sábado, 27 de mayo de 2017

Retrato de un anarquista

    El primer antepasado de don Manuel González Prada en pisar tierras americanas fue don Josef, hijo de don Francisco González de Prada y Calvo y de doña Antonia Falcón y Arroyo. Casó con la dama cochabambina doña Nicolasa de Marrón y Lombera, de cuya unión nació el 3 de enero de 1815 su hijo Francisco, quien se casaría con la arequipeña Josefa Álvarez de Ulloa, padres que serían de don Manuel. Con estos y otros interesantes datos se inicia el libro biográfico que le dedicara Luis Alberto Sánchez, titulado simplemente Don Manuel (Lima, 1930).
    Luego de algunos trasiegos personales la familia recala en Lima, la joven capital de la flamante república. El 6 de enero de 1848 tiene lugar el nacimiento de este personaje singular de la cultura peruana, bautizado católicamente bajo el aristocrático y sonoro nombre de Manuel González de Prada y Ulloa. Desde los primeros años ya se hacen visibles los rasgos que marcarían su carácter: callado, tímido, desdeñoso. El tercero de cuatro hermanos, Francisco y Cristina los mayores, e Isabel la última. Vivían en pleno centro de la ciudad, en la solariega casa de la familia frente a la puerta lateral del Teatro Municipal.
    Muy pequeño su padre lo sorprendió leyendo a Diderot en la biblioteca doméstica; se complacía con la lectura más que con los estudios. Al partir el padre para Chile exiliado por razones políticas, la familia se establece un tiempo en Valparaíso, donde el niño tiene ocasión de estudiar con un maestro inglés y uno alemán. Cuando cumplió trece años –de vuelta al Perú–, el niño es enviado por sus padres al Seminario de Santo Toribio, de donde fugaría al poco tiempo para recalar en el Colegio de San Carlos. Los incipientes rigores del monacato y de la vida conventual no se avenían con su natural rebeldía y espíritu cuestionador. Curiosamente detestaba la gramática, según el biógrafo, destacando más bien en química y matemáticas. Quiso ser ingeniero, pero su madre se opuso a que el hijo se alejara de ella, pues sólo podía estudiar la carrera en el extranjero. Se resignó a estudiar Derecho, a pesar de su invencible rechazo a los latines que tanto le recordaban al Seminario.
    Concluidos sus estudios universitarios, su vida da un giro radical al decidir establecerse en Mala, en la hacienda de la familia. Allí viviría ocho años, en el apartamiento campestre y bucólico de la comarca costeña, donde pasearía sus ensoñaciones y los versos irían saliendo de su fértil imaginación de fino poeta y eximio versificador. Hay un soneto dedicado al amor, escrito a sus juveniles 21 años, que dan muestra de su talento y destreza para la composición, los ritmos y las rimas. Hasta allí le llegaban también los periódicos y revistas en diversos idiomas, que lo mantenían en contacto con el mundo. Todo esto hacía de este solitario un campesino refinado, un poeta chacarero y hacendado. De tanto en tanto visitaba a su madre en la capital, llevándole los productos de sus campos.
    Al cumplir los 29, conoce entre las invitadas de sus hermanas, a una francesita de 14 años llamada Adriana de Verneuil, con quien al cabo de unos años llegaría a formalizar una relación que terminaría en el altar, pues don Manuel, ya conocido por entonces como  “hereje” y “agnóstico ermitaño”, era muy respetuoso de las creencias religiosas de los demás, aunque él mismo fuera siempre un pensador furiosamente anticlerical.
