Es inevitable recordar, ante los recientes
casos de racismo difundidos por la prensa, la contundente y lapidaria frase del
eminente científico alemán Albert Einstein, quien sentenciara alguna vez,
quizás como única respuesta ante el indigente espectáculo de la comedia humana,
las siguientes palabras: “Existen dos infinitos: el del universo y el de la
estupidez humana, aunque del primero no estoy muy seguro”. Habría que agregar
que aun decir “estupidez humana” ya resulta un oxímoron pues, que se sepa, no
hay indicios de que esa cualidad esté presente en otras especies. Parece que es
privativo del hombre.
Un conocido periodista de la televisión
peruana, caracterizado por su locuacidad tremebunda y desbordada, suelta un
comentario racista y despectivo en medio de un partido que la selección peruana
jugaba con la ecuatoriana. Aludía a las características físicas de un
futbolista del vecino país, destacando su color y lo que con él podría estar
asociado. Una sarta de comentaristas tratan de restarle importancia a la
injuriosa frase, aduciendo su aparente normalidad y su intención bromista. Y es
justamente allí donde está el problema, pues la reiteración de una práctica
consuetudinaria no convierte a la misma en virtuosa, ni algo dicho con
deliberado sentido del humor esconde el trasfondo agraviante de ciertas
palabras.
Una trabajadora edil realizaba su trabajo
en una vía importante del sur del país, cuando de pronto irrumpe una conductora
que, presa de la rabia, la emprende contra la humilde mujer, por supuestamente
haberla agredido al cumplir su labor dirigiendo el tránsito en un tramo donde
se realizaban obras. Y la emprendió con frases insultantes llenas del más torpe
y vulgar racismo, arremetiendo inclusive contra los hijos de la víctima. La
energúmena, acompañaba sus palabrotas con gestos que denotaban claramente su
profundo desprecio y saña.
Aquí, en la despiadada Lima, una señorona
muy encopetada, socia de uno de esos clubes exclusivos de las clases altas de
la ciudad, se permitió deslizar un comentario despectivo con respecto a las
nanas, esas mujeres humildes que realizan la labor de niñeras para los hijos de
estas familias pudientes que, precisamente, también suelen ser socias del club
de marras. Dijo, entre otras lindezas, que cómo era posible que aquellas muchachas utilizaran los
servicios y los ambientes reservados a los elegantes miembros de su cofradía
social, y que si insistían en hacerlo, pues deberían pagar por ello.
En Norteamérica, en medio de los
prolegómenos de lo que fue la entrega de esos premios anuales cinematográficos
a cargo de la Academia de Hollywood, la prensa y las redes sociales recogieron
impresiones infelices de ciertos individuos maledicentes, que nunca faltan, que
la emprendieron contra la actriz mexicana Yalitza Aparicio, última gran
revelación de la cinematografía del país azteca a raíz de su actuación en la
celebrada y criticada película Roma
de Alfonso Cuarón. Y lo hacían, no en orden a su performance o cualidades
histriónicas, como es de suponer, sino a su origen mixteco, del cual ella, como
lo ha dicho con bastante claridad y emoción, se siente orgullosa.
Esta pobre gentuza, que cree ver en las
apariencias del cuerpo, en el color de la piel o en los rasgos del rostro, el
signo de la diferencia entre los seres humanos, la clave de su venerable
superioridad así como la de su invencible inferioridad, no hace sino mostrar
con grandísima impudicia su ignorancia supina, su atrevimiento rastrero y, no
hay más remedio que repetirlo, su infinita estupidez. A estas alturas de los
tiempos, camino hacia la primera mitad del siglo XXI, cuando ya la antropología
ha dado por superado el viejo concepto de razas, el que existan seres de mente
anacrónica y alma retorcida que pretendan todavía seguir insistiendo en sus
obsoletas seudo categorías humanas, resulta por decir lo menos deprimente.
Deberían saber estas personas corroídas por
la nesciencia, que existe una sola raza, la humana, y que las diferencias de
colores, tamaños y formas no indican absolutamente nada en cuanto a sus
capacidades, talentos y posibilidades; pues todos poseemos las mismas
condiciones biológicas de nacimiento, entre ellas la fundamental del cerebro,
donde radica verdaderamente la clave de nuestro desarrollo. Que ello esté
condicionado por otros factores, como los económicos, sociales o culturales, ya
es otra cosa, lo cual obedece a una realidad que muchas veces es injusta e
inequitativa, situación atribuible a un sistema político y económico que ha
perpetuado las desigualdades y que ha dejado grandes abismos de diferencia
entre los hombres.
Es tiempo de asumir la aventura humana
desde otras perspectivas, con la grandeza de quien entiende que los seres
humanos estamos en este mundo para hacerlo mejor, lejos de los estereotipos y
los prejuicios que nos impiden juzgar a cabalidad la presencia y trayectoria de
una persona, por encima de esas visiones estrechas y reduccionistas que lo
único que delatan es, al fin de cuentas, nuestra bochornosa miseria espiritual.
Lima,
8 de marzo de 2019.
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