domingo, 23 de octubre de 2016

El artista del trapecio

     La concesión del Premio Nobel de Literatura 2016 al cantautor estadounidense Rober Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, ha desatado una polémica entre los lectores de las más diversas procedencias, ya sean músicos u hombres de letras. Curiosamente hay quisquillosos tanto entre los primeros como entre los segundos, quienes no admiten que un galardón que normalmente estaba reservado a los escritores, vaya a recaer en las manos de un cantante, que es creador de canciones ciertamente, pero que esencialmente es un músico. Mientras que en la cofradía de los hombres de la pluma se tiende a ver con mayor apertura, sobre todo al recordar que en sus orígenes la poesía y la música estuvieron estrechamente unidas. Los nombres de Homero, Safo, más la extensa lista de los juglares medievales y los trovadores de las cortes europeas, no hacen sino corroborar este aserto.
     Lo que la Academia sueca ha hecho no es sino reconocer esa gran tradición poética que viene desde los mismos inicios de la concepción de la literatura, en una etapa de promisora oralidad que dio paso posteriormente al espléndido desarrollo de la escritura, que actualmente domina el ámbito de lo literario es verdad, pero que no deja por eso de considerar a la vertiente oral la importancia que tiene. Tampoco debemos olvidar lo que la cultura literaria le debe a la infinita riqueza de las tradiciones orales, las epopeyas, los cantos épicos, las leyendas y toda esa gama de ingente producción poética que ha alimentado y nutrido el desarrollo de la literatura en todos los rincones del planeta.
     Oponerse a la decisión de la Academia sueca solo por el prurito de la convencionalidad, anclados en inveterados juicios dogmáticos, basados en estrictos argumentos puristas, es restarle toda la jocunda vitalidad que puede insuflarle al premio el hecho de voltear la mirada hacia otras manifestaciones del espíritu humano que también tienen a la palabra como su vehículo esencial para la transmisión de la belleza. Un reconocimiento de esta naturaleza no puede petrificarse en el tiempo ni convertirse en una baldosa mental que nos impida ir ensanchando los criterios con que un creador expresa la maravillosa diversidad de su arte.
     Bob Dylan dijo alguna vez en una entrevista que él no se consideraba un poeta o algo por el estilo, sino un artista del trapecio. Inmediatamente pensé en el relato homónimo de Kafka, que quizás poco o nada tenga que ver con el arte del músico de Minnesota, aunque algo sí podrían compartir ambos personajes tan distantes y dispares en otros sentidos: el desafío del espacio a través de  las piruetas que cada quien es capaz de realizar en su respectivo arte. Eso es lo que ha venido haciendo el legendario cantante norteamericano desde que en sus inicios explorara el género del folk para exponer rítmicamente las letras de sus canciones que inmediatamente la crítica calificó de protesta; y enseguida se lanzara hacia otros géneros como el soul, el country, los spirituals y el jazz, ritmos todos ellos donde ha dejado también lo mejor de su producción.
     Diversos cantantes han interpretado sus canciones, muchos álbumes se han vendido y múltiples conciertos ha dado el cantautor que desde hace algunos años venía siendo voceado para el premio que ahora le ha sido otorgado. No se conoce la reacción del premiado, todo hace pensar que algo inesperado está por suceder. Como fuera, los académicos lo esperarán el 10 de diciembre en Estocolmo para la entrega oficial del galardón, y aunque Dylan decidiera no ir o eventualmente rechazara la distinción, el giro que ha dado el prestigioso premio va a marcar un hito en su propia historia, que de esta manera expande su radio de acción, siendo perfectamente posible que en los próximos años un historietista o autor de cómic pueda acceder igualmente a esta consagración universal que significa, entre otras cosas, dicha presea. Muy bien podrían haber obtenido esta dicha –algunos están a tiempo aún– juglares como Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vinicius de Moraes, Joan Manuel Serrat, Facundo Cabral o Atahualpa Yupanqui, entre los nuestros; o Leonard Cohen, Jacques Brel, Georges Brassens, entre otros muchos poetas de la canción del mundo entero.
     Dylan reúne todos los méritos para este premio, razón por la que hablar de error o equívoco de los jurados suecos, como ha deslizado en un comentario el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, no es sino una muestra de la confusión en la que muchos han caído al creer que sólo los novelistas o narradores son los merecedores de aquél, cuando es también la poesía, quizás el más antiguo de los géneros literarios, y por cierto la forma más acabada del arte de la palabra, lo que ahora se ha reconocido, así como otras veces puede serlo el ensayo o el teatro, incluso el periodismo como el año pasado con Svetlana Alexiévich.
     A seguir deleitándonos con sus magníficas canciones apreciando el singular lirismo de sus letras.

