Este 6 de octubre se han cumplido los
primeros cien años de la muerte del más importante escritor peruano del siglo
XIX, autor de una obra valiosa en varios sentidos, tanto en el aspecto de
creación literaria como en el de su rol como director de la Biblioteca Nacional
durante los años aciagos de la Reconstrucción Nacional. Pero sobre todo es
recordado por un libro memorable, que ya es un clásico de las letras peruanas y
americanas: las Tradiciones Peruanas.
Es reconocido en todo el continente por su
heroica labor al frente de la Biblioteca Nacional, cuya reconstrucción después
del desastre, saqueo incluido, de la guerra con Chile, emprendió con un denuedo
inaudito. Tal demostración cabal de compromiso cívico y patriota le valieron la
admiración y el agradecimiento –no sé si suficientes– de un país que nunca ha
sido muy propenso al fervor de los libros y la cultura en general. Amigos de
las tres Américas lo auxiliaron en esta vasta y titánica tarea que es otro de
sus legados perdurables.
Cuenta Octavio Paz que su abuelo, Ireneo
Paz, que también era escritor, mantuvo alguna correspondencia con el
tradicionista, de quien tenía en su biblioteca un retrato en una colección de
tarjetas sostenidas en una especie de atril con su firma correspondiente, al
lado de otras tantas figuras de las letras de la época, situación que lo sitúa
en un lugar preponderante en la cultura de nuestra América.
Leer el conjunto de sus tradiciones me ha
deparado una de las experiencias más gratas y placenteras en mi vida de lector,
desde aquella vez en que estando aún en el colegio leímos en la clase de
literatura esas sabrosas historias que mezclaban ficción y realidad–, gozando de
ese estilo lleno de gracejo y buen humor que traslucía tras la anécdota,
llevándonos a los escenarios del pasado colonial–, hasta el presente en que
releo gran parte de sus más de trescientas tradiciones, saboreando cada relato
como un preciado obsequio de un hombre que después de cien años de su partida,
sigue presente en este sorprendente y proteico siglo.
Fue en aquella ocasión en que me atreví,
siendo un simple mozuelo de quince años, a escribir mis primeras impresiones de
la obra, que empezaba a conocer, de este limeño singular que tuvo la feliz
intuición de crear un género nuevo en el que no ha podido ser superado. No
recuerdo exactamente lo que decía yo esa vez, aunque no debía ser nada novedoso
ni original, pues seguro que me limitaba a parafrasear lo que probablemente
había leído en alguna reseña bibliográfica, en una publicación periodística o
en una biografía escolar. Pero después emprendería una lectura sistemática y
rigurosa de cada una de esas piezas maestras de ingenio, talento narrativo y
gracia sin par.
Además de esta obra mayor, don Ricardo
Palma también es autor de otros libros que constituyen aportes valiosos a
nuestra literatura, como es el caso de Anales
de la Inquisición de Lima, cuya primera edición data de 1863, donde el
autor realiza un estudio histórico de una institución que fue fundada por orden
del Papa Sixto IV en 1483, siendo su primer Inquisidor General el siniestro
Tomás de Torquemada, y que se estableció en la Ciudad de los Reyes el 7 de
febrero de 1569 por Real Cédula emitida en Madrid por mandato del rey Felipe
II, siendo virrey del Perú don Francisco de Toledo. El licenciado Serván de
Cerezuela se encargó de la organización del Tribunal del Santo Oficio.
El primer auto de fe se celebró el 15 de
noviembre de 1573 en la Plaza Mayor: seis herejes fueron penitenciados y el
francés Mateo Salade fue el primero que ardió en la hoguera. La obra es un
registro minucioso de hechiceros, bígamos, blasfemos, judíos judaizantes,
relajados, luteranos, etc., sometidos a penitencia por la Inquisición. El más
feroz de los tribunales, según abundantes testimonios, usaba tres géneros de
tormentos: la garrucha, el potro y el fuego. Las imágenes de procesiones con
reos vistiendo sambenito, soga al cuello y vela verde fueron cosa corriente por
aquellos años.
El Santo Oficio penaba por leer a Voltaire,
Rousseau, Diderot, algunos de los hombres más brillantes del siglo XVIII. Ello
es sin duda expresión de la más reverenda estupidez, producto del fanatismo y
del fundamentalismo más rancio y obtuso. La infernal institución se abolió por
decreto expedido en Cádiz por las Cortes del reino, el 22 de febrero de 1813,
que el virrey Abascal hizo promulgar por estas tierras recién el 23 de
septiembre del mismo año.
En mis años de estudiante visité el local
donde funcionó el tenebroso Tribunal, ahora convertido en museo,
sorprendiéndome toda esa parafernalia del horror increíblemente concebida por
mente humana so capa de proteger los principios de una fe. Eran crímenes aparatosos
y teatralizados llamados eufemísticamente autos de fe, infligidos por
auténticos jueces del infierno.
Se puede afirmar que don Ricardo Palma fue,
sobre todo, el gran tradicionista de Lima, y que su obra cumbre debió llamarse
con todo rigor “Tradiciones Limeñas”, pues amén de alguna que otra tradición
ambientada en el Cuzco o Arequipa, la mayoría abrumadora de ellas tienen como
escenario la antigua Ciudad de los Reyes. Su espíritu criollo y zumbón le sirve
para dotar a sus narraciones de esa pátina de celebración y júbilo propios de
una visión optimista y festiva de la vida, aun cuando muchos de los hechos
narrados posean un carácter luctuoso y desdichado.
La actividad lingüística fue también otra
de sus preocupaciones constantes, recogiendo centenares de vocablos de estas
tierras que tuvo ocasión de presentarlos, para su admisión, en la misma Real
Academia de la Lengua Española, aporte que en su mayor parte le fue denegado,
hecho que fue motivo de un ligero entredicho con la pomposamente llamada Docta
Corporación Matritense. Producto de esta vena de sus intereses filológicos es
el sabroso libro Papeletas lexicográficas,
un estudio prolijo de un conjunto de palabras de origen peruano que han pasado
a enriquecer con el tiempo la lengua castellana.
Decenas de calles, avenidas y plazas del
país llevan su nombre, así como instituciones de la más variada índole, amén de
monumentos que le rinden homenaje, pero el verdadero tributo a la memoria de su
egregia figura es definitivamente la lectura gozosa y agradecida de esa prosa
singular donde están condensados todo ese carácter y espíritu juguetón de
peruano ejemplar.
Lima,
6 de octubre de 2019.
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