sábado, 9 de marzo de 2019

En blanco y negro


    Es inevitable recordar, ante los recientes casos de racismo difundidos por la prensa, la contundente y lapidaria frase del eminente científico alemán Albert Einstein, quien sentenciara alguna vez, quizás como única respuesta ante el indigente espectáculo de la comedia humana, las siguientes palabras: “Existen dos infinitos: el del universo y el de la estupidez humana, aunque del primero no estoy muy seguro”. Habría que agregar que aun decir “estupidez humana” ya resulta un oxímoron pues, que se sepa, no hay indicios de que esa cualidad esté presente en otras especies. Parece que es privativo del hombre.
    Un conocido periodista de la televisión peruana, caracterizado por su locuacidad tremebunda y desbordada, suelta un comentario racista y despectivo en medio de un partido que la selección peruana jugaba con la ecuatoriana. Aludía a las características físicas de un futbolista del vecino país, destacando su color y lo que con él podría estar asociado. Una sarta de comentaristas tratan de restarle importancia a la injuriosa frase, aduciendo su aparente normalidad y su intención bromista. Y es justamente allí donde está el problema, pues la reiteración de una práctica consuetudinaria no convierte a la misma en virtuosa, ni algo dicho con deliberado sentido del humor esconde el trasfondo agraviante de ciertas palabras.
    Una trabajadora edil realizaba su trabajo en una vía importante del sur del país, cuando de pronto irrumpe una conductora que, presa de la rabia, la emprende contra la humilde mujer, por supuestamente haberla agredido al cumplir su labor dirigiendo el tránsito en un tramo donde se realizaban obras. Y la emprendió con frases insultantes llenas del más torpe y vulgar racismo, arremetiendo inclusive contra los hijos de la víctima. La energúmena, acompañaba sus palabrotas con gestos que denotaban claramente su profundo desprecio y saña.
    Aquí, en la despiadada Lima, una señorona muy encopetada, socia de uno de esos clubes exclusivos de las clases altas de la ciudad, se permitió deslizar un comentario despectivo con respecto a las nanas, esas mujeres humildes que realizan la labor de niñeras para los hijos de estas familias pudientes que, precisamente, también suelen ser socias del club de marras. Dijo, entre otras lindezas, que cómo era posible  que aquellas muchachas utilizaran los servicios y los ambientes reservados a los elegantes miembros de su cofradía social, y que si insistían en hacerlo, pues deberían pagar por ello.
    En Norteamérica, en medio de los prolegómenos de lo que fue la entrega de esos premios anuales cinematográficos a cargo de la Academia de Hollywood, la prensa y las redes sociales recogieron impresiones infelices de ciertos individuos maledicentes, que nunca faltan, que la emprendieron contra la actriz mexicana Yalitza Aparicio, última gran revelación de la cinematografía del país azteca a raíz de su actuación en la celebrada y criticada película Roma de Alfonso Cuarón. Y lo hacían, no en orden a su performance o cualidades histriónicas, como es de suponer, sino a su origen mixteco, del cual ella, como lo ha dicho con bastante claridad y emoción, se siente orgullosa.
    Esta pobre gentuza, que cree ver en las apariencias del cuerpo, en el color de la piel o en los rasgos del rostro, el signo de la diferencia entre los seres humanos, la clave de su venerable superioridad así como la de su invencible inferioridad, no hace sino mostrar con grandísima impudicia su ignorancia supina, su atrevimiento rastrero y, no hay más remedio que repetirlo, su infinita estupidez. A estas alturas de los tiempos, camino hacia la primera mitad del siglo XXI, cuando ya la antropología ha dado por superado el viejo concepto de razas, el que existan seres de mente anacrónica y alma retorcida que pretendan todavía seguir insistiendo en sus obsoletas seudo categorías humanas, resulta por decir lo menos deprimente.
    Deberían saber estas personas corroídas por la nesciencia, que existe una sola raza, la humana, y que las diferencias de colores, tamaños y formas no indican absolutamente nada en cuanto a sus capacidades, talentos y posibilidades; pues todos poseemos las mismas condiciones biológicas de nacimiento, entre ellas la fundamental del cerebro, donde radica verdaderamente la clave de nuestro desarrollo. Que ello esté condicionado por otros factores, como los económicos, sociales o culturales, ya es otra cosa, lo cual obedece a una realidad que muchas veces es injusta e inequitativa, situación atribuible a un sistema político y económico que ha perpetuado las desigualdades y que ha dejado grandes abismos de diferencia entre los hombres.
    Es tiempo de asumir la aventura humana desde otras perspectivas, con la grandeza de quien entiende que los seres humanos estamos en este mundo para hacerlo mejor, lejos de los estereotipos y los prejuicios que nos impiden juzgar a cabalidad la presencia y trayectoria de una persona, por encima de esas visiones estrechas y reduccionistas que lo único que delatan es, al fin de cuentas, nuestra bochornosa miseria espiritual.  

Lima, 8 de marzo de 2019.
      

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