miércoles, 27 de febrero de 2019

Los demonios


    Por primera vez en su larga y controvertida historia, la Iglesia Católica, por medio de su máximo jerarca, el papa Francisco, ha convocado a una inédita Cumbre Vaticana contra la pederastia, encuentro que se ha realizado en la ciudad de Roma desde el jueves 21 de febrero hasta el sábado 23, cerrándose con las palabras del pontífice el domingo a manera de clausura. Han sido llamados a tan protocolar y delicado encuentro cerca de dos centenares de prelados, entre cardenales, obispos y arzobispos, responsables de las principales diócesis de todo el mundo católico.
    Se trata de enfrentar directamente, sin rodeos ni a media voz, un problema que en las últimas décadas se ha agudizado terriblemente, a raíz de las numerosas denuncias y testimonios, que han ido surgiendo en numerosos países, sobre casos de abusos sexuales de menores a manos de curas, párrocos y demás ensotanados. Actos de pedofilia y pederastia que han proliferado cual si fuera una pandemia, o que se han hecho públicos, desenterrados por una saludable campaña espontánea  de víctimas ansiosas de acabar con el secretismo y el ocultamiento sistemático que ha sido la política oficial de la iglesia en todo este tiempo.
    Denuncias que muchas de ellas acabaron silenciadas en los escritorios de las autoridades eclesiales, víctimas de la complicidad y encubrimiento que ejercieron los miembros de las cúpulas de cada país para proteger a los propios criminales que albergaban en su seno. Situación que, aparentemente, ya se hace insostenible para una institución que afronta diversos retos en el presente para justamente sumarle uno más, y no precisamente de los menos graves.
    Lo que siempre será motivo de admiración y estupor es cómo aquellos hombres que, obedeciendo en teoría a ese llamado interior que llamamos vocación, se transforman un buen día de iluminados seguidores del camino trazado por Jesús, de predicadores convencidos de su palabra y de sus enseñanzas, en verdaderos demonios que echan por tierra la inocencia y la honra de niños, niñas y jóvenes, haciéndoles padecer en carne propia el infierno temprano de sus perversas inclinaciones.
    En qué momento, esos seres llamados para predicar los principios morales del cristianismo, traicionan sus celestes ideales de la compasión, la caridad y la ayuda al prójimo, ejerciendo de funestos verdugos de quienes más necesitados están de orientación y asistencia espiritual en esos cruciales años de su formación personal. De qué manera se opera ese cambio radical, que luego termina en la prescripción y la impunidad, arropados por una sarta de crápulas encaramados en la cúspide de una iglesia que de este modo se comporta como coautora de tamaña vesania. Pues no debemos olvidar que papas y cardenales se hicieron de la vista gorda durante años, cumpliendo religiosamente su nefasto rol de apañadores y encubridores.
     Luego de un breve traspié del papa Francisco, cometido en su viaje de retorno a Roma el año pasado, cuando negó veracidad a las denuncias contra un depravado obispo chileno, la escena cambió radicalmente al llegar al Vaticano y recibir en esos días a una importante delegación de víctimas procedentes del vecino país del sur. Es entonces cuando decide tomar al toro por las astas y nombra una comisión del más alto nivel, presidida por monseñor Charles Scicluna, arzobispo de Malta, para investigar los casos perpetrados en Chile, cuyo resultado fue posteriormente la defenestración, publicitada como renuncia, de todos los obispos del país, para emprender así una labor de limpieza y transparencia que sigue en marcha.
    Creo que ese es el momento en que comienza a variar la perspectiva y la postura de la curia romana ante un asunto que, sin lugar a dudas, ha minado profundamente su credibilidad y la ha puesto contra las cuerdas. El sólo leer el testimonio de las víctimas es estremecedor, pues uno se hace a la idea de cómo pudieron haber afrontado en toda su crudeza esos niños y jóvenes la crueldad sin nombre de estos infames “religiosos”; niños y jóvenes  que ahora son ya hombres y mujeres maduros que, sin embargo, tienen tatuados en sus cuerpos y en sus mentes, el trauma insufrible del abuso que padecieron.
    Medidas de impacto tomadas recientemente por el mismo papa Francisco, como la expulsión de la iglesia del cardenal Theodore Mc Carrick, arzobispo de Washington, u otros similares, no deben hacer olvidar todo lo que no se hizo por espacio de décadas, mientras los mismos funcionarios llamados a acudir al llamado de los inocentes, celebraban victoriosos y aviesamente la protección y encubrimiento que lograban, cuando sustraían de la acción de la justicia a uno de estos pederastas en su accionar más demoníaco. Los expapas Juan Pablo II y Benedicto XVI tendrían que decir algo al respecto. Pero el primero ya es alma del otro mundo, habiendo sido incluso, para desvergüenza mayor, elevado a la condición de santo, lo que en verdad resulta ridículo, por decir lo menos. Y Joseph Ratzinger, desde su cómodo retiro vaticano, no sé si esté en condiciones de hacerlo.
    Tres días que quizás no han servido de mucho, por más que el arzobispo de Múnich, Reinhard Marx, haya pronunciado las palabras más sinceras y esclarecedoras de la reunión, como revelar por ejemplo la destrucción de los archivos de los abusos cometidos; pues en la jornada final, el mensaje de Jorge Mario Bergoglio no ha sido precisamente esperanzador para las víctimas, quienes esperaban que por lo menos se pusiera en marcha la anunciada tolerancia cero ante el problema, y no que se desviara el discurso hacia afuera, distrayendo con datos del abuso a menores del mundo en general, cuando lo que estaba en discusión era el proceder de los miembros del clero, razón por demás imperdonable porque se trata de personas que han jurado cumplir una misión ante su dios, y no han hecho otra cosa que traicionarlo miserablemente.
    No queda sino seguir bregando para que los culpables sean llevados ante la justicia regular, y reciban el castigo que merecen por su conducta oprobiosa.

Lima, 25 de febrero de 2019.
  
      

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