Al mejor estilo de las más sucias
componendas políticas de que se tenga memoria en nuestra historia republicana,
se ha consumado la elección de los miembros del Tribunal Constitucional, del
Banco Central de Reserva y de la Defensoría del Pueblo. Los grupos encaramados
al poder y sus secuaces, se han repartido cual botín los cargos que estaban
vacantes en esos organismos del Estado.
La repartija en cuestión, ha sido posible
gracias a un acuerdo bajo la mesa de cuatro agrupaciones políticas que han transado,
del modo más evidente y descarado, para una designación que engrosará los
anales de la historia universal de la infamia.
Personajes impresentables, algunos de
ellos cuestionados por severas razones de orden ético y moral, pasarán a ocupar
los cargos que el Estado sólo debería reservar a personas intachables y de
honestidad comprobada, además, claro está, de poseer las calidades académicas y
profesionales del caso.
Es un acto bochornoso, deplorable,
indignante y nauseabundo, que la mayoría de los ciudadanos del país rechaza en
los términos más enérgicos, pues entraña la consagración, a los más altos
niveles de la gestión pública, del contubernio, la cuchipanda y el arreglo
vicioso como formas de gobierno.
Pensar que esos cargos fueron ocupados en
un pasado reciente por magistrados de la talla de Manuel Aguirre Roca y Delia
Revoredo de Mur, defenestrados a la sazón por el régimen putrefacto que asoló
nuestra institucionalidad democrática en la década perdida de los noventa del
siglo pasado, cuando una gavilla de asaltantes disfrazados de políticos,
asesores y generales, coparon las más altas esferas del poder para medrar a sus
anchas.
Casi
al instante de conocerse el arreglo concretado en el Congreso, una
significativa presencia de ciudadanos en las calles expresaba su protesta,
trasluciendo el sentir de la inmensa mayoría del país ante lo que a todas luces
constituye un acto de repudiable atentado contra los valores democráticos, la
ética y el sentido común.
Al verse cuestionados, algunos miembros
del TC y la Defensora del Pueblo, así como los líderes de los partidos
políticos involucrados, han retrocedido arrinconados por la ola de indignación
ciudadana. Reconsiderando su permanencia en los cargos, al cual fueron
encumbrados en una negociación espuria, no les ha quedado otro camino que
presentar su dimisión antes de verse envueltos en una crisis institucional de
impredecibles consecuencias.
Lo vergonzoso del caso ha sido tan
evidente, la manera cómo se ha transado el reparto ha dejado traslucir los
intereses particulares en juego de cada agrupación, los propios intereses del
país han estado tan ajenos a todo este entripado, los personajes de esta
opereta de tres centavos han desvelado sus almas con tal impudicia, que el espectáculo
que la nación y el mundo han presenciado no pudo ser más deprimente y lamentable.
Lo que queda ahora es volver a fojas cero
y establecer un nuevo proceso de elección de los funcionarios de estos
organismos fundamentales de la administración pública. Uno de los primeros
requisitos debería pasar por la idoneidad moral y ética, el compromiso con la
democracia y los derechos humanos y una honestidad y transparencia
incuestionables. Esto debe hacer imposible que candidatos con un dudoso pasado,
envueltos en casos flagrantes de apología a la corrupción y protección a
quienes perpetraron gravísimos delitos de lesa humanidad, vuelvan a presentarse
sin el menor rubor para un puesto de esta naturaleza.
Lo que ha sucedido finalmente, la
anulación por el Congreso, convocado en sesión extraordinaria, de los
nombramientos de marras, es el triste colofón de lo que nunca debió haberse
siquiera imaginado. Una muestra más de la terrible crisis política que nos
agobia, manifestación visible de la ausencia de ética en el accionar de los
personajes y grupos que pretenden gobernar nuestros pueblos.
Lima, 21 de
julio de 2013.