La forma cómo acabó el gobierno progresista
de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, mediante un golpe de Estado que
involucró a varios gobiernos de la región, entre ellos el de Rafael Leonidas
Trujillo de la República Dominicana, bajo la batuta de la poderosa CIA y del
propio gobierno de los Estados Unidos de América, con el presidente Eisenhower
al mando, es el meollo argumental de Tiempos
recios (Alfaguara, 2019), la reciente novela del Premio Nobel peruano Mario
Vargas Llosa. Pero lo realmente sorprendente es conocer el entramado que estuvo
detrás del embuste que sirvió de coartada para que se pusiera fin al más
importante experimento democratizador en el país centroamericano, acusado
falsamente de constituir una cabecera de playa del comunismo internacional para
sentar sus reales en el continente. Todo eso fue posible gracias al genio
demoníaco de dos personajes grises en sí mismos, pero que la historia ha
registrado como los artífices de tamaña patraña: Edward L. Bernays, considerado
el padre de las Relaciones Públicas y Sam Zemurray, el empresario aventurero
que fundó la United Fruit Company, la empresa emblemática del capitalismo
norteamericano en una época signada por las secuelas de la posguerra y una
campaña insidiosa sobre las supuestas amenazas de la Unión Soviética en América.
Zemurray propone a Bernays el cargo de
director de relaciones públicas de la compañía, cuya mala fama en EE.UU. y
Centroamérica era su principal problema. Éste ve ya atisbos preocupantes en el
gobierno de Juan José Arévalo (1945-1950), un verdadero peligro para la empresa
en Guatemala, entonces inventa el bulo de la amenaza comunista, convenciendo a
los encorbatados señores del Directorio de la United Fruit reunidos en Boston.
El otro hilo de esta madeja está
constituido por la historia de Marta Borrero Porras, la hija del doctor Arturo
Borrero Lamas, que irrumpe en la narración con su embarazo precoz a los quince
años. Es obligada por el padre a casarse con el médico Efrén García Ardiles, el
mejor amigo de aquél y autor del desaguisado. Se celebra la unión casi en
secreto en un lugar apartado de la ciudad, y el doctor Borrero decide
tajantemente olvidarse de la hija y dar por concluida su larga amistad con
quien será el padre de su nieto. Después de cinco años de un matrimonio de
conveniencia y de circunstancias, Marta Borrero abandona la casa común, a su
marido y a su hijo, pequeño aún. Busca a su padre para pedirle perdón, pero
éste la rechaza y desconoce como hija. Entonces es que consigue refugio y
protección en el Presidente de la República, Carlos Castillo Armas, antiguo
amigo de su padre y líder de la asonada golpista, de quien termina convertida
en amante.
El 15 de marzo de 1951 es elegido
presidente de Guatemala Jacobo Árbenz, un político de tendencia liberal que
había sido cercano colaborador de Juan José Arévalo y firmemente convencido de
las bondades del sistema capitalista, tan es así que se declara admirador
entusiasta del gobierno estadounidense, al que aspira tomar como modelo para
edificar en su país una auténtica sociedad próspera y democrática. Esa misma
noche, en la soledad de su escritorio y ante un vaso de whisky, lejos ya del
ruido de la celebración de la victoria, decide dejar el alcohol, promesa que
cumplió hasta el fin de su mandato.
Por otro lado, Carlos Castillo Armas, desde
su cuartel general en las afueras de Tegucigalpa, coordinaba la llegada de los
mercenarios del Ejército Liberacionista que la CIA había reclutado para
derrocar a Árbenz. El embajador norteamericano en Guatemala, John Envil
Peurifoy, apoyó abiertamente el accionar
de los alzados, que desde Honduras preparaban el siniestro plan golpista. Pero
antes, el coronel Carlos Enrique Díaz, jefe del Ejército, le pide la renuncia a
Jacobo Árbenz, prometiendo respetar las reformas emprendidas, para aplacar así
los intentos rebeldes de un sector del mismo, azuzado por el representante
diplomático del gran país del norte. Una vez logrado el objetivo de la
conspiración, y estando Castillo Armas en el poder, Enrique Trinidad Oliva, su
jefe de Seguridad y Johnny Abbes García,
llamado el dominicano, son los encargados de la ejecución del plan que el
Generalísimo Trujillo había trazado: acabar con Castillo Armas, el presidente
que él ayudó a colocar y que no cumplió los tres pedidos que le hiciera antes
de que accediera al gobierno mediante el golpe de Estado a Jacobo Árbenz. Abbes
García encarga al cubano Carlos Gacel Castro, su chofer, llevar a Marta Borrero
a San Salvador, donde él la esperaría. Ella no entiende lo que ha pasado, pero
se deja conducir por el grandulón con gran temor hasta cruzar la frontera.
Por su participación en la conspiración,
Enrique Trinidad Oliva pasó cinco años en cárceles civiles y militares hasta
que fue amnistiado. Pero al reconquistar su libertad, se encontró en la más
absoluta miseria. Pide ayuda al turco Ahmed Kurony, quien había sido su
testaferro en el negocio de los casinos que tuvo con Abbes García durante el
período de Castillo Armas. Mientras tanto, Marta Borrero, ayudada por Abbes
García, el nuevo jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), consigue
trabajo como comentarista de radio en la Ciudad Trujillo, desde donde lanza
feroces críticas a los liberacionistas guatemaltecos, a quienes llama “los
traidores” y acusa del crimen de Castillo Armas. Oliva sería asesinado
posteriormente en una calle céntrica de Guatemala, mediante una bomba que hizo
explotar su auto, a pesar de que vivía bajo una identidad falsa después de su
salida de prisión, donde purgó pena por su participación en el magnicidio. Por
esta misma época miss Guatemala –como era conocida Marta Borrero– vive un episodio
tragicómico con el Negro Trujillo, el hermano del Generalísimo y a la sazón presidente
fantoche del país, al que casi le arranca la oreja de un mordisco el día que éste
la invita a Palacio para hacerle una propuesta indecente.
Luego del otro magnicidio, el de Rafael
Leonidas Trujillo en la República Dominicana, Johnny Abbes García es enviado
por el presidente Joaquín Balaguer al consulado en Japón, jugada que resultó
una treta para alejarlo del país. Lo cierto era que había caído en desgracia;
su mala suerte lo llevó finalmente a Haití, donde trabajó para Jean Claude
Duvalier, Papá Doc, hasta que en un aquelarre monstruoso fue ultimado con su
mujer y sus hijas por los tonton macoutes,
las fuerzas auxiliares del régimen conformadas por expresidiarios y
delincuentes comunes. Este dato es puesto en tela de juicio por la verdad
histórica, mas estamos dentro de una ficción, donde lo único que importa, o
debe importar al lector, es la verosimilitud de aquello que se narra.
Buena novela, sobre todo por la intrigante
historia que recoge los acontecimientos que rodearon a una de las tantas
mentiras enormes que han servido a la potencia imperial para justificar sus
terribles tropelías en diferentes puntos del continente. Sin alcanzar la
intensidad de La fiesta del Chivo,
otra ficción política, se lee, sin embargo con gran interés por la destreza que
despliega el narrador para contarnos un pasaje del pasado de Latinoamérica que al
parecer se repetía con bastante frecuencia. Tal vez no hemos superado del todo esta
aciaga condenación cíclica que nos ha envuelto desde que tenemos memoria, a
juzgar por recientes hechos en Bolivia que han suscitado la preocupación y la
incertidumbre entre nuestros pueblos.
Lima,
24 de enero de 2020.
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