SAN
MARCOS Y YO
Ingresé a la
Universidad de San Marcos en 1982, después de un riguroso
examen para el que me preparé sumido en el ostracismo intelectual más férreo
que adolescente alguno haya tenido. Después de mi estrepitoso fracaso para
tentar suerte en la Universidad Católica ,
la segunda opción me enfrentó al titánico desafío que el mismo nombre
implicaba: aprobar el examen de ingreso a la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, título teñido de longo prestigio, de gloria centenaria y
de inmarcesible cultura.
Esos dos meses de enclaustramiento académico, sumergido entre libros de
historia, literatura, filosofía, psicología, etcétera, más separatas de
exámenes, tomados en distintas universidades del país en los años previos, así
como innumerables copias, cuadernos y textos diversos, tuvieron su recompensa
beatífica cuando una noche de abril me comunicaron desde la capital –yo vivía a
la sazón en mi tierra natal, Jauja- la noticia que esperaba con la máxima
tensión y atención.
El siguiente paso significaba mi mudanza a Lima, ciudad que me hacía el
efecto de un monstruo gigantesco y desconocido, pero al que luego,
recorriéndole las entrañas, aprendí a domeñar. Y ya instalado en una casa
familiar, iniciar formalmente mis estudios universitarios, convertido de la
noche a la mañana en un estudiante del nivel superior.
Así comienza también mi relación con San Marcos, la querida y vieja
universidad que acaba de cumplir sus 456 años de fundación. Y así también la
memoria me trae a la mente la imagen de la inmensa Ciudad Universitaria, de los
autobuses grises que transportaban a los alumnos, y que ellos mismos bautizaron
con el gracioso nombre de “burros”, de las húmedas bibliotecas repartidas en
varios sitios de la ciudad, donde los libros exhalaban un aroma de tinta
antigua y vetusto papel, de los queridos amigos que hice en sus aulas, en sus
patios y en sus salas de lectura, y del comedor universitario, donde muchas
veces aplaqué el hambre de provinciano urgido.
Es también recordar a los venerados maestros, insignes hombres
premunidos del saber y la cultura universales, y de quienes bebimos las frescas
aguas del conocimiento y la sabiduría. Asimismo, es recordar el encrespado
clima de agitación social que se vivía tras sus muros, trasunto y espejo de una
realidad que laceró a la patria en esa década.
En San Marcos conocí a un espléndido grupo de muchachos que, salvo lo de muchachos, siguen, o deben seguir, siendo espléndidos. Lo digo en el sentido de su generosa amistad, de esa especie de secreta complicidad que nos arrastraba a las empresas más descabelladas y a las tareas más idealistas e insensatas. Provenían, como muchos de los habitantes de esta babilónica urbe, de los diversos rincones de nuestra patria: Puno, Huaraz, Pucallpa, Marcona, Cajatambo, Huancayo, Cajamarca, Huánuco… Porque San Marcos es como el resumen del Perú, su síntesis y su esencia.
Sus aulas y pasillos, sus explanadas y callecitas, bullían de ideas y
discusiones sobre los problemas que aquejaban al país; entre bromas y risas,
todas nuestras conversaciones anclaban siempre en temas políticos de
importancia nacional o mundial. Y cuando discutíamos de literatura o filosofía,
la pasión que imprimíamos a nuestras palabras y gestos era el síntoma de una
vocación que tenía sus raíces en las mismas entrañas de nuestro ser.
Era la época del inicio de la lucha política más encarnizada que vivió
el Perú en el siglo XX, del reestreno incierto de la democracia y los pasos
vacilantes de sus primeros regímenes. Y para nosotros, era también el tiempo
del gran descubrimiento de la cultura universal, de la mano de esos
inseparables compañeros y guías que eran los grandes maestros de la literatura,
la historia y el arte. Pero sobre todo la confirmación de una amistad, que con
los años se haría insustituible: el libro.
Los préstamos e intercambios de libros, las constantes visitas a las
bibliotecas, y los paseos fruitivos por las ferias de libros, se hicieron una
placentera rutina en nuestras curiosas e inquietas existencias de estudiantes
universitarios. Vivíamos intensamente algo que puede sonar cursi o huachafo:
una vida intelectual que, sin embargo, no estaba jamás divorciada de los
problemas más concretos del hombre contemporáneo, de sus tribulaciones y esperanzas.
Por todo ello, el día central del aniversario que estuve en
La Casona
-ahora Centro Cultural- no pude evitar
que una sombra de nostalgia me cubriera y, añorando esos fecundos y preciosos
años, bebiera el vino del brindis como quien apura, sediento, el agua milagrosa
del tiempo ido, y que ahora volvía para quedarse por siempre en el alma
agradecida de quien entendió, en sus ágoras, que la auténtica vida del hombre
debiera ser una feliz y armónica mezcla de lucha por los inalienables derechos del
ser humano a una vida digna, y una
apuesta indesmayable por los fueros ínclitos del espíritu.
En ese ideal, creo, debe situarse el destino superior de la humanidad, y San Marcos me enseñó el
camino para recorrerlo.
Lima, 12 de mayo de 2007.
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