    Cuando los aciagos hechos de la guerra del 79, don Manuel se enroló al ejército patriota como oficial de reserva; sin embargo, luego de la derrota de la batalla de Miraflores, decidió refundirse en su indignada soledad y no salir hasta que la tropa invasora se haya retirado del suelo patrio. Aunque quizás no cumplió del todo su promesa íntima, el sólo saber que la soldadesca hacía de las suyas en la ciudad ocupada, ante la mirada atónita y cómplice de las autoridades y de los gobernantes de turno, lo llenaba de impotencia y santa ira; mas ello fue fermentando sus implacables catilinarias con que fustigó a la clase política que jamás estuvo a la altura de los funestos acontecimientos.
    En contraposición al Club Literario, una asociación de intelectuales y escritores de tendencia conservadora y elitista, el joven González Prada funda con un grupo de amigos el Círculo Literario, desde donde pretende insuflarle aires frescos y renovados a la anquilosada vida cultural limeña. Una serie de conferencias pronunciadas en distintos teatros de la época serían duramente comentadas en los corrillos políticos y literarios de una ciudad que aún desempolvaba su rostro de rancios vestigios coloniales. Resonaba con fuerza sobre todo la frase lapidaria con que buscaba enterrar el nefasto pasado: “Los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba.” Así como otra, dicha al calor de una vieja rivalidad con un tótem de la literatura del novecientos, cuando llamó a la tradición “ese monstruo engendrado por las falsificaciones agridulces de la historia y la caricatura microscópica de la novela”, en velada alusión a Palma.
    En 1991 funda su partido radical denominado Unión Nacional, que nucleó a lo más granado de la intelectualidad de entonces –Abelardo Gamarra, Germán Leguía y Martínez, Carlos Germán Amézaga y otros–. Ese mismo año parte a Europa con Adriana esperando a su tercer hijo, pues los dos primeros murieron antes de cumplir el año. En París asiste a las lecciones que impartía Ernest Renán en el Colegio de Francia; asiduo concurrente que el filósofo, historiador y escritor reconocía con gestos elocuentes. Siete años permanece en el Viejo Mundo cuando decide regresar al Perú. Nuevamente a la agitación de la vida política menuda, entre elogios y denuestos, reconocimientos y envidias.
    Reemplaza a Palma en la dirección de la Biblioteca Nacional en 1912, lo cual crea otro escarceo de enfrentamiento entre los seguidores de estas dos figuras descollantes de nuestras letras. Es el último tramo de la fructífera existencia de don Manuel, habiendo publicado ya algunos libros de poesía y otros de ensayos y artículos. El 22 de julio de 1918 sufre un síncope cardiaco, relámpago fulminante que termina con la fecunda trayectoria del apóstol, del hereje, del anarquista indoblegable que alcanzaba así la cima de la gloria, el fuego eterno de la inmortalidad.
    Salgo gratamente refrescado de esta inmersión purificadora en la vida de uno de los hombres más preclaros y honestos que ha tenido el Perú, de un escritor imprescindible en las letras de cualquier país, de un luchador aristócrata e insobornable que consagró sus días a la noble tarea de edificar el templo espiritual y moral de la humanidad. ¡Cuánta falta nos hace don Manuel en estos tiempos tan parecidos a aquellos que provocaron su tempestuosa indignación! El látigo feroz de su pluma no se detendría, implacable, frente a los desmanes de los crápulas de siempre y a las trapacerías de los corruptos de toda la vida.


