Definitivamente cada año es una fiesta de la cultura la primera semana de octubre, cuando se anuncian los afamados Premios Nobel desde la circunspecta y gélida Suecia, cuya capital Estocolmo es hace ya exactamente 120 años la plataforma de los laureles más resonantes para una comunidad de hombres y mujeres que han consagrado sus existencias a los arduos y meritorios menesteres de la ciencia, el arte y la lucha por la paz.
Este extraño 2020 se ha vivido la
misma expectación más allá de la devastadora pandemia que azota el planeta. El
lunes 5 se anunciaron a los ganadores del Premio Nobel de Medicina, por sus
valiosos hallazgos en torno al virus de la hepatitis C, una enfermedad que cada
año ocasiona miles de muertos en el mundo. El martes 6 fue el turno del de
Física, para tres científicos que han realizado investigaciones fascinantes
sobre los tan temibles agujeros negros, una especie de descomunal nicho cósmico
que todavía sigue siendo un misterio. El miércoles 7 le tocó al de Química,
para dos científicas que trabajaban varios años en el perfeccionamiento de las
tijeras moleculares, una valiosa técnica genética puesta al servicio de la
medicina más avanzada. Y el jueves 8 correspondió el anuncio para el que es
probablemente el galardón más esperado, el de Literatura, que este año recayó
en Louise Glück, una discreta pero sorprendente poeta estadounidense de quien
hablaremos más adelante. El viernes 9 vino el de la Paz, otorgado al Programa
Mundial de Alimentos, organismo dependiente de las Naciones Unidas que cumple
un rol fundamental en un mundo asolado por el hambre y la desnutrición. Y,
finalmente, el lunes 12 se anunció el de Economía, que premió el esfuerzo de dos
norteamericanos por «mejorar la teoría de las subastas e inventar nuevos
formatos de subasta».
Decía que el Premio Nobel de
Literatura es el más esperado y mediático porque logra concitar la atención y
el interés de vastos segmentos de lectores del mundo entero por una actividad
que toca más directamente la sensibilidad de su condición de seres humanos
comunes y corrientes, atentos a los vaivenes y a las novedades de la creación
literaria que nos permita conocer a quien quizás hasta ese momento ignorábamos
que venía realizando una obra destacada en el siempre entrañable oficio de las
letras. Y este año la sorpresa ha sido mayor, pues la poeta neoyorquina no
figuraba en las quinielas que se suelen elaborar semanas previas al anuncio
oficial. Pero igualmente el consenso ha sido sólido en cuanto a la aceptación
de lo que los académicos suecos han
decidido premiar, por la calidad de la poesía de Glück y por su importante
trayectoria que casi en secreto y en silencio ha labrado una docena de libros
de impecable factura o, como reza la declaración oficial, «por su inconfundible
voz poética que, con una belleza austera, hace universal la existencia
individual».
La buena noticia, además, es que
se trata de un premio a la poesía, ese género tan poco frecuentado a pesar de
estar considerado como el príncipe de los géneros literarios. Louise Glück, nacida
en 1943, es la décimo sexta poeta mujer en recibir el preciado galardón, en un
año aciago para la humanidad y particularmente difícil para su país, casi en
vísperas de una elección decisiva que trazará el camino para un imperio que
pareciera haber perdido el rumbo y encaminarse a su declive. Ha recibido varios
importantes premios en su país y en el ámbito de la lengua inglesa, como el
Pulitzer y el American Book Critic Award, así como el reconocimiento cívico
durante el gobierno del presidente Barack Obama en los Estados Unidos. La
anorexia nerviosa que padeció de joven, el dolor, el sufrimiento, la mitología
griega, la familia, la muerte, entre otros temas y asuntos, están presentes en
su poesía autobiográfica, confesional, directa, descarnada, exenta casi de artificios
retóricos, pero cargada de una honda sensibilidad que conecta inmediatamente
con el lector. De hecho, yo recibí el primer mazazo de sus versos aparentemente
sencillos cuando buscaba leer sus primeros poemas después de recibir la
noticia. Descansaba la siesta, como cada tarde, cuando en la radio alguien leyó
el poema “Amante de las flores”, y me dejó anegado en un escalofrío silente y
solitario, como cada vez que la belleza, lo sublime, lo inefable, roza mi alma.
No pude desprenderme a partir de ese instante de la desoladora imagen de un
corazón de acero atraído poderosamente por ese imán que es el cuerpo del ser
querido que yace bajo tierra, que le sirve a la poeta para retratar el
sentimiento de su hermana ante la muerte de la madre. Sencillamente
estremecedora.
Como siempre, este premio es un gran motivo para seguir adentrándose en el goce de la poesía a través de una magnífica poeta que sale del aparente anonimato para conquistar los gustos y las sensibilidades de lectores de otros ámbitos y otras lenguas.
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