Siempre
me ha tocado nadar contra la corriente, no por el simple hecho de dar la
contra, como se suele decir comúnmente, sino porque mi propia naturaleza, la
contextura total de mi ser, está hecha de una materia extraña y misteriosa que
me hace ser muchas veces no como se espera que sea, sino como nunca se ha visto
que alguien proceda en las más diversas circunstancias de la vida.
Por ello, cuando decidí ejercer la labor
docente, en primer lugar por una razón de necesidad estrictamente material,
convocado por algún familiar generoso que quiso amparar las urgencias
económicas del joven universitario que por entonces yo era; y en segundo lugar
por una evidente inclinación espiritual que quizá ya venía inscrito en mis
genes, sabía igualmente que no podría ser de otra manera que la que llevara la
contraria a lo convencionalmente establecido. Mis padres habían sido maestros,
muchos tíos de varias generaciones también habían abrazado esta noble y
vapuleada profesión, por lo tanto era perfectamente posible que yo sintiera
natural el ejercicio de la enseñanza.
Si bien es cierto nunca cursé estudios
formales de pedagogía, pues mis pasos universitarios estuvieron encaminados más
bien al derecho y las ciencias políticas, sentía que la enseñanza no me era
ajena, pues sabía que a mis juveniles veinticuatro años, había adquirido una
frondosa e inusual cantidad de conocimientos, poco comunes entre los jóvenes de
mi generación, y que tenía una particular predisposición a querer
transmitirlos.
Ahora,
la cuestión era también saber transmitirlos, y en ello parece que tuve como
guía único e insuperable ese fervor intelectual del cual siempre me he sentido
poseído.
He cometido muchos errores, e incurrido en
numerosas equivocaciones, sin duda, pero creo tener el temple y el temperamento
de alguien dotado para la transmisión de los saberes. Sin embargo, ese don o
cualidad no ha podido nunca ser sometido
a los rígidos y cuadriculados parámetros en los que se mueve la educación
formal. Es por ello que recién ahora convengo en la precisión y el rigor de
calificar mis acciones en esta área como las propias de un insólito y auténtico
antiprofesor.
Detesto las ceremonias oficiales, sobre
todo aquellas que tienen por inicio la interpretación de himnos, la repetición
de oraciones u otro ritual de parecido jaez; por tanto es fácilmente previsible
que no pueda encajar en lo que exige el desenvolvimiento lógico de una labor
docente. Abomino igualmente de las formaciones escolares, esos insufribles
trasiegos con los alumnos para que se ordenen como si fueran una tropa, y mucho
más aún me llenan de espanto las voces de mando de cada profesor fungiendo de
comandante de regimiento o de sargento de pelotón.
Y en el aula, no puedo evitar una sonrisa
de conmiseración cuando escucho la dicción engolada y el acento marcadamente pedagógico
del maestro frente a sus alumnos. Me escarapela el alma la arenga llena de
moralina y el didactismo involuntariamente inocentón con que los profesores y
profesoras, especialmente cuando ejercen algún cargo directivo, cargan sus
discursos de sentencias efectistas y sus intervenciones de ribetes prosaicos.
De igual manera, me resultan insoportables
las llamadas reuniones de coordinación, las muy publicitadas jornadas de
capacitación y demás menjunjes académico-pedagógicos que se han inventado para
la distracción del tedio y para dejar de hacer, en mi caso, cosas mucho más
importantes, como son leer, pensar y escribir.
Huyo como de la peste de las formas y las
maneras, que los maestros han aprendido en las aulas de la educación superior,
sobre cómo dirigirse a sus alumnos y, lo que es peor, sobre cómo iniciar una
clase y cómo acabarla. Hay una larga serie de palabras y frases que pertenecen
a la jerga pedagógica que me resultan sencillamente impronunciables, verbi gratia: “dinámica”, “saberes
previos” y “aprendizaje significativo”.
No me resigno a perpetuar los cánones de
la educación establecida, a prolongar sus falencias y a consagrar sus
desatinos. Reconozco que algunas veces me he excedido en enfrentar a un alumno
canijo o a una alumna algo más que insolente. Y a pesar de que tengo fama de
ser paciente, en ciertas circunstancias ha rebasado mi tolerancia la vulgaridad
y la estupidez, aun sea a escala juvenil. Y así, entre bromas y veras, les he
dicho a cada quien su merecido.
Un comentario unánime en los centros donde
he enseñado me ha dejado entre agradecido y perplejo: dicen alumnos y
profesores con quienes he frecuentado, que soy “el más culto”, frase que como
verán me puede enorgullecer, pero también me puede desafiar hasta límites
inconcebibles. Lo cierto es que, dejando la modestia de lado, muy pocas veces
me ha sido dado trabar conversación con algún profesor que, además de bien
informado, tenga un nivel cultural más o menos acorde con lo que exigen los
estándares mínimos de la educación para un profesional de este tipo.
Esto hace, pues, que mi presencia en el
aula sea una mezcla de encuentro fortuito y charla espontánea, sesión de un
buen sentido del humor bien dosificado y despliegue de un saber
multidisciplinario que tira por los aires los compartimentos estancos que los
demás imaginan que son las materias escolares. Una especie de reflexión en voz
alta sobre los temas que acucian mi curiosidad intelectual, y un parloteo entretenido
sobre aspectos personales que bien puede derivar en algún escarceo de humor
negro mezclado a una áspera autocrítica nada indulgente ni concesiva.
En una palabra, una excéntrica manera de
abordar un ejercicio que puede ir, según sea el caso, del aburrimiento más letal,
a la más lúcida y divertida forma de acceder al conocimiento y la sabiduría.
Lima, 3 de
febrero de 2013.
Walter:
ResponderEliminarPara ser profesor hay que poseer las condiciones necesarias para esa función.
Lo que quiere decir que, además del conocimiento de la materia que se enseña, esa persona deberá poseer condiciones humanas acordes al puesto.
A lo largo de mi vida debo haber sido alumno de cerca de un centenar de docentes, en diversas disciplinas; de entre todos ellos, quizá unos pocos han sido memorables, pues la gran mayoría solo fueron una valla a saltar en la carrera cursada.
Es lógico, la docencia resulta ser una profesión en la que, con llamativa facilidad, se gana un sueldo. Así también es la calidad de la enseñanza que se brinda.
Al mediocre, le encantan los formalismos, lo cotidiano reiterado sin cambios, pues no requiere pensar en nuevas adaptaciones...
Quizá eso sea una de las razones que me alejaron de la docencia, además de mi poca capacidad técnica para considerarme un buen profesor, o mi incapacidad para perder el tiempo con aquellos no intreresados en el tema que pudiera desarrollar.
Un gran abrazzo.