Lima, 27 de mayo de 2017.    

miércoles, 10 de mayo de 2017

Francia en marcha

    He aguardado con gran expectativa los resultados de la segunda vuelta electoral en Francia, donde finalmente ha obtenido la victoria el candidato social liberal Emmanuel Macrón, líder del movimiento En Marche!, fundado apenas hace un año y catapultado al palacio del Elíseo de la mano de este joven banquero de 39 años, ex ministro de economía y representante de la centro derecha francesa. No era, quizás, la mejor opción, pero era la única alternativa ante la amenaza retrógrada que significaba la agrupación neonazi rival.
    Los peores temores que abrigaba el mundo democrático, con los antecedentes del brexit en el Reino Unido y el ascenso a la Casa Blanca del inefable Donald Trump, se han disipado por ahora, pues no se puede decir que el Frente Nacional, el partido de la ultraderechista Marine Le Pen, haya sido totalmente derrotado, pues desde que su fundador y padre de la actual lideresa pasara a la segunda vuelta en las elecciones del 2002, obteniendo una votación cercana al 20%, el apoyo a sus propuestas no ha cesado de crecer, favorecido por una realidad social y económica que no ha hecho sino deteriorarse en los últimos años, cundiendo el descontento y la decepción con las políticas liberales en amplios sectores de la sociedad francesa.
    Aupada a una campaña basada en noticias falsas, apelando conscientemente al miedo y con posiciones claramente xenófobas, antiinmigracionistas y contrarias a la Unión Europea, Marine Le Pen ha conquistado un importante 33% del electorado, sin rozar, sin embargo, su gran objetivo político de alcanzar el 40% de votos. Mientras que Macrón, merced a un discurso europeísta, respetuoso de los valores republicanos y apelando constantemente al diálogo, ha obtenido un 66%, que lo sitúa como el flamante presidente de la V República.
    Es singular en varios sentidos el historial de quien será el sucesor del socialista Francois Hollande; pues aparte de que será el presidente más joven del país de Voltaire y Víctor Hugo, su vida parece el guion extraído de una novela. A los quince años, siendo todavía un estudiante secundario, se enamoró de su maestra de teatro y francés, 23 años mayor, de quien sus padres trataron de apartarla llevándolo desde su natal Amiens a estudiar a París, pero el joven ya había prometido algo que cumpliría con la puntual aquiescencia de un caballero: casarse con la mujer que había deslumbrado su corazón y sus sueños. Ella se divorció de su primer marido y se fue a vivir con este bisoño aprendiz de finanzas, una unión que ha perdurado a pesar de las diferencias de edad porque está hecha, sin duda, con la sólida materia del sincero afecto y la lealtad invulnerable.
    Por otra parte, encuentro un gran parecido con lo sucedido en el Perú el año pasado en las elecciones de la segunda vuelta, donde igualmente una candidata que concitaba profundo resquemor en los ámbitos democráticos fue impedida de llegar a la presidencia por un amplio abanico de fuerzas que haciendo un esfuerzo supremo evitaron que el Perú repitiera su historia a través de un régimen que hubiese encarnado las prácticas y los principios de la época más nefasta de su historia reciente. En Francia, el fascismo encubierto que representa Le Pen ha sido barrido por el electorado, poniéndose a salvo todo aquello que simboliza, mal que bien, el país de la bandera tricolor, y que después de superado este serio susto, debe encontrar su camino para convertirse en el otro gran pilar del proyecto comunitario, conjuntamente con Alemania.
    Es cierto, además, que en la insurgencia de estos movimientos de extrema derecha en muchos países del viejo continente tiene buena parte de culpa la propia clase política que ha estado al frente de la mayoría de gobiernos de corte liberal y socialdemócrata, que en la última década han enfrentado serios tropiezos para manejar una crisis que ha terminado reacomodando el tablero político preexistente. Ya sucedió en España, hace poco, y ahora en Francia los dos partidos que han usufructuado el poder desde la Segunda Guerra Mundial –los Republicanos y los Socialistas–, han sido desplazados a la condición de segundones en el escenario renovado que ha estrenado esta elección.
    Queda por verse, también, lo que sucederá de aquí a un mes cuando se celebren las elecciones legislativas, lo que significará la piedra de toque para la conformación del nuevo gobierno, estando en perspectiva diversas alternativas que en la tradición francesa se han ensayado en numerosas ocasiones. Pero lo mejor de todo es que, aunque sea por breve tiempo, el peligro fascista ha pasado, lo cual no debe significar que se deba bajar la guardia ante su arremetida en sociedades democráticas de gran solera como la que ostenta la patria de Jean Paul Sartre y Albert Camus, dos figuras representativas de la cultura gala del siglo XX.


Lima, 8 de mayo de 2017.  

