lunes, 4 de febrero de 2013

El antiprofesor


Siempre me ha tocado nadar contra la corriente, no por el simple hecho de dar la contra, como se suele decir comúnmente, sino porque mi propia naturaleza, la contextura total de mi ser, está hecha de una materia extraña y misteriosa que me hace ser muchas veces no como se espera que sea, sino como nunca se ha visto que alguien proceda en las más diversas circunstancias de la vida.
     Por ello, cuando decidí ejercer la labor docente, en primer lugar por una razón de necesidad estrictamente material, convocado por algún familiar generoso que quiso amparar las urgencias económicas del joven universitario que por entonces yo era; y en segundo lugar por una evidente inclinación espiritual que quizá ya venía inscrito en mis genes, sabía igualmente que no podría ser de otra manera que la que llevara la contraria a lo convencionalmente establecido. Mis padres habían sido maestros, muchos tíos de varias generaciones también habían abrazado esta noble y vapuleada profesión, por lo tanto era perfectamente posible que yo sintiera natural el ejercicio de la enseñanza.
     Si bien es cierto nunca cursé estudios formales de pedagogía, pues mis pasos universitarios estuvieron encaminados más bien al derecho y las ciencias políticas, sentía que la enseñanza no me era ajena, pues sabía que a mis juveniles veinticuatro años, había adquirido una frondosa e inusual cantidad de conocimientos, poco comunes entre los jóvenes de mi generación, y que tenía una particular predisposición a querer transmitirlos.
Ahora, la cuestión era también saber transmitirlos, y en ello parece que tuve como guía único e insuperable ese fervor intelectual del cual siempre me he sentido poseído.
     He cometido muchos errores, e incurrido en numerosas equivocaciones, sin duda, pero creo tener el temple y el temperamento de alguien dotado para la transmisión de los saberes. Sin embargo, ese don o cualidad  no ha podido nunca ser sometido a los rígidos y cuadriculados parámetros en los que se mueve la educación formal. Es por ello que recién ahora convengo en la precisión y el rigor de calificar mis acciones en esta área como las propias de un insólito y auténtico antiprofesor.
     Detesto las ceremonias oficiales, sobre todo aquellas que tienen por inicio la interpretación de himnos, la repetición de oraciones u otro ritual de parecido jaez; por tanto es fácilmente previsible que no pueda encajar en lo que exige el desenvolvimiento lógico de una labor docente. Abomino igualmente de las formaciones escolares, esos insufribles trasiegos con los alumnos para que se ordenen como si fueran una tropa, y mucho más aún me llenan de espanto las voces de mando de cada profesor fungiendo de comandante de regimiento o de sargento de pelotón.
     Y en el aula, no puedo evitar una sonrisa de conmiseración cuando escucho la dicción engolada y el acento marcadamente pedagógico del maestro frente a sus alumnos. Me escarapela el alma la arenga llena de moralina y el didactismo involuntariamente inocentón con que los profesores y profesoras, especialmente cuando ejercen algún cargo directivo, cargan sus discursos de sentencias efectistas y sus intervenciones de ribetes prosaicos.
     De igual manera, me resultan insoportables las llamadas reuniones de coordinación, las muy publicitadas jornadas de capacitación y demás menjunjes académico-pedagógicos que se han inventado para la distracción del tedio y para dejar de hacer, en mi caso, cosas mucho más importantes, como son leer, pensar y escribir.
     Huyo como de la peste de las formas y las maneras, que los maestros han aprendido en las aulas de la educación superior, sobre cómo dirigirse a sus alumnos y, lo que es peor, sobre cómo iniciar una clase y cómo acabarla. Hay una larga serie de palabras y frases que pertenecen a la jerga pedagógica que me resultan sencillamente impronunciables, verbi gratia: “dinámica”, “saberes previos” y “aprendizaje significativo”.
     No me resigno a perpetuar los cánones de la educación establecida, a prolongar sus falencias y a consagrar sus desatinos. Reconozco que algunas veces me he excedido en enfrentar a un alumno canijo o a una alumna algo más que insolente. Y a pesar de que tengo fama de ser paciente, en ciertas circunstancias ha rebasado mi tolerancia la vulgaridad y la estupidez, aun sea a escala juvenil. Y así, entre bromas y veras, les he dicho a cada quien su merecido.
     Un comentario unánime en los centros donde he enseñado me ha dejado entre agradecido y perplejo: dicen alumnos y profesores con quienes he frecuentado, que soy “el más culto”, frase que como verán me puede enorgullecer, pero también me puede desafiar hasta límites inconcebibles. Lo cierto es que, dejando la modestia de lado, muy pocas veces me ha sido dado trabar conversación con algún profesor que, además de bien informado, tenga un nivel cultural más o menos acorde con lo que exigen los estándares mínimos de la educación para un profesional de este tipo.
     Esto hace, pues, que mi presencia en el aula sea una mezcla de encuentro fortuito y charla espontánea, sesión de un buen sentido del humor bien dosificado y despliegue de un saber multidisciplinario que tira por los aires los compartimentos estancos que los demás imaginan que son las materias escolares. Una especie de reflexión en voz alta sobre los temas que acucian mi curiosidad intelectual, y un parloteo entretenido sobre aspectos personales que bien puede derivar en algún escarceo de humor negro mezclado a una áspera autocrítica nada indulgente ni concesiva.
     En una palabra, una excéntrica manera de abordar un ejercicio que puede ir, según sea el caso, del aburrimiento más letal, a la más lúcida y divertida forma de acceder al conocimiento y la sabiduría.

Lima, 3 de febrero de 2013.

1 comentario:

  1. Walter:
    Para ser profesor hay que poseer las condiciones necesarias para esa función.
    Lo que quiere decir que, además del conocimiento de la materia que se enseña, esa persona deberá poseer condiciones humanas acordes al puesto.
    A lo largo de mi vida debo haber sido alumno de cerca de un centenar de docentes, en diversas disciplinas; de entre todos ellos, quizá unos pocos han sido memorables, pues la gran mayoría solo fueron una valla a saltar en la carrera cursada.
    Es lógico, la docencia resulta ser una profesión en la que, con llamativa facilidad, se gana un sueldo. Así también es la calidad de la enseñanza que se brinda.
    Al mediocre, le encantan los formalismos, lo cotidiano reiterado sin cambios, pues no requiere pensar en nuevas adaptaciones...
    Quizá eso sea una de las razones que me alejaron de la docencia, además de mi poca capacidad técnica para considerarme un buen profesor, o mi incapacidad para perder el tiempo con aquellos no intreresados en el tema que pudiera desarrollar.
    Un gran abrazzo.

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