lunes, 25 de febrero de 2013

La utopía andina


     El apasionante proceso que ha vivido nuestro país desde el fenómeno de la conquista, para recuperar, o intentar recuperar, un pasado envuelto por el mito y la leyenda, es materia de un sesudo y exhaustivo trabajo de un joven historiador peruano, prematuramente fallecido, pero que ha dejado una obra valiosa en pos de ese objetivo. Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes (Biblioteca Imprescindibles Peruanos, Ed. El Comercio, 2010), de Alberto Flores Galindo, tiene el mérito de ser una obra fundamental en el propósito de rastrear nuestras raíces para iluminar un presente algo confuso y otear con una mirada más desprejuiciada el inescrutable futuro.
     Organizado alrededor de 11 capítulos, el libro traza el derrotero de una utopía localizada en el mundo andino, haciendo un repaso de los principales hitos que han marcado la evolución de una idea entre los siglos XVI y XX. La primera constatación que realiza Flores Galindo es que la conquista significó el desmoronamiento de la estructura política del Estado Inca, mas no la desaparición del sustrato cultural de aquella civilización.
     Cuando Tomás Moro publica su Utopía en 1516, muchos de sus lectores identificarán ese lugar fuera del tiempo y de cualquier geografía con el país de los incas. En Europa se tenían noticias ya de la existencia de una formidable civilización en el sur del continente recién descubierto, y toda su imaginación y sus deseos terminarán moldeando la imagen apetecible de un reino dorado que bien valía la pena el riesgo.
     Mas cuando se da inicio a la conquista, cuyo objeto central era evidentemente el saqueo del oro y demás metales preciosos, la empresa debe ser recubierta con la pátina de un fin superior, racionalizado a partir de la declarada misión de evangelizar a los habitantes del Nuevo Mundo, para así ganarlos a la fe cristiana arrancándolos de la barbarie. Surge así un movimiento contestatario, el Taqui Onqoy, hecho decisivo para la utopía andina, que predicaba la resurrección de las huacas, divinidades locales anteriores a los incas.
     Si la utopía revestía formas orales hasta ese momento, sería con la obra del Inca Garcilaso de la Vega que empezaría la utopía escrita. Los Comentarios Reales, obra del primer mestizo peruano, sería leída profusamente en el Viejo Mundo, constituyéndose en la referencia obligada para la comprensión de un mundo totalmente desconocido para los europeos y sujeto, a partir de ello, de una copiosa investigación histórica y etnográfica.
     En medio de la labor de los jesuitas en la extirpación de las idolatrías durante el siglo XVII, se iría gestando un movimiento rebelde que asumiría visos de revuelta contra el orden establecido, que incendiaría la selva central un siglo después, cuando Juan Santos Atahualpa y sus huestes se levantan en 1742 para acabar con los abusos y tropelías del dominio hispano. Prolegómeno del otro gran alzamiento indígena encabezado por Túpac Amaru en 1780, una revuelta de mayores dimensiones y que terminaría violentamente con la ejecución del líder cusqueño.
     Alberto Flores Galindo desliza una de las posibles razones por las que no hemos tenido una revolución social: la “naturaleza distinta” de indios y mestizos, lo que no ha permitido articular un movimiento cohesionado y con objetivos comunes. Los levantamientos antes mencionados lo habrían demostrado. Hipótesis discutible, pero que tiene fuertes dosis de veracidad.
     Curiosamente, en 1980, doscientos años después del levantamiento de Túpac Amaru, otra insurgencia armada se desataría en el mundo andino, pero esta vez asumiendo características distintas. ¿Era acaso otra forma de encarnar la utopía andina? Sí, probablemente; una forma desaforada que rompió todo sentido mínimo de racionalidad y que ocasionó el mayor baño de sangre de nuestra historia republicana.
     La autoridad colonial no estaba claramente delimitada: curatos, corregimientos y curacazgos superponían sus áreas de influencia. Ello hacía enrevesada y caótica la administración del territorio, derivando en una burocracia parasitaria e inepta que abonó el terreno revolucionario. Si a esto agregamos las reformas borbónicas, nos explicaremos mejor los factores que determinaron los levantamientos de indios, especialmente el del cacique de Tungasuca y Pampamarca.
     Un capítulo particularmente interesante es aquel dedicado a los sueños de Gabriel Aguilar, un patriota huanuqueño con ciertos arrebatos místicos. Su sueño de restaurar la monarquía inca en el Cusco, se bifurca en una serie de sueños y pesadillas de lo más simbólicos, interpretados por expertos desde el psicoanálisis, y que arrojan curiosos resultados sobre el significado y el sentido de las luchas en los Andes.
     La posición racista de las clases dominantes está expresada en el pensamiento de intelectuales como Javier Prado y Ugarteche, Francisco García Calderón, Clemente Palma y Alejandro Deustua, quienes llegan a hablar, sin ambages, de la inferioridad, decrepitud y agotamiento de la raza indígena, causa, según ellos, de la desgracia del Perú. La otra cara de esta postura retrógrada sería el gamonalismo, heredero del poder local que ostentaban en la colonia esa tríada inverosímil: cura, corregidor y curaca.
     La insurgencia del marxismo en el pensamiento del siglo XX en el Perú, sirve a Flores Galindo para un esclarecimiento: “La vuelta al incario sería romántica pero ineficaz para cambiar la sociedad. Es como si alguien quisiera enfrentar a la república con hondas y rejones: hace falta también un producto europeo, esa pólvora importada que en el campo de las ideas era el marxismo.” También es clarísimo el deslinde que establece entre Haya y Mariátegui, cuando conjetura que son dos posiciones distintas ante la revolución socialista, peruana e indigenista. El mesianismo aprista versus el utopismo de Mariátegui constituye, indudablemente, “una discusión inacabada”.
     Una referencia infaltable en un análisis de esta naturaleza es, qué duda cabe, José María Arguedas, quien es visto como el gran articulador, a nivel ideológico y literario, de las diversas vertientes que irrigan nuestra realidad cultural. Al respecto, bien vale la pena interpolar una provocadora cita: “Sendero Luminoso nos recuerda a personajes, imágenes y propuestas que nacen de sus narraciones, pero no podemos omitir que escribiendo como antropólogo sobre las comunidades indígenas en el valle del Mantaro, se entusiasmó con esos campesinos mestizos, con espíritu empresarial, que mantenían compatibles la modernidad con el mundo andino.”
     En “El Perú hirviente de estos días…” y “La guerra silenciosa”, el autor analiza el momento presente, es decir los inicios de la década del 80, y la emergencia de la lucha armada. En relación a la comisión investigadora del caso Uchuraccay, donde fueron asesinados ocho periodistas y un guía en enero de 1983, destaca su función encubridora. Al parecer, se habría tratado de parte de una estrategia oficial para impedir que la prensa cumpla su papel.
     Una conclusión primordial: “Un proyecto socialista utiliza cimientos, columnas y ladrillos de la antigua sociedad, junto con armazones nuevos.” Pues la utopía andina ha encarnado, sucesivamente en los siglos XVI, XVIII y XX, en singulares movimientos que han tenido por objetivo cambiar la sociedad, desde los primeros escarceos indígenas de las primeras décadas de la colonia, pasando por los vastos levantamientos indios y mestizos de la lucha independentista, hasta las trágicas jornadas guerrilleras de la segunda mitad del siglo pasado, cuya deriva final remeció las estructuras sociales y mentales de un país que no ha terminado de encontrar ese destino superior al que estaba señalado por siglos de historia y civilización.

    Lima, 24 de febrero de 2013.

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