La
muerte, en olor de multitud, del presidente venezolano Hugo Chávez, es uno de
esos fenómenos políticos contemporáneos que dejan una cantidad importante de interrogantes
sobre el significado de ciertas figuras latinoamericanas que logran cosechar
tanto fieles seguidores, hasta se diría fanáticos prosélitos, como furibundos
detractores. No en vano se le ha comparado con caudillos históricos como Perón
y Torrijos, emblemáticos líderes de masas que también están envueltos por la aureola
de la controversia y la polémica.
Durante los cerca de catorce años en que
fue no solo el presidente de su país, sino la figura indiscutida del panorama
político latinoamericano, Hugo Chávez siempre estuvo en el centro de las
discusiones ideológicas entre quienes veían con simpatía sus posturas
confrontacionales y sus desplantes a
personajes ligados a los intereses de los Estados Unidos, y aquellos que
denostaban con acritud su flamígero verbo y su retórica antiimperialista como
formas que encubrían, y a veces revelaban, sus ínfulas de dictador.
Sin duda que se puede discutir hasta el
infinito sobre la real naturaleza política del fallecido presidente llanero, si
fue o no un dictador, si encarnó fidedignamente el ideal bolivariano, como él
tantas veces lo proclamó, o si las políticas que implementó en Venezuela le
dieron verdaderamente en el gusto de la necesidad a ese pueblo que siempre
buscó servir con toda la riqueza que disfrutó y disfruta esa nación, tocada por la fortuna de sus ingentes recursos
petroleros.
Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo
con su actuación al frente del país de Rómulo Gallegos y de Simón Bolívar,
incluso se pueden cuestionar algunas de sus decisiones con respecto a la
libertad de prensa o las libertades en general que tomó y ejecutó desde su
despacho en el Palacio de Miraflores, o las medidas económicas implementadas a
contrapelo de las políticas neoliberales en boga y sus discutibles
consecuencias, pero siempre quedará enhiesto el perfil del político, de los pocos
en el continente, que le plantó cara del modo más desafiante a los poderes
establecidos.
Haberles dicho en su cara, a los
representantes del sistema, las verdades que tantos lo piensan pero no lo
dicen, o que lo dicen pero no trascienden de los modestos reductos de su
entorno, es un atrevimiento que muchos no le perdonan ni le perdonarán nunca.
Quizá en algún momento pudo caer en la fácil provocación o en la franca
diatriba, pero ese era su estilo pues, mal que nos pese; cada quien lo hizo a
su manera, verbigracia Fidel Castro o Salvador Allende, mas la esencia era la
misma, ese fondo indignado que le espetaba a la gran potencia sus abusos y sus
tropelías, que le señalaba sus flaquezas y sus miserias.
El comandante vencido por el cáncer no era
un intelectual, aun cuando en sus discursos brillaran algunos destellos de
elocuencia oratoria; tampoco era un ideólogo, a pesar de sus intentos por
demostrar que sus acciones se inscribían dentro de lo que él denominaba el
socialismo del siglo XXI, doctrina que jamás perfiló ni menos definió
teóricamente; menos aún se le podría equiparar con su admirado héroe e ícono mayor
de América Latina: Simón Bolívar.
El caso de Hugo Chávez pasará a la
historia como uno de los emblemáticos ejemplos de un autócrata que, agarrado
del populismo, quiso torcerle el cuello a una inveterada costumbre de favorecer
a los que siempre han tenido, practicado por sucesivos gobiernos a lo largo de
la historia republicana. Y el chavismo, su legado político partidario que ha arraigado
en los sectores de mayor pobreza de Venezuela, podrá tener la vigencia que su
líder pronosticó en tanto subsista ese compromiso de los herederos que quedan,
a pesar de todo. No es difícil advertir la dramática situación por la que
atravesará el movimiento en los tiempos que siguen, mas la ligazón tan estrecha
que ha establecido con ese pueblo reivindicado, será el puntal clave de su
permanencia en la escena política venezolana.
Lima, 18 de
marzo de 2013.
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