Felicia de los Ríos Salcedo es una
adolescente que quiere dejar el testimonio de su último año de estudios en un
colegio secundario, contando con detalle y buena prosa sus vivencias de esa
época al lado de un grupo de estudiantes en un colegio internado de monjas en
la ciudad andina de Soray, en los andes centrales. Muchos años después, su
sobrino nieto Claudio Errázuriz Salcedo encuentra los manuscritos y decide
publicarlos, con la previa autorización de las herederas de su tía. Así, con
este artificio literario, muy común por lo demás en la historia de la
literatura, surge la tercera novela del escritor jaujino Edgardo Rivera
Martínez, Diario de Santa María
(Alfaguara, 2008).
En las primeras páginas del diario, la
autora no deja de manifestar su agrado de estar otra vez en Jauja, pues su
familia había tenido que mudarse a Cerro de Pasco y luego a Huarón, por razones
de trabajo del padre. Pero el súbito fallecimiento de éste, determina a madre e
hija a regresar a su tierra, para prolongar el negocio familiar y establecerse
definitivamente en ella. Se detiene a contar la vida de su tío Teodoro, hermano
de su madre, quien vive en Concepción, pero que las visita frecuentemente. Él
es viudo, tiene un hijo en el extranjero y está secretamente enamorado de
Maruja Linares, una paisana a quien la madre de Felicia no ve con buenos ojos,
motivo de la viva curiosidad de Felicia.
Debido a que no encuentran una vacante en
el colegio de la ciudad, pues ese año la institución no brindaba la enseñanza
del quinto de secundaria, Felicia es matriculada en un colegio regentado por
religiosas isabelinas y que lleva el ostentoso nombre de Colegio de Educandas
de Nuestra Señora de Santa María, situado en Soray, un pueblito cercano a
Concepción, en el Valle del Mantaro. Debemos tener presente que para el año en
que se escriben los diarios, 1935, la actual provincia de Concepción estaba
adscrita políticamente a la provincia de Jauja, adquiriendo su presente
categoría recién en el año 1951.
Al ingresar el primer día de clases,
Felicia se entera que tendrá como compañera de cuarto a una chica francesa que
debe llegar en unos días. Mientras tanto, traba amistad con varias de sus
condiscípulas, entre ellas Matilde, una joven ayacuchana, e Isabel, apurimeña.
Igualmente va reconociendo al personal de religiosas que son las encargadas de
impartir las enseñanzas de las diversas materias.
A los pocos días llega Solange, la
francesita, con quien Felicia establecerá una amistad singular y altamente fecunda.
Se entabla entre ellas una corriente de simpatía poderosa y única, pues
comparten gustos similares y una formación rica en antecedentes familiares y
culturales. Una amistad que llega a rozar, en numerosos momentos, un suave y
delicado erotismo -una amistad sáfica-, que sirve de experiencia y aprendizaje
para esa educación sentimental que viven estas dos jóvenes, recluidas en un
recinto escolar en medio de la frondosidad del valle, entre alisos, eucaliptos
y quinuales.
Comparten aficiones artísticas muy
similares, sobre todo la música y la poesía, además de la pintura, pues la
“gringuita” -como la llaman en el colegio- es creadora de bellas acuarelas. El
padre de Solange, un ingeniero francés que labora en una Compañía francesa en
las minas de Huarón, se encarga de llevarle a su hija, cada vez que la visita,
libros de poesía y discos de música clásica. Regalos que serán un auténtico
deleite para estas jovencitas, ávidas de vivencias estéticas y goces
espirituales. Un día comentan, por ejemplo, la ópera Armide de Lully, otro emprenden lecturas de Safo y José María
Eguren. Luego leen a Federico García Lorca; circunstancia en que Felicia, entre
el asombro y la culpa, asiste a los primeros raptos eróticos de su amiga.
La presencia de la música es esencial en
el mundo narrativo de Rivera Martínez, como cuando las alumnas se ponen a
cantar huainos y canciones de la tierra. Felicia es amante de los yaravíes, a
la par que Solange estrena una victrola, obsequio del señor Aubert, donde
escuchan a los grandes compositores. Puede resultar ciertamente inverosímil el
que un par de adolescentes, aun en esa época, gusten de la ópera, las arias y
las melodías de la música culta. Pero es el sello de la obra narrativa del
novelista jaujino, el abrazo fraterno de dos civilizaciones, el encuentro, en
feliz comunión, de las expresiones culturales de Occidente y del mundo andino.
También abundan las referencias a la
literatura, empezando por la temprana vocación poética de Felicia, su
preferencia por Vallejo, o cuando revisan la biblioteca del abuelo materno en
Jauja, en ocasión de una de las pocas visitas que hace Solange a su amiga en un
día de salida del colegio. Asimismo cuando Solange recibe un nuevo presente de
su padre, una antología de poesía femenina francesa contemporánea, que ambas
señoritas leen extasiadas, conociendo de paso a las nuevas exponentes de la
poesía gala.
Es muy perceptiva la narradora con relación
al paisaje de Jauja: los campos de quinua, los cerros entre el ocre, el azul y
el violado; así como de lo fantástico, cuando cree escuchar a María Felicia, su
bisabuela muerta por un rayo. Dice muy poéticamente: “…y seguirá siendo solo
una sombra en la sombra sin fin de la muerte”.
Las relaciones con las monjas es motivo
también de muchos pasajes de la novela, pues así como hay religiosas rígidas y
antipáticas, como sor Adela, hay otras más bien dulces y generosas, como sor
Lucía. Es precisamente sor Adela quien sorprende un día a Felicia leyendo
poesía, libros paganos para la estrecha concepción literaria de la hermana, y
que de esta manera ejerce su particular censura a las inquietudes de nuestra
protagonista.
Pero el hecho que precipitará el fin de
los diarios, y simultáneamente el fin de la novela, es el incidente entre
Solange y sor Adela, una previsible fricción entre la educación liberal de la
francesa y la ortodoxia dogmática de la religiosa. Cuando sucede el bochornoso
enfrentamiento, y Solange ve próxima su expulsión del colegio, Felicia y su
amiga comparten sus creaciones: ella sus poesías, ésta sus acuarelas. Es
diciembre, los últimos exámenes están a la vista y ambas compañeras deben
despedirse, haciéndose múltiples promesas de visitas, llamadas y cartas. No
todas se cumplen, es verdad, por la fuerza de la realidad, pero quedará en las
dos el imborrable recuerdo de un momento intenso y hermoso de sus vidas.
Una tierna y encantadora novela, que he
leído con fruición y nostalgia, tal vez por los recuerdos de ese mágico rincón,
que comparto con Felicia y su fina sensibilidad.
Lima, 18 de
agosto de 2012.
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