El tema del amor ha sido una constante en
la historia de la literatura, y lo seguirá siendo sin duda, pues se trata de
una de las vivencias centrales del ser humano, un sentimiento universal que
igualmente es el motor principal de muchísimas obras de las artes en general,
sean éstos la pintura, la música y el cine, por mencionar algunas. Casi se
podría afirmar, a riesgo de caer en la generalización, que no hay creación
artística que no sea de amor, comprendiendo en este concepto tanto su sentido
positivo como sus posibilidades contradictorias y antagónicas, pero que tienen
como su eje solar a esa pasión ciclónica que hace presa de hombres y mujeres,
sean cuales sean sus preferencias amorosas, en cualquier época de su breve
existencia.
Tal vez una de esas historias de amor más emocionantes
y divertidas, además de espléndidamente escrita, corresponda al queridísimo Gabriel
García Márquez, que en su novela El amor
en los tiempos del cólera (Ed. Oveja Negra, 1985), nos entrega una
apasionante ficción narrativa que, según los estudiosos de su obra, está basada
en la propia historia de amor de sus padres, que el usó como materia prima para
construir esta novela que se desliza por el mundo del arte con total autonomía,
un universo propio que participa de aquella noción del deicidio que Vargas
Llosa utilizó para abarcar la obra total del colombiano.
Hace más de tres décadas que leí por
primera vez esta fascinante historia, cuando atravesaba mi corazón una doble
desventura que el destino me tenía reservada. Lo que no recordaba muy bien era
el inicio, la muerte del fotógrafo Jeremiah de Saint Amour, que su mejor amigo,
el doctor Juvenal Urbino, constata al ser llamado de urgencia. En realidad se
trató de un suicidio, pues el exiliado usó cianuro de oro para acabar una vida
que ya ingresaba de lleno a la vejez, que para él era un estado indecente que
debía evitarse a tiempo. Ese mismo día de Pentecostés, el doctor Urbino estaba
invitado al almuerzo por las bodas de plata matrimoniales de su discípulo, el
doctor Lácides Olivella. Este hecho aciago cambia los planes, pues luego del
almuerzo debe volver a casa para su siesta sagrada, y he ahí que él también se
encuentra con la muerte al tratar de alcanzar al loro que había escapado por la
mañana, refugiado entre el follaje de los árboles del jardín. Cae de la
escalera y agoniza en el lodazal del patio ante los gritos de pánico de la
servidumbre y de su esposa, Fermina Daza, que llega justo a tiempo para oír las
últimas palabras de su compañero de toda la vida: “Sólo Dios sabe cuánto te
quise”.
Luego de las exequias del médico, reaparece
en la vida de Fermina Florentino Ariza, su pretendiente de más de medio siglo,
a quien ella esa noche despacha con una frase lapidaria, que era en verdad la
misma que había pronunciado aquella vez en que Florentino la aborda en el
mercado, tras el exilio forzado de ella impuesta por el padre al enterarse de
las intenciones del telegrafista, manifestadas en cientos de cartas que él
descubre por una infidencia de una monja del colegio donde estudiaba su hija. En
todas ellas el remitente llama a su musa La
Diosa Coronada, que será el santo y seña de su fugaz relación. Ese intenso
noviazgo epistolar de algunos años termina de manera tajante, cuando Fermina lo
ve en su real condición, probablemente al haberse corrido los velos de la
ilusión, y lo despide de forma inapelable arrojándolo irremisiblemente al
desamparo y al desencanto. Lo obliga a devolverle todos los regalos enviados
durante ese tiempo, exigencia que deja a Florentino en un estado de zozobra que
durará exactamente cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
El doctor Juvenal Urbino de la Calle era un
flamante y joven médico de 28 años recién llegado de París, hecho que produce
un revuelo de palomas al ser catalogado como el soltero más codiciado de la
ciudad. Conoce a Fermina por un golpe de suerte que el narrador atribuye a un
error clínico. Después de las naturales resistencias iniciales de Fermina Daza
al asedio perseverante del doctor, éste vio allanado su camino al contar con la
providencial complicidad del padre, un oscuro comerciante llamado Lorenzo Daza,
quien ve en el pretendiente el mejor partido posible para la hija rebelde. La
noche en que se celebra la boda, Florentino desciende a los fondos abisales de
la desolación, trajinando sin rumbo por los sombríos parajes del puerto.
Son incontables las amantes de ocasión que
Florentino sostendrá en los largos años de espera, pues en ningún instante se
le pasó por la cabeza renunciar al amor de Fermina Daza. Bajo la divisa de
mosqueteros: Infieles, pero no desleales,
llevará una vida errabunda por los brazos de mujeres como Leonela Cassiani, la
viuda de Nazareth y América Vicuña, entre tantas otras, convencido de que se
puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo
dolor, sin traicionar a ninguna, convicción que lo llevó a acuñar una frase sentenciosa:
“El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.”
Así que, cuando acaece la muerte de su
rival de toda la vida, cree llegado el momento largamente acariciado de
materializar su demencial sueño, y a pesar de los desplantes y rechazos del
comienzo, no ceja en su empeño de locura de alcanzar por fin el objetivo en que
había cifrado su misma existencia. Lentamente irá cediendo Fermina a los
requerimientos renovados del pertinaz enamorado. Su empecinamiento irá
socavando de a pocos la voluntad debilitada y vulnerable de una mujer que ya no
tenía que rendirle cuentas a nadie, pues ni los hijos podrían esta vez
interponerse entre ellos, por lo que termina rindiéndose a los asedios de
bucanero de Florentino Ariza. Con el pretexto de un viaje de placer y descanso,
invita a Fermina a un paseo en uno de los buques de la Compañía Fluvial del
Caribe, de la que ya era prácticamente el máximo jefe.
Esa travesía por el río de La Magdalena se
convierte en todo un símbolo de un amor que reta a la misma muerte, pues para
evitar molestias indeseadas, Florentino convence al capitán del buque, Diego
Samaritano, de izar la bandera amarilla de la emergencia sanitaria, en una
época en que el cólera hacía estragos en algunas poblaciones cercanas, razón
por la que ante la negativa del encargado del puerto para que pueda atracar la
embarcación que él supone infestada por la peste, decide dar marcha atrás y
proseguir su navegación en un ir y venir del carajo que duraría toda la vida,
como responde Florentino ante la pregunta ansiosa y temerosa del capitán.
Descomunal historia donde García Márquez ha
sometido al amor pasión al escalpelo poderoso de su observación despiadada de
entomólogo, desnudando los entresijos más recónditos de una experiencia
compleja, contradictoria y sujeta a los vaivenes que va imponiendo el tiempo y
los propios devaneos del corazón de los protagonistas, además del contexto de
los usos y costumbres que en toda sociedad sirven de telón de fondo a la
comedia humana. Estupenda novela que uno lee con la sensación invencible de que
cada frase, cada palabra debe ser memorizada para siempre jamás, porque está
edificada con los materiales inmarcesibles de la maestría y la genialidad sin
límites. Es quizás, de todos los libros del novelista de Aracataca, el que he
disfrutado con mayor fervor.
Lima,
11 de febrero de 2020.
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