lunes, 5 de octubre de 2020

Quino

 

    La desaparición física de Joaquín Salvador Lavado Tejón, mundialmente conocido como Quino, ha provocado la tristeza y congoja más universales entre sus miles y millones de seguidores y admiradores repartidos por todas las latitudes del planeta. Dotado de ese arte prodigioso del humor más inteligente plasmado en unas viñetas que sintetizaban la problemática esencial del ser humano, premunido de una aguda mirada reflexiva sobre el destino y el significado del hombre en este mundo inexplicable, premiado por los dioses con el don maravilloso de entregarnos un tratado de filosofía en los trazos sencillos de una historieta, Quino ha tenido que partir a otras dimensiones, después de un viaje sorprendente por este minúsculo globo hecho de agua y roca que ha durado 88 años, desde que en 1932 vio la primera luz de la vida en su natal Mendoza, Argentina, hasta este estrambótico 2020 que tanto le habría dado que pensar e imaginar para hacernos entender una realidad que se nos escapa no solo de las manos sino de todos los poros de nuestra indigente capacidad de comprensión.

    Cuando apenas unos días antes su más inmortal creación Mafalda cumplía 56 años, Quino tuvo la delicadeza de esperar que pasara la celebración para despedirse luego como en la conmovedora viñeta de una humorista chilena que se hizo viral inmediatamente por todas las redes sociales al conocerse la noticia de su muerte. Quino se acerca a Mafalda para preguntarle si ella se queda porque él ya se va, entonces la niña impávida le contesta que sí, que ella se queda todavía acá. Qué enternecedor mensaje donde un creador anuncia su retiro de esta breve experiencia vital y su creatura nos consuela haciéndonos saber que se quedará con nosotros para siempre, pues la obra genial trasciende al paso lisonjero de un hombre por este mundo, porque su creación permanece y se hace inmortal.

    Hijo de inmigrantes españoles, concretamente andaluces, vivió con desgarro las secuelas de la guerra civil española, acontecimiento que marcaría hondamente su espíritu sensible de artista en ciernes. Parco, reservado, tímido, Quino hablaba a través de sus dibujos y sus trazos que delineaban con inaudita elocuencia las grandezas y las miserias de este mundo. Amaba contemplar el mar y beber el buen vino, que sus amigos le enviaban a raudales. Fervoroso adherente del socialismo, creía que era el único sistema de gobierno que podía hacer menos injusto y desigual este mundo, más allá de las experiencias fallidas y burdas experimentadas en el siglo XX, pues así como el cristianismo había demorado tres siglos en establecerse, por qué pensar que en apenas 73 años podía consolidarse un régimen socialista. Una nueva forma de socialismo era la esperanza de esta humanidad sumida en la incertidumbre y la apatía. Él ya no estaría para cuando eso fuera posible.  

    Se ha dicho que Mafalda, su personaje emblema, es una niña curiosa, rebelde, inteligente, contestataria, etcétera, cosa que podemos comprobarlo al instante al abrir una página cualquiera de una de sus historietas, o leyendo las tiras cómicas que publican todavía algunos diarios del continente. Las diversas escenas de sus viñetas que tratan sobre la paz mundial, la contaminación de la Tierra, la injusticia y la desigualdad, la soberbia y estupidez de los políticos, la abrumadora tontería de los adultos, la insignificancia de las preocupaciones humanas, el negligente descuido de las cosas verdaderamente importantes, y miles de situaciones más, Quino las aborda con una agudeza y finura realmente insuperables. Y cuando dejó de publicar Mafalda, su vena satírica, pesimista y cínica muchas veces, siguió transitando por sus personajes anónimos que discutían y debatían los eternos problemas políticos y sociales de los hombres.

    Estaba prohibido leer Mafalda allá por los años 60 y 70 del siglo pasado, aunque no se lo dijera abiertamente; un veto impronunciable nos impidió conocerla entonces, llenando de bruma el pensamiento y la imaginación de los niños que especulábamos secretamente sobre las razones o sinrazones de tal temor a que supiéramos de su oculto mensaje, y cuando por fin accedimos a la maravilla de su discurso subversivo y disolvente, comprobamos en silencio cuáles eran los verdaderos motivos por los que se había instalado una barrera invisible entre el verbo y las palabras corrosivas de aquella niña y sus ávidos lectores que aprendimos con ella a pensar y a cuestionar el mundo que nos rodeaba, y a mirarlo con otros ojos atravesando los convencionalismos y la realidad indiscutible que alguien buscaba imponérnosla. Fue el momento también en que aprendimos a amarla. La única vez que tuve la suerte de ver a Quino fue hace como quince años cuando vino a Lima para la Feria del Libro y se presentó en una charla frente a cientos de niños, jóvenes y adultos que se afanaban por acercársele y escuchar sus palabras junto a su icónico personaje. Fue una tarde excepcional.

    Hay una sola discrepancia que siempre manifesté con Mafalda, pues en todo lo demás estuve perfectamente de acuerdo con sus frases lapidarias, y es cuando ella declara incansablemente su rechazo y odio a la sopa; debo entender, sin embargo, que es una niña como las demás, probablemente caprichosa o exquisita, como tantas que he conocido en la vida, que en general no poseen una particular afición a la comida casera. Pero más me gusta imaginar que a Mafalda no le gustaba la sopa porque nunca había venido al Perú, y que por lo tanto jamás pudo saber y saborear de la riquísima variedad de esos deliciosos platillos de nuestra gastronomía que son un verdadero prodigio de la culinaria. Alguna vez quizás tenga ocasión de venir por estas tierras y cambiar su infantil perspectiva sobre aquellos sabrosos potajes. No paso por alto, empero, la simbología que en la semántica de dicha historieta posee ese elemento tradicional de la cocina universal, que es la única forma de aceptar la actitud y sentir de la entrañable niña. Quino explicaba que la sopa era una alegoría de las dictaduras militares que asolaron nuestro continente en buena parte del siglo pasado, regímenes que eran impuestos por la fuerza y que no dejaban un atisbo de libertad a los atemorizados ciudadanos. Pero Mafalda amaba a los Beatles, con lo que no puedo estar más de acuerdo; amaba la justicia y abogaba por el respeto a la naturaleza, discrepaba con el absurdo comportamiento de los adultos, que ella cuestionaba desde su lúcida cabecita de niña filósofa, cosas que yo también sigo haciendo hasta ahora.

    Nos hará una falta sin fondo, como diría Vallejo, este extraordinario humorista que supo desentrañar el sinsentido y la angustia del hombre contemporáneo, despellejar ese sustrato de hipocresía y grisura que domina casi todo lo que el ser humano ha erigido como normal y sacrosanto a través de sistemas absolutamente injustos e inhumanos. ¡Hasta siempre Maestro!

 

Lima, 4 de octubre de 2020.


  

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