Dentro de los cincuentenarios
conmemorativos de este año, hay uno especialmente entrañable para mí: el de la
muerte del escritor alemán Hermann Hesse, acaecida el 9 de agosto de 1962 en
Suiza, país que eligió para vivir cuando el suyo era inminente que cayera bajo
las zarpas del nazismo.
Abundan las referencias a la vida y a la
obra de este auténtico lobo estepario, un creador del cual Vargas Llosa ha
dicho que ha gozado del mayor privilegio que puede disfrutar un escritor, el
que una juventud rebelde e iconoclasta del mundo entero lo haya convertido en
su maestro y su principal valedor moral y ético.
Fue en los años ochenta, en esos
fervorosos días de la vida universitaria, que conocí a Hermann Hesse y que se
erigió en uno de mis referentes filosófico-literarios más duraderos y
profundos. Fueron tiempos de esa primera juventud que, ansiosa de búsquedas, se
encuentra en un camino con múltiples direcciones, en ese dilema terrible de la
elección vital de un sentido a la existencia.
Es allí que la irrupción del Premio Nobel
1946 sería capital para muchos que, como yo, nos hallábamos en un periodo de
tránsito y desasosiego. Las primeras vivencias del amor, el asalto intempestivo
de la muerte, las preguntas sobre el ser y su destino, nos acuciaban de tal
manera, que solo la palabra de este gurú de Occidente podría servirnos de
brújula y norte. El primero de sus libros que pude leer con ese fervor único de
joven desbrujulado fue precisamente El
lobo estepario, al cual seguiría, uno tras otro, Siddhartha, Demian, Narciso y Goldmundo y El juego de los abalorios, obras que
considero esenciales en mi formación espiritual.
El gran aprendizaje que obtuvo de su
estancia en Oriente, impregnó su obra de ese misticismo peculiar que la
caracteriza, teñida por su fecunda inmersión en las filosofías de la India y en
las enseñanzas y hallazgos de los grandes maestros de la espiritualidad más
acendrada. Esa cosmovisión, cuyos trazos se asientan en la milenaria sabiduría
de ese lado del mundo, era lo que nos subyugaba poderosamente. Todo hallaba su
explicación y entendimiento en las luminosas páginas de esos libros bellísimos
que escribió, aun cuando muchas veces también nos dejaba suspendidos de la
incertidumbre y el cuestionamiento, estados ante los que deberíamos seguir sin
dudar las huellas de sus propias reflexiones y apelar por último a la voz
despierta de nuestro propio interior.
Compartí con varios amigos de juventud,
que aún lo siguen siendo, la pasión por Hesse, de quien hablábamos y discutíamos
a toda hora: en los pasillos de la ciudad universitaria, en las calles de la
ciudad, en la banca de un parque, en el café literario, en el comedor de
estudiantes. A él habría que dirigirle estos versos que escribió, dedicados a
Hölderlin: “Amigo de mi juventud, a ti regreso agradecido / ciertos
atardeceres, cuando entre los saucos / en el jardín que duerme suena sólo / la
fuente susurrante”. Pues eso fue para nosotros Hesse, un querido amigo de
juventud, una fuente inagotable de la más escanciada sabiduría, una voz
balsámica en medio de las tormentas que amenazan toda vida.
Todavía suenan en mis oídos las canciones
de su arpa divina, a las cuales regreso cada vez que siento esas nostalgias que
jamás terminan. Estoy parafraseando al gurú más cercano de mi derrotero, aquel
hombre que desde su propia rebeldía y desafío, se convirtió en el padre
espiritual de generaciones enteras de seres humanos, ávidos de encontrar las
respuestas certeras a sus interrogantes más cruciales.
Lima, 11 de
agosto de 2012.
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