sábado, 11 de agosto de 2012

Un gurú de Occidente


     Dentro de los cincuentenarios conmemorativos de este año, hay uno especialmente entrañable para mí: el de la muerte del escritor alemán Hermann Hesse, acaecida el 9 de agosto de 1962 en Suiza, país que eligió para vivir cuando el suyo era inminente que cayera bajo las zarpas del nazismo.
     Abundan las referencias a la vida y a la obra de este auténtico lobo estepario, un creador del cual Vargas Llosa ha dicho que ha gozado del mayor privilegio que puede disfrutar un escritor, el que una juventud rebelde e iconoclasta del mundo entero lo haya convertido en su maestro y su principal valedor moral y ético.
     Fue en los años ochenta, en esos fervorosos días de la vida universitaria, que conocí a Hermann Hesse y que se erigió en uno de mis referentes filosófico-literarios más duraderos y profundos. Fueron tiempos de esa primera juventud que, ansiosa de búsquedas, se encuentra en un camino con múltiples direcciones, en ese dilema terrible de la elección vital de un sentido a la existencia.
     Es allí que la irrupción del Premio Nobel 1946 sería capital para muchos que, como yo, nos hallábamos en un periodo de tránsito y desasosiego. Las primeras vivencias del amor, el asalto intempestivo de la muerte, las preguntas sobre el ser y su destino, nos acuciaban de tal manera, que solo la palabra de este gurú de Occidente podría servirnos de brújula y norte. El primero de sus libros que pude leer con ese fervor único de joven desbrujulado fue precisamente El lobo estepario, al cual seguiría, uno tras otro, Siddhartha, Demian, Narciso y Goldmundo y El juego de los abalorios, obras que considero esenciales en mi formación espiritual.
     El gran aprendizaje que obtuvo de su estancia en Oriente, impregnó su obra de ese misticismo peculiar que la caracteriza, teñida por su fecunda inmersión en las filosofías de la India y en las enseñanzas y hallazgos de los grandes maestros de la espiritualidad más acendrada. Esa cosmovisión, cuyos trazos se asientan en la milenaria sabiduría de ese lado del mundo, era lo que nos subyugaba poderosamente. Todo hallaba su explicación y entendimiento en las luminosas páginas de esos libros bellísimos que escribió, aun cuando muchas veces también nos dejaba suspendidos de la incertidumbre y el cuestionamiento, estados ante los que deberíamos seguir sin dudar las huellas de sus propias reflexiones y apelar por último a la voz despierta de nuestro propio interior.
     Compartí con varios amigos de juventud, que aún lo siguen siendo, la pasión por Hesse, de quien hablábamos y discutíamos a toda hora: en los pasillos de la ciudad universitaria, en las calles de la ciudad, en la banca de un parque, en el café literario, en el comedor de estudiantes. A él habría que dirigirle estos versos que escribió, dedicados a Hölderlin: “Amigo de mi juventud, a ti regreso agradecido / ciertos atardeceres, cuando entre los saucos / en el jardín que duerme suena sólo / la fuente susurrante”. Pues eso fue para nosotros Hesse, un querido amigo de juventud, una fuente inagotable de la más escanciada sabiduría, una voz balsámica en medio de las tormentas que amenazan toda vida.
     Todavía suenan en mis oídos las canciones de su arpa divina, a las cuales regreso cada vez que siento esas nostalgias que jamás terminan. Estoy parafraseando al gurú más cercano de mi derrotero, aquel hombre que desde su propia rebeldía y desafío, se convirtió en el padre espiritual de generaciones enteras de seres humanos, ávidos de encontrar las respuestas certeras a sus interrogantes más cruciales.

Lima, 11 de agosto de 2012.

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