lunes, 18 de febrero de 2013

Una insólita renuncia


     El anuncio de la dimisión del Papa Benedicto XVI al pontificado, ha remecido al mundo cristiano en general y a las altas esferas de la curia romana en particular. Nadie esperaba un desenlace de esta magnitud, a pesar de que ya desde el año pasado algunas personas muy cercanas al Obispo de Roma podían predecir este final, cuando Joseph Ratzinger descubrió –nos imaginamos entre indignado y lleno de espanto-, el robo de un volumen importante de documentos secretos del Vaticano, un hecho que la prensa europea bautizó como los Vatileaks.
     El quinto caso de renuncia de un Papa en toda la historia de la Iglesia Católica, nos ha sido dado presenciar a los hombres de este tiempo, pues hacía cerca de 600 años que no ocurría algo parecido, lo cual puede darnos un indicio de la crisis insuperable que vive una de las instituciones más importantes de Occidente. Al parecer, dos serían los factores determinantes para que el teólogo alemán haya tomado una decisión de este calibre.
     Para nadie es un secreto que desde hace un buen tiempo la Iglesia Católica enfrenta un serio problema ante los miles de casos de acusaciones de pederastia que recaen sobre muchos sacerdotes en diversos países del mundo, muchos de ellos contra altos representantes de la jerarquía eclesiástica. La política de encubrimiento que ejerció oficialmente la Iglesia, especialmente durante el pontificado de Juan Pablo II; el sistemático silenciamiento de delitos nefandos cometidos por integrantes del clero contra niños, mujeres y hombres en distintas regiones del orbe, han dado paso a una bochornosa impunidad que el Papa renunciante ha querido corregir sin resultados.
     El caso escabroso de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, un vasto criminal cuyo prontuario ha sido profusamente documentado por la periodista Carmen Aristegui en su libro Marcial Maciel. Historia de un criminal, nos da una idea de los límites de depravación a los que es capaz de llegar un miembro del clero, aupado por la Santa Sede durante mucho tiempo y muerto en la total impunidad. La complicidad de la Iglesia ante estos delitos y trapacerías de sus miembros no puede ser más evidente.
     Cuando en marzo del año pasado se denunció la desaparición de valiosos documentos secretos de la mismísima oficina papal, prosiguiéndose con la detención y acusación de Paolo Gabriele -su secretario privado- como autor del delito, terminándose con la condena y posterior perdón del Papa, éste ya habría decidido el camino a seguir, según lo ha confesado su propio hermano, el también sacerdote Georg Ratzinger, en una entrevista a un medio de prensa español.
     A esto habría que añadir la presencia inquietante en los pasillos del poder vaticano de influyentes congregaciones ultramontanas que se han disputado espacios de poder como las hienas se disputan trozos de carroña; grupos ortodoxos y conservadores que han tomado las riendas de la Iglesia a través de sus poderosas injerencias, trabándose en sorda lucha ante la mirada impávida de un intelectual y hombre de pensamiento como Ratzinger, incapaz de poder enfrentar esos tira y aflojes de una institución en franca decadencia.
     No deja de ser curioso que una institución que naciera con humildes pero sólidos principios morales, proponiendo rigurosos valores éticos a sus seguidores, se haya trocado a la vuelta de los siglos en poco menos que una olla de grillos, padeciendo en su seno abiertas luchas intestinas, intrigas mal disimuladas y una atmósfera enrarecida de donde mana el pútrido olor de la corrupción. El sendero transitado en dos mil años de vigencia no puede ser más decepcionante. La religión que nació literalmente en un pesebre, termina convertida en un suntuoso templo recubierto por el oro rancio de la ambición y la podre.
     No debe olvidarse tampoco el inicuo papel que le cupo realizar a Joseph Ratzinger cuando desempeñaba el cargo de Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el pomposo y barroco nombre que pretendió hacer olvidar a la nefasta Santa Inquisición o Santo Oficio, la antesala del infierno en los siglos precedentes. Concretamente, la condena al silencio de un grupo de sacerdotes creadores de la teología de la liberación –una corriente progresista al interior de la Iglesia-, entre los que se contaban los nombres de notables teólogos como el brasileño Leonardo Boff, el peruano Gustavo Gutiérrez y el español Juan José Tamayo. Una lamentable puesta en escena de la intolerancia, la intransigencia y el dogmatismo más vertical.
     Se retirará, pues, Joseph Ratzinger a un convento cerca del Vaticano, a pasar el resto de los años que le quedan, probablemente dedicado a la oración, al estudio y a la escritura. Su abdicación del trono de Pedro marcará sin duda un hito fundamental en el sinuoso historial de la Iglesia Católica, signada por una crisis profunda que sólo podrá revertir si vuelve por la senda señalada por su fundador, algo verdaderamente prometeico a estas alturas de las cosas. En fin, la renovación o la reforma de sus viejas estructuras debe pasar por un aggiornamiento -como se dice- de muchas de sus posturas ante los problemas de nuestro tiempo, cuestiones que realmente la están dejando en el pasado, en ese oscurantismo donde parece resignada a vivir.

Lima, 18 de febrero de 2013.
     

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