La caída

     Al ser despedido de su empleo en la Aduana de Salem, su ciudad natal, Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804-1864) encuentra la coartada perfecta para volcarse a escribir la que, según el juicio de toda la crítica, es indudablemente su obra maestra: La letra escarlata, publicada en 1850. Esta novela, considerada entre las obras más representativas de la literatura estadounidense del siglo XIX, es la que ha labrado la fama de su autor, situándolo entre los mayores exponentes de la narrativa en lengua inglesa.
     En la introducción describe la aduana en el puerto de Salem, en Massachusetts. Presenta a sus subordinados, ancianos como cualquiera de su especie, adocenados por el tedio de una existencia en declive. ¿No pasa eso con la mayoría de los hombres, que pueden obtener de sus experiencias el “grano de oro de la sabiduría”, en vez de almacenar todo el “inservible bagazo”? Y luego de presentarnos a los principales personajes del lugar, el narrador encuentra lo que sería la piedra de toque de la novela: un pedazo de tela roja, muy gastada y raída por el tiempo, con los bordados de oro deshilachados y deslucidos, con la forma de una letra A mayúscula. Sujeto a ella, halla un manuscrito referido a una tal Hester Prynne, enfermera voluntaria y consejera sentimental. Memorable preludio imbuido de una sutileza y profundidad psicológicas que bastaría para labrar el genio y la grandeza literaria de Hawthorne.
     Hester Prynne, confinada en la cárcel de Boston, es esperada en la puerta por una muchedumbre de hombres y mujeres que la aguardan emitiendo juicios de diversa índole. Precedida por el alguacil y seguida por el gentío se encamina a la plaza del mercado, cargando un bebé en brazos, para recibir su castigo: ser expuesta en el cepo al escarnio público. Lleva la letra A cosida en el vestido a la altura del pecho, como símbolo y estigma de su falta. ¿Cuál ha sido su delito o su pecado? En esa atmósfera puritana de la Nueva Inglaterra, esta mujer ha concebido una niña estando su esposo ausente por más de dos años, habiendo prometido darle el encuentro en el nuevo mundo y no sabiéndose nada de él. Ese es el pecado del que se la acusa, mas ella ha preferido no revelar el nombre de su cómplice.
     No sabía, sin embargo, que mientras era sometida a la infamante prueba, un forastero la observaba entre la multitud, que no era otro que el esposo agraviado y cuyo nombre era Roger Chillingworth. En un instante cruzan las miradas y Hester tiene la certeza de saberse reconocida. Esos ojos la acompañarán en el camino de vuelta hacia la prisión, mientras va elucubrando su destino inmediato al saber lo que esa intempestiva llegada significará para su vida.
     Cuando finalmente es liberada, se dedicará a la costura. Confecciona ropa para los indigentes como una forma de expiar su culpa, su caída, en tanto Perla, la hija de Hester, va creciendo y revelando su naturaleza extraña ante su madre, quien descubre, no sin horror, signos inequívocos de un carácter indómito y perverso, una mirada poseída de inocente malignidad. Rasgos que ella atribuye a su funesta condición, a la consecuencia lógica de la perdición de su alma.
     Acude a la casa del gobernador Bellingham para entregarle un par de guantes bordados, pero también para sondear sobre un rumor que corría por el pueblo sobre la posibilidad de arrebatarle a su hija que había oído entre unos vecinos. Quitarle la custodia de la niña por la evidente incapacidad moral en que había incurrido según la perspectiva de la ortodoxia puritana.
     Por otro lado, Arthur Dimmesdale, un clérigo joven, mostraba signos de decaimiento físico que dieron pábulo para que el médico Chillingworth asumiera su cura. El sabio se ocuparía de desentrañar la naturaleza del mal que aquejaba al ministro, el tormento y la angustia de su corazón, abatido por la culpa y el remordimiento, a causa del pecado que abrasaba su alma. En este estado casi sonambúlico se dirige una noche al cadalso donde Hester Prynne sufrió la primera ignominia. Lentamente se va desvelando la verdad ante la aviesa mirada del médico.
     Luego de encuentro en el bosque entre Hester y el clérigo, una luz de esperanza surge para ambos cuando ella propone marcharse juntos lejos de la colonia para alcanzar una segunda oportunidad que tanto anhelan. Ella arroja la letra escarlata a la orilla del río y es como si un peso de vergüenza y culpa de siete años se desprendiera de su alma para aligerar sus pasos hacia un porvenir más radiante. Enseguida viene Perla y desconoce a su madre, negándose a obedecerla hasta no ver nuevamente la infamante letra en su sitio. Es su realidad y debe acatarla.
     Por último, el día que pronuncia el sermón en la ceremonia de la elección del gobernador, Dimmesdale estuvo más inspirado y elocuente que  nunca, sus palabras conmovieron a la muchedumbre que se había congregado para la ocasión. Sin embargo, terminada la alocución, se dirigió vacilante y débil hacia el pie del cepo donde se hallaban Hester y Perla. Subido en la plataforma del escarnio, reveló con voz clara y fuerte el secreto de su pecado, el estigma que corroía también su pecho, más doloroso que el de Hester; y enseguida expiró pronunciando sus últimas palabras de adiós.
     Insignes estudiosos de la literatura, como Benedetto Croce, le han reprochado a Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804) el haber incurrido en las alegorías. La vindicación de ellas vendría de la pluma, no menos legendaria, de Chesterton, induciéndonos a compartir el parecer de Borges de la licitud de este procedimiento en la creación de historias de ficción. Al concluir la lectura, embebido gozosamente en ella, sumergido en las palabras, arrancado de la realidad en esas mágicas horas dedicadas a leer, recorriendo impávido este laberinto del mal, compruebo cuánto de realidad puede entrañar aquella frase de Vargas Llosa sobre la verdad de las mentiras, la fuerza de una historia que con otros matices y otras aristas seguimos presenciando en nuestros tiempos.

Lima, 01 de abril de 2017.