El anuncio de la dimisión del Papa
Benedicto XVI al pontificado, ha remecido al mundo cristiano en general y a las
altas esferas de la curia romana en particular. Nadie esperaba un desenlace de
esta magnitud, a pesar de que ya desde el año pasado algunas personas muy
cercanas al Obispo de Roma podían predecir este final, cuando Joseph Ratzinger
descubrió –nos imaginamos entre indignado y lleno de espanto-, el robo de un
volumen importante de documentos secretos del Vaticano, un hecho que la prensa
europea bautizó como los Vatileaks.
El quinto caso de renuncia de un Papa en
toda la historia de la Iglesia Católica, nos ha sido dado presenciar a los
hombres de este tiempo, pues hacía cerca de 600 años que no ocurría algo
parecido, lo cual puede darnos un indicio de la crisis insuperable que vive una
de las instituciones más importantes de Occidente. Al parecer, dos serían los
factores determinantes para que el teólogo alemán haya tomado una decisión de
este calibre.
Para nadie es un secreto que desde hace un
buen tiempo la Iglesia Católica enfrenta un serio problema ante los miles de
casos de acusaciones de pederastia que recaen sobre muchos sacerdotes en
diversos países del mundo, muchos de ellos contra altos representantes de la
jerarquía eclesiástica. La política de encubrimiento que ejerció oficialmente
la Iglesia, especialmente durante el pontificado de Juan Pablo II; el
sistemático silenciamiento de delitos nefandos cometidos por integrantes del
clero contra niños, mujeres y hombres en distintas regiones del orbe, han dado
paso a una bochornosa impunidad que el Papa renunciante ha querido corregir sin
resultados.
El caso escabroso de Marcial Maciel,
fundador de los Legionarios de Cristo, un vasto criminal cuyo prontuario ha
sido profusamente documentado por la periodista Carmen Aristegui en su libro Marcial Maciel. Historia de un criminal,
nos da una idea de los límites de depravación a los que es capaz de llegar un
miembro del clero, aupado por la Santa Sede durante mucho tiempo y muerto en la
total impunidad. La complicidad de la Iglesia ante estos delitos y trapacerías
de sus miembros no puede ser más evidente.
Cuando en marzo del año pasado se denunció
la desaparición de valiosos documentos secretos de la mismísima oficina papal,
prosiguiéndose con la detención y acusación de Paolo Gabriele -su secretario
privado- como autor del delito, terminándose con la condena y posterior perdón
del Papa, éste ya habría decidido el camino a seguir, según lo ha confesado su
propio hermano, el también sacerdote Georg Ratzinger, en una entrevista a un
medio de prensa español.
A esto habría que añadir la presencia
inquietante en los pasillos del poder vaticano de influyentes congregaciones
ultramontanas que se han disputado espacios de poder como las hienas se
disputan trozos de carroña; grupos ortodoxos y conservadores que han tomado las
riendas de la Iglesia a través de sus poderosas injerencias, trabándose en
sorda lucha ante la mirada impávida de un intelectual y hombre de pensamiento
como Ratzinger, incapaz de poder enfrentar esos tira y aflojes de una
institución en franca decadencia.
No deja de ser curioso que una institución
que naciera con humildes pero sólidos principios morales, proponiendo rigurosos
valores éticos a sus seguidores, se haya trocado a la vuelta de los siglos en
poco menos que una olla de grillos, padeciendo en su seno abiertas luchas
intestinas, intrigas mal disimuladas y una atmósfera enrarecida de donde mana el
pútrido olor de la corrupción. El sendero transitado en dos mil años de
vigencia no puede ser más decepcionante. La religión que nació literalmente en
un pesebre, termina convertida en un suntuoso templo recubierto por el oro
rancio de la ambición y la podre.
No debe olvidarse tampoco el inicuo papel
que le cupo realizar a Joseph Ratzinger cuando desempeñaba el cargo de Prefecto
de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el pomposo y barroco
nombre que pretendió hacer olvidar a la nefasta Santa Inquisición o Santo
Oficio, la antesala del infierno en los siglos precedentes. Concretamente, la
condena al silencio de un grupo de sacerdotes creadores de la teología de la
liberación –una corriente progresista al interior de la Iglesia-, entre los que
se contaban los nombres de notables teólogos como el brasileño Leonardo Boff,
el peruano Gustavo Gutiérrez y el español Juan José Tamayo. Una lamentable
puesta en escena de la intolerancia, la intransigencia y el dogmatismo más
vertical.
Se retirará, pues, Joseph Ratzinger a un
convento cerca del Vaticano, a pasar el resto de los años que le quedan,
probablemente dedicado a la oración, al estudio y a la escritura. Su abdicación
del trono de Pedro marcará sin duda un hito fundamental en el sinuoso historial
de la Iglesia Católica, signada por una crisis profunda que sólo podrá revertir
si vuelve por la senda señalada por su fundador, algo verdaderamente prometeico
a estas alturas de las cosas. En fin, la renovación o la reforma de sus viejas
estructuras debe pasar por un aggiornamiento
-como se dice- de muchas de sus posturas ante los problemas de nuestro tiempo,
cuestiones que realmente la están dejando en el pasado, en ese oscurantismo
donde parece resignada a vivir.
Lima, 18 de
febrero de 2013.
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