Lima, 22 de octubre de 2016.           


miércoles, 12 de octubre de 2016

La guerra y la paz

    El proceso de paz que se inició hace más de cuatro años entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las guerrillas más longevas del continente, han encallado aparentemente en un callejón sin salida. O esa es por lo menos la impresión que se tiene después de los sucesivos acontecimientos que han desembocado en el revés innegable que significó el triunfo del No en el plebiscito del último 2 de octubre.
     Luego de que el 26 de septiembre se firmara el acuerdo definitivo en la histórica ciudad de Cartagena de Indias ante la presencia de más de 2500 invitados, entre los que se contaban jefes de Estado, representantes diplomáticos, expresidentes y personalidades de la política mundial, todo hacía presagiar que el camino hacia la paz por el que transitaba el país era felizmente irreversible. Flanqueados por Ban Ki-moon, Enrique Peña Nieto, Pedro Pablo Kuczynski y Raúl Castro, representantes de un espectro ideológico de lo más variopinto, Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño sellaban el encuentro con un apretón de manos y un abrazo.
     Las encuestas anunciaban un holgado triunfo del SÍ con el visto bueno de la comunidad internacional y la esperanza de miles de colombianos que fueron víctimas de más de medio siglo de violencia. Pero he ahí que un resultado sorpresivo ha hecho saltar por los aires esa cómoda seguridad en la que andábamos instalados quienes desde un inicio vimos con buenos ojos y gran expectativa estos diálogos que se iniciaron en Oslo y continuaron en La Habana, con el auspicio de los gobiernos de Noruega y Cuba, así como la asistencia constante de Chile y Venezuela.
     Ante la evidencia de unos resultados favorables a la paz, y ante la presencia de una campaña contraria encabezada por el expresidente Álvaro Uribe, una pregunta se imponía de rigor: ¿Apostamos por el futuro, o nos quedamos anclados en al pasado? Si las víctimas directas del conflicto, aquellas que perdieron a sus seres queridos o vivieron en carne propia la violencia, como el escritor Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado por los paramilitares en las calles de Bogotá; Ana María Busquet, viuda de Guillermo Cano, director de El Espectador asesinado en 1986 por un sicario de Pablo Escobar; la diputada Clara Rojas y la excandidata presidencial Íngrid Betancourt, ambas secuestradas por las guerrillas en el año 2002; y miles de anónimos colombianos que sufrieron los embates de la demencia de la guerra, han expresado su deseo de perdón, ¿por qué no pueden hacerlo quienes contemplaron desde lejos el conflicto?
     Es sintomático, y paradójico a la vez, que los cinco departamentos más afectados por la guerra, preferentemente del ámbito rural, hayan votado mayoritariamente por el SÍ, mientras que las zonas urbanas lo han hecho por el NO. La capital, donde la campaña a favor ha juntado a los sectores más informados, entre ellos los intelectuales y los artistas, le ha dicho SÍ a los Acuerdos de Paz. Medellín, de donde es oriundo Álvaro Uribe, quien ha apelado a los factores primarios del miedo y la venganza para convencer al electorado, generalmente desinformado y apático, se ha inclinado por el NO.
