noticia que esperaba con la máxima tensión y atención.
     El siguiente paso significaba mi mudanza a Lima, ciudad que me hacía el efecto de un monstruo gigantesco y desconocido, pero al que luego, recorriéndole las entrañas, aprendí a domeñar. Y ya instalado en una casa familiar, iniciar formalmente mis estudios universitarios, convertido de la noche a la mañana en un estudiante del nivel superior.
     Así comienza también mi relación con San Marcos, la querida y vieja universidad que acaba de cumplir sus 456 años de fundación. Y así también la memoria me trae a la mente la imagen de la inmensa Ciudad Universitaria, de los autobuses grises que transportaban a los alumnos, y que ellos mismos bautizaron con el gracioso nombre de “burros”, de las húmedas bibliotecas repartidas en varios sitios de la ciudad, donde los libros exhalaban un aroma de tinta antigua y vetusto papel, de los queridos amigos que hice en sus aulas, en sus patios y en sus salas de lectura, y del comedor universitario, donde muchas veces aplaqué el hambre de provinciano urgido.  
     Es también recordar a los venerados maestros, insignes hombres premunidos del saber y la cultura universales, y de quienes bebimos las frescas aguas del conocimiento y la sabiduría. Asimismo, es recordar el encrespado clima de agitación social que se vivía tras sus muros, trasunto y espejo de una realidad que laceró a la patria en esa década.
     La Casona, Letras, Derecho, la Biblioteca Central… son nombres llenos de nostalgia para quien paseó y vivió sus mejores años de juventud en esos reductos, plenos de sentido vital y de, como diría Borges, cóncava amistad. Sonidos que evocan aventuras, literarias y de las otras, y que perfilaron  en nosotros una auténtica educación sentimental y espiritual. 

 En San Marcos conocí a un espléndido grupo de muchachos que, salvo lo de muchachos, siguen, o deben seguir, siendo espléndidos. Lo digo en el sentido de su generosa amistad, de esa especie de secreta complicidad que nos arrastraba a las empresas más descabelladas y a las tareas más idealistas e insensatas. Provenían, como muchos de los habitantes de esta babilónica urbe, de los diversos rincones de nuestra patria: Puno, Huaraz, Pucallpa, Marcona, Cajatambo, Huancayo, Cajamarca, Huánuco… Porque San Marcos es como el resumen del Perú, su síntesis y su esencia.
     Sus aulas y pasillos, sus explanadas y callecitas, bullían de ideas y discusiones sobre los problemas que aquejaban al país; entre bromas y risas, todas nuestras conversaciones anclaban siempre en temas políticos de importancia nacional o mundial. Y cuando discutíamos de literatura o filosofía, la pasión que imprimíamos a nuestras palabras y gestos era el síntoma de una vocación que tenía sus raíces en las mismas entrañas de nuestro ser.
     Era la época del inicio de la lucha política más encarnizada que vivió el Perú en el siglo XX, del reestreno incierto de la democracia y los pasos vacilantes de sus primeros regímenes. Y para nosotros, era también el tiempo del gran descubrimiento de la cultura universal, de la mano de esos inseparables compañeros y guías que eran los grandes maestros de la literatura, la historia y el arte. Pero sobre todo la confirmación de una amistad, que con los años se haría insustituible: el libro.
     Los préstamos e intercambios de libros, las constantes visitas a las bibliotecas, y los paseos fruitivos por las ferias de libros, se hicieron una placentera rutina en nuestras curiosas e inquietas existencias de estudiantes universitarios. Vivíamos intensamente algo que puede sonar cursi o huachafo: una vida intelectual que, sin embargo, no estaba jamás divorciada de los problemas más concretos del hombre contemporáneo, de sus tribulaciones y esperanzas.  
     Por todo ello, el día central del aniversario que  estuve en  La Casona  -ahora Centro Cultural- no pude evitar que una sombra de nostalgia me cubriera y, añorando esos fecundos y preciosos años, bebiera el vino del brindis como quien apura, sediento, el agua milagrosa del tiempo ido, y que ahora volvía para quedarse por siempre en el alma agradecida de quien entendió, en sus ágoras, que la auténtica vida del hombre debiera ser una feliz y armónica mezcla de lucha por los inalienables derechos del ser humano a una vida digna, y  una apuesta indesmayable por los fueros ínclitos del espíritu.
     En ese ideal, creo, debe situarse el destino superior de la humanidad, y San Marcos me enseñó el camino para recorrerlo.

Lima, 12 de mayo de 2007.

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