Un país latinoamericano es el nuevo
escenario de la confrontación internacional entre las grandes potencias, siempre
detrás de poderosos intereses económicos que definen el tablero geopolítico
mundial. En los últimos años hemos visto cómo gradualmente el gobierno de
Venezuela se iba desmoronando imparablemente, acicateado por los enormes
errores del régimen de Maduro, así como por la hostilidad imparable de los
Estados Unidos y sus adláteres, situación que se acentuó con la llegada a la
Casa Blanca, hace poco más de dos años, del peor presidente de que se tenga
memoria en la historia de la nación americana.
Me parece que el punto de quiebre del
sólido edificio chavista, erigido por los seguidores del deslenguado mandatario
desaparecido, comenzó en diciembre del 2017, cuando la oposición consiguió un
rotundo triunfo en las elecciones para la Asamblea Nacional, hecho que fue
respondido por el gobierno con una sistemática política de amedrentamiento que
se selló cuando, aduciendo el clamor popular, convocó un referéndum para elegir
una Asamblea Nacional Constituyente con el fin de iniciar una serie de reformas
fundamentales en su Carta Magna.
Instalado ya el nuevo organismo, se
convirtió inmediatamente en un poder legislativo de facto, en paralelo al que
detentaba la oposición, con la anuencia de las fuerzas armadas que hasta ahora
constituyen el aval principal del régimen. Ha habido, por cierto, pequeñas
asonadas, rebeldías focalizadas, levantamientos fallidos, pero nada afectó
seriamente la solidez del poder. Manifestaciones reprimidas con rigor, líderes
políticos perseguidos y encarcelados, funcionarios de primer nivel marchando al
exilio, periodistas amenazados y una creciente población en éxodo, fue el saldo
de este primer capítulo doloroso de la crisis venezolana.
El otro momento estelar de esta deriva
dramática fue la elección en solitario de Nicolás Maduro para un nuevo período
presidencial en mayo del año pasado, en unas elecciones cuestionadas por la
comunidad internacional y sin la presencia de observadores que refrendaran su
legitimidad. Y el 10 de enero, fecha de su juramentación para otros seis años
de gobierno, no contó con la presencia de buena parte de los representantes del
continente ni de la Unión Europea. Cada vez más arrinconado, el inquilino del
Palacio de Miraflores se embarcó en una estela de acciones erráticas producto
del atolondramiento causado por un entorno más y más adverso.
Mientras tanto, en Washington terminaban de
mover sus piezas los halcones que merodean al presidente Trump, en medio de una
parálisis de la administración por el capricho del mandatario de construir a
toda costa un absurdo muro en la frontera con México. Un personaje de estas
movidas por los corredores de la capital estadounidense era nada menos que Juan
Guaidó, el joven presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela que el 23 de
enero reciente se autoproclamó presidente interino de la nación caribeña,
siendo reconocido inmediatamente por la Casa Blanca y por los países que
integran el Grupo de Lima, con la excepción de México y Uruguay.
Otros actores tras bambalinas en este drama
descomunal que vive el país de Simón Bolívar, y no de segunda línea como
podríamos presumir, son el consejero de seguridad de la administración Trump, John
Bolton, el asesor para asuntos de Latinoamérica Elliot Abrams y el Secretario
de Estado Mike Pompeo, culpables en el pasado de barrabasadas sin nombre en
contra de los derechos humanos, desde sus tristísimos papeles de peones de las
administraciones más retrógradas de USA, como fueron las de Ronald Reagan y de
George Bush padre e hijo, en puestos encumbrados como el que tuvo Pompeo al
frente de la temible CIA, y como figuras claves en invasiones y tráfagos
mafiosos los otros dos mencionados.
Nada
de lo que acaba de suceder es, pues, simple coincidencia. El argumento estaba
armado desde hace tiempo, sólo faltaba la ocasión que propiciara su puesta en
acción, y esta se presentó con el entrampamiento del gobierno yanqui en su tira
y afloja con el Congreso. La reacción de Rusia y China no se ha hecho esperar;
ambas han condenado la bochornosa injerencia norteamericana que ha llegado al
punto de no descartar una intervención armada. Sin duda que el panorama es
inquietante; la prensa ha alertado de la presencia de dos portaaviones, uno
ruso y otro chino, navegando hacia las aguas del Atlántico, en previsión de lo
que pudiera ocurrir si las amenazas de Trump se materializan.
La única salida para Venezuela debe
provenir de unas nuevas elecciones democráticas y transparentes, con la
presencia de figuras reconocidas de prestigio internacional en calidad de
valedores; pero no de las intromisiones de nadie, menos de aquellos que no
pueden exhibir un mínimo de trayectoria moral y democrática. La doctrina
Estrada, retomada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, debe servir
de guía para una solución consensuada entre los mismos venezolanos. Afuera las
manos y las garras ajenas que pretenden cebarse con la crisis de ese país para
sacar réditos políticos y económicos, pues no olvidemos las ingentes reservas
de petróleo con que cuenta el territorio llanero.
Lima,
3 de febrero de 2019.
No hay comentarios:
Publicar un comentario