sábado, 26 de octubre de 2019

Olla de presión


    Latinoamérica ha sido testigo, en las últimas semanas, de intensas jornadas de movilización ciudadana en protesta por impopulares medidas económicas dictadas por sendos gobiernos de la región, manifestaciones que han tenido una secuela trágica de muertes, heridos, detenidos y grandes daños a los bienes públicos.
    Dos países han sido los focos de atención más preocupantes, tanto por la envergadura de los acontecimientos como por lo que aquello significa desde el punto de vista de la imposición de un modelo económico que no ha hecho sino agravar las condiciones de vida de las grandes mayorías de la población.
    Ecuador ha sido uno de ellos, donde a partir del alza del precio de los combustibles, quitando el subsidio a los mismos, decretado por el gobierno del presidente Lenín Moreno, se ha desatado una reacción masiva en diversas ciudades del país, especialmente en Quito, la capital, contra una receta claramente inspirada en las recomendaciones del FMI. El primer mandatario se instaló inclusive en Guayaquil en los primeros días de la crisis, como tratando de huir de los hechos, para inmediatamente regresar a la capital cuando las protestas desbordaban lo previsible.
    Un periodista y presentador mediático peruano, que dirige un programa muy sintonizado de televisión desde Miami, ha tenido el desparpajo de preguntarse ante la teleaudiencia por qué reclaman los indígenas del Ecuador por el precio de la gasolina si ni siquiera tienen automóvil, citando irónicamente marcas lujosas como un Audi o un Jaguar. ¿Puede haber un comentario más cretino que este? ¿No sabe acaso este espécimen que la elevación del precio de los combustibles incide directamente en toda la economía de un país? ¿Lo ignora realmente, o quiere hacerse el desentendido para confundir a la opinión pública? Es un caso que pareciera ya linda con lo patológico.
    El otro país en cuestión es Chile, que ha sufrido uno de esos episodios extraños y paradojales de una sociedad que hasta ese momento era vista como un oasis en medio de este desierto caótico que es Sudamérica, un verdadero milagro del crecimiento económico que lo ha puesto a las puertas del primer mundo, un ejemplo envidiable de desarrollo que bien podía ser imitado por cualquiera de sus vecinos. Y, sin embargo, de pronto estalla esa burbuja de una manera descomunal. El gobierno decreta la subida de los pasajes en el metro y súbitamente los usuarios, donde han jugado un rol protagónico los estudiantes, reaccionan violentamente exigiendo su eliminación. Se suceden días caldeados de marchas, saqueos, enfrentamientos con la policía, incendios de vagones de metro y de centros comerciales, y al gobierno no se le ocurre mejor cosa que imponer el estado de emergencia y el toque de queda, reminiscencias funestas de los peores años de la dictadura pinochetista.
    Sin duda que el alza de los pasajes ha sido sólo el pretexto, el detonante de un malestar que se ha ido incubando mucho tiempo, algunos piensan que hasta treinta años; una tensión que ha llegado al punto de ebullición, que sólo esperaba una mínima grieta por donde explotar de la forma como lo ha hecho, asombrando al observador externo que creía que efectivamente Chile se encaminaba con pasos seguros a ser el primer país de Latinoamérica en alcanzar el tan ansiado desarrollo. ¡Vana ilusión! Lo que han desnudado esta crisis han sido las carencias de un modelo económico neoliberal que es la prolongación de aquél impuesto por el régimen de Pinochet, cuyas consecuencias han saltado por los aires en los sucesos de octubre, como son uno de los sistemas de transporte más caros del mundo, una economía privatizada, una educación de baja calidad, pensiones de hambre, los servicios de salud inalcanzables; es decir, el ensanchamiento de las desigualdades sociales, la brecha entre un puñado de ricos con los privilegios de siempre y una masa de pobres presa del hartazgo de una realidad que los margina, los excluye y termina por arrebatarles la dignidad como seres humanos.
    Esta respuesta inédita de una ciudadanía que cada vez es más consciente de sus aspiraciones y derechos, es un mensaje clarísimo que los más desfavorecidos lanzan a los cuatro vientos, un clamor que las clases dirigentes deben ser capaces de leer y aprehender, si quieren evitar la profundización de una flagrante injusticia social que concluya devorando el futuro y los sueños de millones de hombres y mujeres de nuestros países.
    Se ha destapado, pues, una gigantesca olla de presión, un conjunto de tensiones reprimidas durante años. Cuando el pueblo vive bajo estas condiciones y no se atienden sus expectativas, cuando se ignoran sus necesidades y se soslayan sus derechos, se crea una atmósfera altamente hostil que en algún momento va a producir una reacción, como justamente lo acaba de demostrar una película que es ampliamente comentada por estos días, Joker, el caso de un individuo, con ciertos visos de alguna enfermedad mental es cierto, asediado y agredido por el medio, que termina reaccionando de manera desaforada y demencial ante un sistema que no ha hecho otra cosa que pisotearlo y ningunearlo en todas sus formas.
    Este viernes 25 Chile ha sido escenario de la más multitudinaria marcha pacífica de su historia moderna, con cerca de un millón y medio de personas en las concentraciones en todo el país. Entonando cánticos alusivos a la exclusión, con pancartas elocuentes expresando las frustraciones y los abusos que han sufrido en todo este tiempo, la ciudadanía ha dejado sentir su amargo descontento. Grandes lecciones nos dejan estos hechos, que ojalá como sociedad podamos asimilarlas y aquilatarlas, para que se puedan ir corrigiendo esas taras que arrastramos como vestigios atávicos de una época que ya debió ser superada.

Lima, 25 de octubre de 2019.

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