Por primera vez en su larga y controvertida
historia, la Iglesia Católica, por medio de su máximo jerarca, el papa
Francisco, ha convocado a una inédita Cumbre Vaticana contra la pederastia, encuentro
que se ha realizado en la ciudad de Roma desde el jueves 21 de febrero hasta el
sábado 23, cerrándose con las palabras del pontífice el domingo a manera de
clausura. Han sido llamados a tan protocolar y delicado encuentro cerca de dos
centenares de prelados, entre cardenales, obispos y arzobispos, responsables de
las principales diócesis de todo el mundo católico.
Se trata de enfrentar directamente, sin
rodeos ni a media voz, un problema que en las últimas décadas se ha agudizado
terriblemente, a raíz de las numerosas denuncias y testimonios, que han ido
surgiendo en numerosos países, sobre casos de abusos sexuales de menores a
manos de curas, párrocos y demás ensotanados. Actos de pedofilia y pederastia
que han proliferado cual si fuera una pandemia, o que se han hecho públicos,
desenterrados por una saludable campaña espontánea de víctimas ansiosas de acabar con el
secretismo y el ocultamiento sistemático que ha sido la política oficial de la
iglesia en todo este tiempo.
Denuncias que muchas de ellas acabaron
silenciadas en los escritorios de las autoridades eclesiales, víctimas de la
complicidad y encubrimiento que ejercieron los miembros de las cúpulas de cada
país para proteger a los propios criminales que albergaban en su seno. Situación
que, aparentemente, ya se hace insostenible para una institución que afronta
diversos retos en el presente para justamente sumarle uno más, y no
precisamente de los menos graves.
Lo que siempre será motivo de admiración y
estupor es cómo aquellos hombres que, obedeciendo en teoría a ese llamado
interior que llamamos vocación, se transforman un buen día de iluminados
seguidores del camino trazado por Jesús, de predicadores convencidos de su
palabra y de sus enseñanzas, en verdaderos demonios que echan por tierra la
inocencia y la honra de niños, niñas y jóvenes, haciéndoles padecer en carne
propia el infierno temprano de sus perversas inclinaciones.
En qué momento, esos seres llamados para
predicar los principios morales del cristianismo, traicionan sus celestes
ideales de la compasión, la caridad y la ayuda al prójimo, ejerciendo de
funestos verdugos de quienes más necesitados están de orientación y asistencia
espiritual en esos cruciales años de su formación personal. De qué manera se
opera ese cambio radical, que luego termina en la prescripción y la impunidad,
arropados por una sarta de crápulas encaramados en la cúspide de una iglesia
que de este modo se comporta como coautora de tamaña vesania. Pues no debemos
olvidar que papas y cardenales se hicieron de la vista gorda durante años,
cumpliendo religiosamente su nefasto rol de apañadores y encubridores.
Luego de un breve traspié del papa Francisco,
cometido en su viaje de retorno a Roma el año pasado, cuando negó veracidad a
las denuncias contra un depravado obispo chileno, la escena cambió radicalmente
al llegar al Vaticano y recibir en esos días a una importante delegación de
víctimas procedentes del vecino país del sur. Es entonces cuando decide tomar
al toro por las astas y nombra una comisión del más alto nivel, presidida por
monseñor Charles Scicluna, arzobispo de Malta, para investigar los casos
perpetrados en Chile, cuyo resultado fue posteriormente la defenestración,
publicitada como renuncia, de todos los obispos del país, para emprender así
una labor de limpieza y transparencia que sigue en marcha.
Creo que ese es el momento en que comienza
a variar la perspectiva y la postura de la curia romana ante un asunto que, sin
lugar a dudas, ha minado profundamente su credibilidad y la ha puesto contra
las cuerdas. El sólo leer el testimonio de las víctimas es estremecedor, pues
uno se hace a la idea de cómo pudieron haber afrontado en toda su crudeza esos
niños y jóvenes la crueldad sin nombre de estos infames “religiosos”; niños y
jóvenes que ahora son ya hombres y
mujeres maduros que, sin embargo, tienen tatuados en sus cuerpos y en sus
mentes, el trauma insufrible del abuso que padecieron.
Medidas de impacto tomadas recientemente
por el mismo papa Francisco, como la expulsión de la iglesia del cardenal
Theodore Mc Carrick, arzobispo de Washington, u otros similares, no deben hacer
olvidar todo lo que no se hizo por espacio de décadas, mientras los mismos
funcionarios llamados a acudir al llamado de los inocentes, celebraban
victoriosos y aviesamente la protección y encubrimiento que lograban, cuando
sustraían de la acción de la justicia a uno de estos pederastas en su accionar
más demoníaco. Los expapas Juan Pablo II y Benedicto XVI tendrían que decir
algo al respecto. Pero el primero ya es alma del otro mundo, habiendo sido
incluso, para desvergüenza mayor, elevado a la condición de santo, lo que en
verdad resulta ridículo, por decir lo menos. Y Joseph Ratzinger, desde su cómodo
retiro vaticano, no sé si esté en condiciones de hacerlo.
Tres días que quizás no han servido de
mucho, por más que el arzobispo de Múnich, Reinhard Marx, haya pronunciado las
palabras más sinceras y esclarecedoras de la reunión, como revelar por ejemplo
la destrucción de los archivos de los abusos cometidos; pues en la jornada
final, el mensaje de Jorge Mario Bergoglio no ha sido precisamente esperanzador
para las víctimas, quienes esperaban que por lo menos se pusiera en marcha la
anunciada tolerancia cero ante el problema, y no que se desviara el discurso
hacia afuera, distrayendo con datos del abuso a menores del mundo en general,
cuando lo que estaba en discusión era el proceder de los miembros del clero,
razón por demás imperdonable porque se trata de personas que han jurado cumplir
una misión ante su dios, y no han hecho otra cosa que traicionarlo
miserablemente.
No queda sino seguir bregando para que los
culpables sean llevados ante la justicia regular, y reciban el castigo que
merecen por su conducta oprobiosa.
Lima,
25 de febrero de 2019.