     Baltazar Garzón, el brillante juez español que logró la detención en Londres del genocida Augusto Pinochet, entre otras nobles causas, ha señalado la inmejorable condición de este pacto que pone fin a cinco décadas de guerra interna. No será el mejor acuerdo, indudablemente, pero es el más realista que se ha podido lograr gracias, entre otros, a ese filósofo amante de los libros llamado Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz del gobierno de Bogotá, y a su grupo de esclarecidos asesores internacionales, entre los que destaca el excanciller e historiador israelí Schlomo Ben Ami.
     Hay varios antecedentes exitosos de este tipo de acuerdos que han logrado pacificar diversas zonas convulsas del planeta. Sin ir muy lejos en el tiempo, tenemos a Sudáfrica, donde en 1993 el líder negro Nelson Mandela logró pactar la paz poniendo fin al régimen del apartheid con el gobierno de Frederik de Klerk; o el Acuerdo de Viernes Santo, que puso fin al conflicto de Irlanda del Norte en 1998; y en Latinoamérica, el Acuerdo de Esquipulas, firmado en Guatemala en 1987, que estableció la paz en Centroamérica; o los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que se firmaron en México, acabando con la guerrilla de El Salvador en 1992. En todos ellos tuvo que cederse algo, a cambio de un objetivo superior como es la paz, pues toda negociación está hecha de cesiones y concesiones, pero donde debe primar el sentido de la equidad y la justicia.
     Mas cuando empezaba a cundir el desánimo y la desesperanza ante lo acordado en La Habana y firmado en Cartagena de Indias, el Comité Noruego del Nobel anunciaba la concesión del Premio Nobel de la Paz de este año al presidente colombiano Juan Manuel Santos, “por sus decididos esfuerzos para acabar con los más de 50 años de guerra civil” en el país. Un gran espaldarazo, sin duda, del más importante Premio que concede la Fundación Nobel, que se suma así al unánime respaldo de la comunidad internacional, expresada en el apoyo de las Naciones Unidas, la Unión Europea, los Estados Unidos, Rusia, y una larga lista de países y organizaciones internacionales. Gran paradoja: mientras Colombia decía No, aunque con una magra participación del 37.44% del total de electores, el mundo entero replicaba SÍ.
     El periodista y escritor inglés John Carlin ha señalado en un reciente artículo que habría una deriva de la estupidez en el mundo, iniciada por el Brexit en el Reino Unido hace unos meses, seguida por este triunfo del NO en Colombia, y que culminaría con Trump ganando las presidenciales en los Estados Unidos el próximo mes. Tendría que replantearse este albur de las consultas ciudadanas cuando los pueblos deciden a veces jugar a la ruleta rusa desde la más completa inconsciencia y desinformación, acicateados solamente por instintos primitivos que muy bien saben explotar los demagogos de siempre.
     Queda ahora únicamente hilar fino para encontrar una salida a este impasse, tarea en la que ya están inmersos los principales actores del conflicto, quienes deberán poner por encima de todo el gran objetivo que el pueblo colombiano anhela, posponiendo intereses políticos personales que mucho daño han hecho a veces al proceso en marcha. Lo que debe quedar bien claro es que nunca más las armas deben volver a sonar: la paz es la vida y el futuro; la guerra, la muerte y el pasado.


