viernes, 28 de febrero de 2020

Desaparecidas


    El Callao, una tarde cualquiera de agosto de 2016, una escena común de la vida de una familia de jóvenes que comparten diferentes ambientes en una misma vivienda. De pronto, se suscita un incidente del que son protagonistas dos mujeres veinteañeras que culmina en un oscuro desenlace. Una de ellas está muerta y la otra se dispone a desaparecer el cadáver con la ayuda de su pareja, a quien al parecer llama en ese momento para que la ayude en su cometido. Usando cuchillos y machetes, trocean el cuerpo y cada quien se reparte el macabro botín, que lo van a enterrar en lugares diferentes. El cuerpo sin vida, descuartizado por sus verdugos, pertenece a Solsiret Rodríguez Aybar, 23 años,  estudiante de Sociología de la Universidad Nacional Federico Villarreal, madre de dos niños y activista de los movimientos feministas. Sus presuntos asesinos, Andrea Aguirre y Kevin Quevedo. El muchacho es hermano de Bryan, el padre de sus hijos. Este comunica a los padres de la víctima que ésta ha abandonado el hogar, dato que a ellos les parece inexplicable y acuden a la policía a asentar la denuncia de su desaparición. El suboficial a cargo los recibe con una frase que resume toda la incomprensión y el desprecio que sigue demostrando la autoridad ante un caso como este, que no se preocupen, que tal vez se marchó con las amigas, cansada de cuidar a los hijos, o con la cabeza caliente con algún enamorado. Es decir, el mismo esquema mental y conceptual que el machismo ultramontano ha inoculado en los cerebros de quienes no quieren entender la problemática de la violencia de género y sus secuelas trágicas, de quienes se niegan a mirar la realidad escudándose en prejuicios y creencias anacrónicos. Y cuando el caso pasó al Poder Judicial, dos fiscales que no hicieron su trabajo como debían, dilataron las investigaciones por más de dos años sin ningún resultado positivo. Sólo en manos del nuevo fiscal Jimmy Mansilla pudo resolverse el expediente a través de una acuciosa labor de investigación, tan importante y eficaz que logró dar con los sospechosos y con el cuerpo de Solsiret –después de tres años y medio del crimen– a través de un peritaje de antropología forense. Ese cuerpo que, según la policía y el ministro de entonces que avaló el documento, se divertía en una playa norteña y publicaba fotos en las redes sociales. ¡Vaya incompetencia!
    Ciudad de México, sábado 8 de febrero, se reporta la desaparición de una joven de 25 años. Vivía con su pareja, un hombre de 46 años llamado Erick Francisco Robledo, a quien ya había denunciado el año pasado por maltrato físico y psicológico. Al día siguiente son hallados los restos desollados de Ingrid Escamilla, licenciada en Administración de Empresas Turísticas. Otra parte de su cuerpo, el asesino quiso desaparecerlo por el drenaje. Cierto sector de la prensa, amarillista y sensacionalista hasta la náusea, tuvo el desparpajo de publicar las fotos de Ingrid tal como fueron encontrados, desatando la justa indignación de la población y de los colectivos feministas. La revictimización de la víctima es un fenómeno que sólo sirve para alimentar el morbo y obtener réditos económicos, ensañándose doblemente con el dolor y la dignidad de una familia que vive sus horas más álgidas.
    Otra vez Ciudad de México, esta vez en el sur, en Xochimilco, el 11 de febrero desaparece al salir del colegio la niña Fátima Aldriguett, de apenas 7 años, recogida por una mujer que se la lleva de la mano, según las imágenes de las cámaras de seguridad. Su madre había tenido un retraso de unos minutos para esperarla a la salida, como hacía todos los días. La denuncia ante la policía no facilita su búsqueda, enredada la entidad en absurdos burocratismos que sólo facilitan el truculento final, pues la menor es sometida a abuso sexual y torturas antes de exterminarla y arrojar sus restos en una bolsa en un botadero de basura a menos de 3 kilómetros del punto de su desaparición. Gladis Giovanna Cruz Hernández, la raptora, amiga de la madre, quien a fines del año pasado la había acogido en su casa por problemas con su pareja, se la llevó en complicidad de Mario Alberto Reyes Nájera, quien según los testimonios recogidos la había amenazado con violar a sus hijas si no le conseguía una niña.
    Solsiret, Ingrid, Fátima… son sólo los nombres más mediáticos de una espantosa pesadilla que nuestros países deben presenciar todos los días, cada vez cometidos con una perversidad y saña mayores y con detalles escalofriantes que espeluznan y aterran. Y lo peor es que los gobiernos no pueden hacer nada para detener esta ola feminicida de escándalo, las sociedades tienen que seguir enfrentando posturas reaccionarias y negacionistas de tantos sectores interesados en mantener el statu quo, porque para ellos se trata de exageraciones y aspavientos sin sentido, o sencillamente de realidades que sus ojos ciegos de ignorancia, cerrazón y estulticia no quieren ver.
    No sé qué tan válida e imperiosa sea la necesidad de decretar la Alerta por Violencia de Género (AVG) en el Perú, como se hizo en México en noviembre pasado, pues los resultados hasta ahora en ese país, con 10 mujeres asesinadas por día, no permiten abrigar mayores esperanzas en esa medida; así como la alerta Amber, cuando se trata de niños, a pesar de que en más de dos décadas de vigencia, según las estadísticas, ha servido para salvar la vida de no pocos menores en los Estados Unidos, nacida en 1997 y oficializada  el año 2002. Algún paso tenemos que dar para impedir esta desgraciada avalancha de muerte y dolor que enluta y deshonra a nuestros pueblos.   

Lima, 22 de febrero de 2020.         

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