La
muerte del gigante líder sudafricano, el pasado jueves 5 de diciembre, cierra
un capítulo de la historia de los tiempos modernos, una época signada por
guerras devastadoras, inmensas catástrofes sociales y profundos cambios políticos
y económicos. Uno de estos últimos fue precisamente el logrado por Nelson
Mandela con el fin del régimen racista del Apartheid, que durante décadas
mantuvo envilecida a una población por el simple motivo del color de su piel.
La lucha librada por este coloso de los
derechos humanos desde sus años mozos, cuando integraba las milicias armadas
del Congreso Nacional Africano (CNA), siendo acusado de sabotaje y terrorismo y
confinado en las mazmorras del gobierno de Pretoria, se yergue en la perspectiva
del tiempo como una de esas hazañas épicas que sólo lograban los grandes héroes
de los cantares de gesta o de los poemas homéricos.
Cerca de tres décadas en la cárcel no
mermaron su paciencia, su esperanza y su valor para afrontar uno de los objetivos
más trascendentales de su existencia: acabar con un sistema inicuo e injusto
que sojuzgaba a sus hermanos de raza, que los condenaba a una forma de vida que
contradecía los grandes postulados contemporáneos de lo que los occidentales
llamaban la democracia, la libertad y los derechos humanos, valores intrínsecos
de una auténtica civilización.
Había estado muy mal hace unos meses,
cuando se pensó que ya era el momento de su partida, pero asombrosamente se
recuperó y habitó entre los suyos algunos días más para acostumbrarlos a la ausencia
a través de la ceremonia indolora del adiós, hasta que finalmente se ha ido,
dejando sumida a la humanidad en una orfandad parecida a la que deja la
ausencia del patriarca de la familia, el pater
familias, el jefe de esta tribu global que es nuestro planeta con los
adelantos de las comunicaciones y la tecnología.
Sus restos han sido velados durante más de
una semana, para que todos puedan rendirle el homenaje póstumo, y a la
ceremonia de sus honras fúnebres han acudido cerca de un centenar de
dignatarios del mundo entero, desde presidentes de la república hasta soberanos
reales, pasando por primeros ministros, expresidentes y diversas figuras del
mundo de la política, el arte y la cultura en general.
Algunos milagros inesperados han ocurrido
en el estadio de Johannesburgo donde se han realizado los oficios religiosos,
como el apretón de manos entre el presidente Obama y su similar Raúl Castro, o la
cercanía física de dos rivales enconados de la política francesa como el
presidente Hollande y el expresidente Sarkozy, o la sorprendente familiaridad
demostrada entre las dos últimas esposas de Nelson Mandela. Giros curiosos que
se producen a partir de ese fenómeno inexorable que es la muerte, que logra
borrar a veces todas las diferencias, que nos iguala ente su insondable
misterio acercándonos en una extraña solidaridad que habitualmente no la
tendríamos.
No deja de tener sus luces y sombras la
increíble vida de este hombre que fue acusado de terrorismo y que purgó una
larga carcelería sin quebrantarse, arrostrando los años de encierro con un
estoicismo y una valentía verdaderamente admirables. Si muchos de sus
detractores lo acusaron de haber apuntalado la impunidad de sus victimarios,
con el fin de obtener el gran objetivo de su lucha, deberían pensar solamente
en lo que puede significar para una persona las condiciones en las que purgó un
encierro tan injusto.
Pues si logró transar con las autoridades
blancas del régimen de Pretoria, para conseguir primero su liberación y luego
el tránsito hacia un gobierno democrático, pasando por el trabajo de una
Comisión de la Verdad y Reconciliación que tuvo que transigir en algunos puntos
cruciales del proceso de transferencia, el resultado obtenido no pudo haber sino
justificado de alguna manera los pasos dados. Allí están las palabras de
Desmond Tutu, el obispo anglicano amigo de Mandela que presidió dicha Comisión,
para corroborarlo: “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber
perdón.”
En esa línea del perdón es donde mejor se
puede explicar y entender el significado de la obra de Mandela, a despecho de
quienes pretenden regatearle méritos a su lucha y a lo obtenido con ella. Era
quizá el único camino para allanar el fin de ese sistema supérstite de las
viejas prácticas coloniales en pleno siglo XX. Ello constituye, pues, el legado
más trascendente del líder sudafricano que acaba de ser despedido con los más
altos honores por los representantes de una humanidad compungida por su
partida.
Lima, 24 de
diciembre de 2013.