Lima, 11 de octubre de 2016.       

sábado, 8 de octubre de 2016

Revisitando el País de Jauja

     Después de veinte años, he releído con inmenso fervor la emblemática novela que se ha constituido en el santo y seña de la jaujinidad: País de Jauja (PEISA, 1993), del reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933). Por un momento me asaltó la idea de que, con el transcurso del tiempo, su poder de seducción se hubiese deteriorado, y por tanto perdido esa magia encantatoria que hace dos décadas me mantuvo en estado de éxtasis recorriendo sus páginas como si recorriera las calles del viejo terruño impregnado de tantísimos recuerdos y vivencias.
     Pero no, al avanzar las primeras páginas caí nuevamente bajo el hechizo de su brujería  narrativa; era otro, sin duda, el libro que leía, como otro era quien lo hacía, pues evidentemente en todo este tiempo pasado ambos habíamos experimentado los rigores de las naturales mudanzas de la existencia, expresado en aquel famoso aforismo de Heráclito de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Mucha agua había corrido desde entonces bajo el puente de los años que la experiencia de este reencuentro ha sido verdaderamente novedoso.
     La historia de Claudio Alaya Manrique, un adolescente de 15 años que pasa sus vacaciones escolares cumpliendo determinados ritos de iniciación, que serán fundamentales para su educación sentimental como para su vocación de artista, atrapa al lector lenta pero seguramente. Tenemos lo que Joyce llamaría un retrato del artista adolescente, oscilando entre las pasiones por la música y por las letras, dilema feliz que el personaje vive en una suerte de gozo perpetuo. Estudia piano con su madre, transcribiendo juntos la música –huaynos y yaravíes– dejada por su abuelo, y luego asiste donde la maestra Mercedes Chávarri para perfeccionar su aprendizaje. Lee simultáneamente La Ilíada, que su hermano Abelardo ha escogido para él, lectura que impregnará su imaginación de los mitos griegos que luego cotejará con los andinos que alguna vez escuchara de labios de Marcelina. Conviven así, en la narración, el mito del minotauro y el de los amarus en feliz armonía, símbolo de ese sincretismo cultural que recorre toda la obra.
     Una galería de personajes singulares pueblan la novela con sus variopintas y excéntricas ocupaciones, como por ejemplo el carpintero Fox Caro, comerciante de ataúdes y poseedor de una oratoria místico-poética con alusiones a una “esotérica versión del sermón de la montaña”; o Cristóforo Palomino, Palomeque, peluquero, enjalmador y latinista; o Mitrídates, limeño, expósito y guardián del mortuorio del hospital; o Zoraida Awapara, joven viuda de perturbadora belleza y sensualidad que impresiona los sentidos de Claudio y de sus amigos; o Elena Oyanguren, joven paciente del sanatorio que deslumbra por su exótica belleza; y así se van añadiendo otros personajes secundarios que le dan color y diversidad al relato.
     En la narración se intercalan las notas del protagonista, los relatos de Marcelina y las cartas de Leonor, la modesta muchachita del pueblo de Yauli que ha despertado los sentimientos amorosos de nuestro protagonista. También están las cartas de Laurita, la hermana de Claudio que vive en Lima donde estudia pintura en Bellas Artes. Su hermano mayor, Abelardo, ha dejado sus estudios de derecho en San Marcos y trabaja como bibliotecario en el Concejo Municipal. Sus padres son el maestro Eduardo Alaya, fallecido luchador social y simpatizante de la izquierda, y la dama Laura Manrique, hija del que fuera organista de la Iglesia Matriz don Baltazar José Manrique. Vive con ellos su tía Marisa, maestra soltera con un agudo sentido del humor, y con quien Claudio pone constantemente a prueba su paciencia y su sentido de tolerancia.
     Pero en medio de esta atmósfera de diáfana y optimista alegría, un hecho sombrío destaca en segundo plano, una tragedia que se nos va revelando a través de los testimonios involuntarios e incoherentes que las viejas tías Euristela e Ismena realizan cada vez que Claudio las visita a pedido de su madre. La misteriosa historia de la hacienda en Yanasmayo, y de los sucesos que involucraron a un tal Antenor o Agenor, al hacendado  y a sus hijas, va alimentando la intriga del lector hasta el cruel desenlace donde el mismo Antenor, desde las sombras, relata cómo fue que su propio padre –José María de los Heros– acabó con su vida por empeñarse en amar a su medio hermana, Euristela, a pesar de que él no lo sabía hasta ese momento crucial que precipita su muerte. Luego el incendio, provocado para esconder el crimen, y su entierro en Raupi, al pie de las chullpas o torres fúnebres de los pobladores xauxas.
     Al final, la misa de difuntos en memoria de las dos tías, muertas casi al unísono, tal como vivieron. Será la ocasión para que Claudio exponga ante los demás sus dotes musicales, pues de acuerdo con el padre Monteverde, él tocará el armonio, interpretando la creación de su abuelo, Baltazar José Manrique, el Laudate Dominum, así como una pieza de Buxtehude, un organista danés del siglo XVIII. Para ello también ha comprometido la colaboración del rumano Radulescu, cuya cuidada voz tenoril completa la misa cantada con la que Claudio conquista apoteósicamente los oídos de los asistentes y el reconocimiento de su prometedora carrera artística.
     Ecos cervantinos y pinceladas homéricas matizan la narración de una historia que a pesar de ese acontecimiento infausto, señalado líneas arriba, llega al final destilando un mensaje esperanzador y lleno de promesas sobre el porvenir armonioso e integrado de una sociedad que hará honor al real significado de la antigua leyenda del País de Jauja. Una lectura vibrante y placentera de un espléndido libro.


Lima, 5 de octubre de 2016.          

Revisitando el País de Jauja

     Después de veinte años, he releído con inmenso fervor la emblemática novela que se ha constituido en el santo y seña de la jaujinidad: País de Jauja (PEISA, 1993), del reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933). Por un momento me asaltó la idea de que, con el transcurso del tiempo, su poder de seducción se hubiese deteriorado, y por tanto perdido esa magia encantatoria que hace dos décadas me mantuvo en estado de éxtasis recorriendo sus páginas como si recorriera las calles del viejo terruño impregnado de tantísimos recuerdos y vivencias.
     Pero no, al avanzar las primeras páginas caí nuevamente bajo el hechizo de su brujería  narrativa; era otro, sin duda, el libro que leía, como otro era quien lo hacía, pues evidentemente en todo este tiempo pasado ambos habíamos experimentado los rigores de las naturales mudanzas de la existencia, expresado en aquel famoso aforismo de Heráclito de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Mucha agua había corrido desde entonces bajo el puente de los años que la experiencia de este reencuentro ha sido verdaderamente novedoso.
     La historia de Claudio Alaya Manrique, un adolescente de 15 años que pasa sus vacaciones escolares cumpliendo determinados ritos de iniciación, que serán fundamentales para su educación sentimental como para su vocación de artista, atrapa al lector lenta pero seguramente. Tenemos lo que Joyce llamaría un retrato del artista adolescente, oscilando entre las pasiones por la música y por las letras, dilema feliz que el personaje vive en una suerte de gozo perpetuo. Estudia piano con su madre, transcribiendo juntos la música –huaynos y yaravíes– dejada por su abuelo, y luego asiste donde la maestra Mercedes Chávarri para perfeccionar su aprendizaje. Lee simultáneamente La Ilíada, que su hermano Abelardo ha escogido para él, lectura que impregnará su imaginación de los mitos griegos que luego cotejará con los andinos que alguna vez escuchara de labios de Marcelina. Conviven así, en la narración, el mito del minotauro y el de los amarus en feliz armonía, símbolo de ese sincretismo cultural que recorre toda la obra.
     Una galería de personajes singulares pueblan la novela con sus variopintas y excéntricas ocupaciones, como por ejemplo el carpintero Fox Caro, comerciante de ataúdes y poseedor de una oratoria místico-poética con alusiones a una “esotérica versión del sermón de la montaña”; o Cristóforo Palomino, Palomeque, peluquero, enjalmador y latinista; o Mitrídates, limeño, expósito y guardián del mortuorio del hospital; o Zoraida Awapara, joven viuda de perturbadora belleza y sensualidad que impresiona los sentidos de Claudio y de sus amigos; o Elena Oyanguren, joven paciente del sanatorio que deslumbra por su exótica belleza; y así se van añadiendo otros personajes secundarios que le dan color y diversidad al relato.
     En la narración se intercalan las notas del protagonista, los relatos de Marcelina y las cartas de Leonor, la modesta muchachita del pueblo de Yauli que ha despertado los sentimientos amorosos de nuestro protagonista. También están las cartas de Laurita, la hermana de Claudio que vive en Lima donde estudia pintura en Bellas Artes. Su hermano mayor, Abelardo, ha dejado sus estudios de derecho en San Marcos y trabaja como bibliotecario en el Concejo Municipal. Sus padres son el maestro Eduardo Alaya, fallecido luchador social y simpatizante de la izquierda, y la dama Laura Manrique, hija del que fuera organista de la Iglesia Matriz don Baltazar José Manrique. Vive con ellos su tía Marisa, maestra soltera con un agudo sentido del humor, y con quien Claudio pone constantemente a prueba su paciencia y su sentido de tolerancia.
     Pero en medio de esta atmósfera de diáfana y optimista alegría, un hecho sombrío destaca en segundo plano, una tragedia que se nos va revelando a través de los testimonios involuntarios e incoherentes que las viejas tías Euristela e Ismena realizan cada vez que Claudio las visita a pedido de su madre. La misteriosa historia de la hacienda en Yanasmayo, y de los sucesos que involucraron a un tal Antenor o Agenor, al hacendado  y a sus hijas, va alimentando la intriga del lector hasta el cruel desenlace donde el mismo Antenor, desde las sombras, relata cómo fue que su propio padre –José María de los Heros– acabó con su vida por empeñarse en amar a su medio hermana, Euristela, a pesar de que él no lo sabía hasta ese momento crucial que precipita su muerte. Luego el incendio, provocado para esconder el crimen, y su entierro en Raupi, al pie de las chullpas o torres fúnebres de los pobladores xauxas.
     Al final, la misa de difuntos en memoria de las dos tías, muertas casi al unísono, tal como vivieron. Será la ocasión para que Claudio exponga ante los demás sus dotes musicales, pues de acuerdo con el padre Monteverde, él tocará el armonio, interpretando la creación de su abuelo, Baltazar José Manrique, el Laudate Dominum, así como una pieza de Buxtehude, un organista danés del siglo XVIII. Para ello también ha comprometido la colaboración del rumano Radulescu, cuya cuidada voz tenoril completa la misa cantada con la que Claudio conquista apoteósicamente los oídos de los asistentes y el reconocimiento de su prometedora carrera artística.
     Ecos cervantinos y pinceladas homéricas matizan la narración de una historia que a pesar de ese acontecimiento infausto, señalado líneas arriba, llega al final destilando un mensaje esperanzador y lleno de promesas sobre el porvenir armonioso e integrado de una sociedad que hará honor al real significado de la antigua leyenda del País de Jauja. Una lectura vibrante y placentera de un espléndido libro.


Lima, 5 de octubre de 2016.